(Por Héctor Puyo) La obra llamada simplemente "Scalabrini Ortiz", escrita por Florencia Aroldi y dirigida por Sebastián Berenguer, supone ocurrir en el momento concreto en que una mujer viuda es desalojada en 1974 del hogar que compartió con su esposo en la zona Norte del Gran Buenos Aires, y se ofrece en El Picadero, pasaje Enrique Santos Discépolo 1857, los sábados a las 17.30.
Esa mujer no es otra que Mercedes Comaleras (Alejandra Darín), esposa y madre de los cinco hijos que tuvo con Raúl Scalabrini Ortiz (Pablo Razuk), uno de los intelectuales más lúcidos que tuvo la Argentina en la primera mitad del siglo XX, y cuyos últimos momentos de vida la obra recorre con destreza y sensibilidad.
Probablemente lo que sucede en escena esté en su totalidad en la mente y los recuerdos de la mujer en esos momentos tan decisivos, porque el fantasma de Scalabrini está allí, acuciante, preguntando qué enfermedad terminal tiene y cuánto le queda de vida, interesado por los grandes problemas que acosan al país, algunos de alarmante actualidad.
Scalabrini es para muchos y muchas una avenida o una estación de subte, o a lo sumo el autor de "El hombre que está solo y espera", un angustiado "best seller" de su tiempo lanzado en 1931, a un año del primer golpe de Estado soportado por la Argentina, que las nuevas generaciones deberían releer para no repetir calamidades.
El personaje tuvo varias actividades y oficios, fue periodista e ingeniero agrónomo, investigó como nadie el aciago papel imperial que Gran Bretaña ejercía sobre la Argentina antes de la II Guerra Mundial, denunció el monopolio de la red ferroviaria en manos inglesas y fue un enciclopedista a su manera. Conviene repasar su bibliografía para no repetirla en estas líneas.
Lo que se ve en el escenario del Picadero es una intensa historia de amor entre el intelectual y su mujer, que la autora Aroldi sirve con solvencia y con una acción que va y viene en el tiempo, en la que desnuda la desesperación de un hombre cuyas horas se acaban mientras su animal político interno tendría mucho que ofrecer.
Esa angustia se parece mucho a la de Homero Manzi, el poeta que también fue cercano pero no integrante de Forja (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina) -donde militaban Arturo Jauretche y Luis Dellepiane, entre otros-, y que murió afiliado al radicalismo en conocimiento de que el futuro venía de la mano del peronismo.
Asimismo, como su contemporáneo John William Cooke, Scalabrini fue un hombre público que se acercó al peronismo sin ser netamente peronista, que planeó sesudamente la nacionalización del ferrocarril y que apoyó estratégicamente la candidatura de Arturo Frondizi para luego lamentarse por su voltereta política. También Cooke y Scalabrini eran dos hombres honestos que murieron antes de tiempo.
Hombre indudablemente cartesiano a fuerza de los devenires políticos del país, cuyo pensamiento libre y justiciero no se ataba a los dogmas, Scalabrini rechazó cargos que se le ofrecían, vivía la realidad del país desmenuzándola y era lo que hoy se llama un imprescindible.
El Scalabrini servido por Aroldi y manejado con solvencia por el director Sebastián Berenguer -uno de esos artistas de mano suave que no busca el efecto impactante sino la comunicación con el público- es un hombre en toda su fuerza pero también consciente de sus dudas, de su impotencia ante la finitud y aun de su carácter de víctima política.
Una de sus desgarradas frases auténticas que Aroldi inscribe en el diálogo entre el pensador y su esposa es la que advierte que "no se trata de optar entre el general Perón y el arcángel San Miguel. Se trata de optar entre el general Perón y Federico Pinedo (economista conservador vinculado a la "década infame")", que cualquiera puede guardarse en la billetera para darle un uso oportuno.
Con gran acopio de material periodístico y estudios sobre su criatura, Aroldi construye diálogos concretos y medidos, inserta pequeños destellos de ironía y hace que esos dos personajes sean reales -incluso autónomos para un público menos informado-, dotándolos de una perfecta humanidad dramática durante los 70 minutos del espectáculo y que sobre el final estalla con gran carga emotiva.
No olvida que está construyendo una obra de teatro, que los personajes deben escapar a la condición de haber existido y, además, tiene la fortuna de contar con un Razuk en estado de gracia, que ingresa definitivamente a la galería de los grandes intérpretes, acompañado con firmeza por Alejandra Darín, en un personaje transido por ese dolor que aun así es capaz de mantener su energía frente a los oficiales que llegan para despojarla de su vivienda.
Con información de Télam