La falsa contradicción entre producción y distribución

22 de marzo, 2024 | 00.05

Mientras la sociedad asiste a los efectos recesivos e inflacionarios del gobierno de La Libertad Avanza, el peronismo sigue en ebullición. La ventana de los primeros 100 días quedó atrás y a partir de ahora es posible que asome la acción política y se expresen los nuevos entramados opositores. El dato de partida es que los pronósticos alucinados que auguraban una pueblada en marzo no se cumplieron. No solo eso, ni siquiera mermó significativamente la aprobación pública a la nueva gestión. Hasta quienes vaticinaron una luna de miel acotada, como quien escribe, se equivocaron.

La sociedad que le creyó a Javier Milei lo suficiente como para confiarle el gobierno continúa creyéndole. Ya es hora de abandonar la actitud de sorpresa. Milei no prometió la revolución de la alegría, sino sangre, sudor y lágrimas ¿Por qué tanta ansiedad para que llegue el desencanto? A Carlos Menem, luego de los terribles ’90, al final de la década todavía lo votaba un tercio de la población. Y recuérdese también que a su modelo le llevó dos años estabilizar, hasta que dio con Domingo Cavallo ¿Por qué Milei debería perder aceleradamente el apoyo popular?

La sociedad lo votó convencida de que necesitaba una reforma del Estado y una reforma de las relaciones laborales. Incluso lo votó ilusionada en una clase política más austera, inocencias al margen. Lo votó porque sentía que el sector público no cumplía adecuadamente con sus servicios básicos de salud, educación, seguridad y, también, estabilidad macroeconómica. Sí, la previsibilidad de las relaciones económicas también debería ser considerada una función básica del Estado. Equivocada o no en su elección, la sociedad votó esencialmente harta y lo único que por ahora parece claro es que no quiere volver al pasado. Sería un grave error no leer el cambio de época. El punto de partida, entonces, es que el presunto paraíso perdido de bienestar solo existe en la imaginación de los militantes más afiebrados, esos que siguen proponiendo verticalismo y obediencia ciega a una sociedad que hace tiempo les dio la espalda.

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No faltan, dígase en voz baja, quienes se regodean en que Milei esté haciendo “el trabajo sucio con el Estado”, podando reparticiones superpobladas y con objetivos tan loables como difusos, aunque se tire al bebé con el agua de la bañera. Tampoco parece haber muchos, fuera de los gremios sectoriales, dispuestos a defender que el trabajador estatal tenga un estatus de protección superior al trabajador privado. Cuestiones como la “planta permanente” ya no son dogma. Al Estado debería exigírsele la misma productividad que se sueña para el resto de los sectores de la economía. Suena al menos extraño que la productividad del trabajador público quede solo librada a su voluntad y que dependa de una presunta moralidad superior, lo que lo elevaría a una suerte de novel “hombre nuevo”. Aunque usted no lo crea, son cosas que se escuchan en los micromundos.

Mientras tanto, el debate al interior del peronismo, que sigue siendo el universo de la heterogeneidad, comienza a encontrar, lentamente, algunos puntos en común. Sobresalen dos que vale la pena subrayar. No se quieren más dedos mágicos y “esta vez” se necesitará un programa mucho más explícito.

La identificación de los problemas centrales de la economía los comparten “casi” todos y también son dos: restricción externa y falta de moneda que retroalimenta la restricción. El “bimonetarismo” no es “una característica” de la economía argentina, es la consecuencia de que la moneda local haya perdido su función de reserva de valor. No es causa, sino efecto, el resultado de años de alta inflación y de afirmar que “total es en pesos”. Los ejes fundamentales para un programa peronista tampoco son novedad. Énfasis en la producción y el trabajo --“como decía el general”: gobernar es crear trabajo-- aumento de las exportaciones y estabilidad macroeconómica, con reglas fiscales más estrictas para recuperar la moneda y Estado eficiente. No debería ser difícil construir consensos en torno a estos puntos.

Pero nada es tan fácil, en el debate subsisten algunos focos de conflicto. Una sumatoria de falsos dilemas como, entre otros, la contradicción entre mercado interno y exportaciones, entre explotación de recursos naturales y valor agregado y entre aumento de la producción y distribución del ingreso. Nos ocuparemos (hoy) de este último.

Para ponerle rótulos y definir el debate, una crítica del camporismo al gobierno del Frente de Todos (que dicho sea de paso integraron, con lo que la crítica sería al nunca nato “albertismo”) es que no se recompuso la distribución del ingreso de la era de oro del “alto kirchnerismo” (SIC). La crítica se proyecta al “kulfismo”, al que se lo acusa de enfatizar el aumento de la producción por sobre la redistribución. Y se le da una vuelta más, se asimila el énfasis en la producción y, por extensión en las exportaciones, a la “teoría del derrame”, la que dice que para redistribuir primero hay que crecer.

Salvar las diferencias demanda algunas definiciones. La primera es que el ingreso no es riqueza. La riqueza es un stock y el ingreso es un flujo que se genera “en el momento de la producción”. En el proceso de trabajo se producen bienes y su contrapartida es el ingreso de quienes participan en él, trabajadores y empresarios. Por eso en la ecuación macroeconómica básica el PIB es igual al ingreso. La lucha de clases, la contradicción entre el capital y el trabajo y la fuerza relativa de las partes, es la que determina que proporción de ese ingreso se reparte entre salarios y ganancias. El poder relativo del trabajo depende del nivel de empleo, pero también de la cantidad de ingreso total. Si el PIB está estancado desde 2012 y el PIB per cápita decreció desde entonces, ello significa que lo mismo ocurrió con el ingreso total disponible, lo que acrecentó la disputa por su reparto. Luego, si no aumenta la producción no aumenta el empleo, lo que significa que no aumenta el poder relativo de los trabajadores en su disputa con el capital. 

Las conclusiones parecen inmediatas. La primera es que la condición necesaria para una mejora sostenible en los ingresos es el crecimiento, incluso con prescindencia de su redistribución. Puede ocurrir que una economía crezca y saque a millones de personas de la pobreza y la distribución del ingreso empeore, como es el caso de China. La segunda conclusión es que, en una sociedad capitalista normal, si no aumenta la producción no aumenta el poder relativo de negociación de los trabajadores, que es la condición necesaria para que haya redistribución en favor del salario. La exclusiva voluntad política, sin una base económica sólida, solo puede alterar estas tendencias en el corto plazo, es decir de manera no sustentable.