(Por Héctor Puyo, enviado especial) El 16º Festival de Teatro de Rafaela (FTR) ofreció motivos para entrar en calor: atronó la música festiva de Tierra de nadie, proyecto del director Emiliano Dionisi y un grupo de valores locales, para seguir con la experiencia ¡Bailemos que se acaba el mundo!, una audio-obra en la que bailó todo quien quisiera, y terminar con la irreverente Perdón de Sutottos, por el dúo homónimo.
Emiliano Dionisi es principalmente actor aunque en los últimos años ingresó en la dramaturgia y la dirección y obtuvo premios por sus espectáculos Los monstruos, Cyrano de más acá y Recuerdos a la hora de la siesta.
Con Tierra de nadie cumplió con el encargo de uno de los Laboratorios de Creación Escénica creados especialmente para el festejo rafaelino, celebrado anoche.
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Allí plantó más de una decena de intérpretes sobre el escenario, mayormente artistas callejeros de gran valía que de habitual no pueden cumplir por su trabajo por arbitrarias disposiciones municipales, y les hizo crear un mundo que mantuvo en vilo al público del cine-teatro Belgrano, el ámbito cerrado más importante de la ciudad.
Los eligió, trabajó con intensidad vía Zoom con cada uno de ellos, fue afilando sus especialidades y capacidades y, ya con ensayos presenciales, armó una simple trama de apoderamiento del espacio en este caso un escenario- en el que músicos, magos, practicantes de danzas aéreas, payasos, malabaristas y otras formas de la habilidad artística fueron construyendo una historia palpitante, llena de humor y afectividad.
Tierra de nadie, que es además un desafío retórico a aquellas disposiciones callejeras, se llenó de ese modo de cuerpos no hegemónicos y artistas que no se avergüenzan de no ser modelos de revistas y que en su desafío van contando, incluso sin palabras, pequeños acontecimientos o historias de vida.
Saben que la lucha es cotidiana, que durante la representación viven en la cúspide de su gloria artística y que el aplauso a telón abierto les ofrece un premio que en la calle se les dificulta: el teatro-circo sustituye el arduo y peligroso trabajo de golpear ventanillas de autos o actuar con la ayuda de un semáforo en rojo; aunque en Rafaela, por el diseño de la ciudad, esos aparatos no abundan.
Dionisi, en cambio, con la asistencia artística de la local Candela Pruvost, ofreció a ese conglomerado la oportunidad de transformarse en un grupo artístico multidisciplinario, multinacional, multiprovincial y multisexual, y le creó un sitio de pertenencia e identificación, que en el despojado escenario del Belgrano tuvo la suerte de honrar la vida a fuerza de música, danzas, proezas físicas, humor y emotividad.
Otro contacto con la música y el baile fue la performance Bailemos que se acaba el mundo!, programada para celebrarse en la cortada Carcabuey un hermoso pasaje aledaño al Centro Cultural de la Vieja Estación- pero celebrado en el interior de este en previsión de mal tiempo.
Es una audio-obra interactiva para bailar con el público, a cargo de BiNeural-Monokultur, entidad cordobesa creada por Cristina Ruf y Ariel Dávila que ya estuvo en otros FTR, cuando condujo a los participantes por los intersticios de la ciudad, les narró historias de misterio y los introdujo en mundos imaginarios mediante el uso de auriculares.
Así, con la dirección de un bailarín y una bailarina que ejemplificaban los ritmos a intentar, una cincuentena de personas de edades varias ninguna extremadamente joven- fueron convocadas a pararse sobre círculos dibujados en el piso que respetaban la distancia social y a vivir una experiencia que fue más allá de los zarandeos.
Hubo música del Brasil, cuarteto cordobés, homenajes a los años 80, a Michael Jackson y a varios más, que fueron entrando de a poco por los auriculares y liberando los espíritus de los grupos fueron dos, que recibían instrucciones distintas-, que además se transformaron en espectáculo para un público de curiosos que desconocían lo que hacía esa gente.
Lo lúdico no quedó para los participantes solo en el baile, del que muchos y muchas se asombraban de poder practicar, sino que asimismo se recibieron consignas vinculadas a su historia y sus sentimientos: se pidió reconocerse en el otro y organizar una marcha por los seres que ya no están, más caminatas referidas al coronavirus, los vacunados y los anti-vacunas.
La mayoría marchó con el puño en alto y algunos y algunas permanecieron en sus lugares como reflejo de lo que sucedía fuera del baile y el juego de los auriculares; el saldo fue una experiencia que dejó caras sonrientes, algunos cuerpos cansados y otros más entrenados, en algo que se pareció tanto a una rave como a una ceremonia pagana.
De la música y los intentos de danza se pasó al teatro liso y llano con Perdón de Sutottos, en el centro cultural La Máscara, donde Gadiel Sztryk y Andrés Caminos volvieron al mundo de humor y absurdo que los identifica, con una idea que ya se le había ocurrido a Witold Gombrowicz cuando escribió Ferdydurke: el retorno a los años escolares de dos hombres maduros.
El personaje de Sztryk puede ser un soñador, un ingenuo o un perverso: con una actitud fuera de sí y una voz tonante, rememora a su amigo de la infancia el que interpreta Caminos- y a toda costa desea volver a verlo tras no saber de él ni de su vida por 28 años.
El encuentro es más que arduo, porque mientras uno recorre los años compartidos para el otro forman parte de un pasado que olvidó, y allí florecen competencias, egos, amores y odios, en los que el gato puede transformarse en ratón.
Hay humor desaforado ya lo es la situación-, cantidades de locura y un manejo del absurdo en los que el dúo ya tiene acostumbrado a su público: el final es agridulce y no conviene revelarlo, aunque la ferocidad pueda parecer mayor a la de otros espectáculos del dúo.
Perdón de los Sutottos tiene colaboración artística de Mariana Chaud y aún no se estrenó en salas porteñas.
Con información de Télam