Inflación: puja distributiva y falacia monetarista

Las tesis monetaristas son insuficientes para entender la crisis inflacionaria que vive la Argentina; bajar la inflación es un objetivo de la política económica pero no el único.  

07 de abril, 2022 | 00.05

En las últimas semanas el mundo entero ha experimentado subas significativas de los precios a raíz del conflicto bélico en Europa. De hecho, la invasión rusa a Ucrania llevó a la economía mundial a exacerbar un fenómeno inflacionario que ya venía teniendo lugar durante 2021. La guerra hizo que los precios de algunos insumos básicos, como energía y alimentos, se eleven desbocadamente, provocando aumentos de costos y por ende de los precios de todo lo demás.

La primera conclusión de este fenómeno es la caída en desgracia -otra vez- de las tesis monetaristas, por lo menos en sus versiones más burdas: está clarísimo que el actual contexto inflacionario no tiene nada que ver con el aumento de la base monetaria. En todo caso, estas teorías podrían asumir que, si la base monetaria no subió, en un plazo mediano los precios deberían volver a bajar. Pero, de no ser el caso, ¿Cuál es la diferencia entre este fenómeno global y el que afecta a la Argentina, que recurrentemente cae en problemas inflacionarios?

Hay que empezar un paso más atrás y preguntarnos por la inflación en términos generales. Comencemos por su antónimo: normalmente, la inflación es entendida como lo opuesto a la estabilidad. Una economía estable es una economía con nula o baja inflación. De acuerdo. Entonces, abandonadas las simplistas falacias monetaristas, podemos entender que la inflación da cuenta de la existencia de un conflicto distributivo irresuelto. Precisamente, es ese conflicto abierto el que da la pauta de que carecemos de estabilidad. Si hay inflación es que las cosas se están moviendo.

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¿Eso es bueno o malo? Depende de cómo se muevan. Así, la no inflación, o la estabilidad, puede referir tanto a una ausencia de conflicto donde ganaron unos o a una ausencia de conflicto donde ganaron otros. Y claramente no nos va a dar lo mismo.

En concreto, la inflación tiene como principal componente a las cadenas de costos. Si los precios de las cosas son sus costos más un margen de ganancia, usualmente suben cuando también lo hacen los costos. Si no fuera el caso, caerían los márgenes. Los costos últimos para cualquier producción nacional son usualmente dos: los salarios y los insumos importados, puesto que los insumos locales también estarán compuestos por salarios e importaciones en un nivel más bajo de la cadena. Si queremos podemos agregar también los costos de los servicios públicos, cuya determinación de precios está regulada, pero por simplicidad los dejaremos afuera.

Esto quiere decir que la inflación necesariamente expresará conflictos distributivos en torno a los salarios o a los insumos importados. Tenemos aquí las dos principales fuentes de la inflación: la puja distributiva entre salarios y ganancias y la inflación importada o cambiaria, que refiere tanto a los precios internacionales como al valor del tipo de cambio.

Así, la inflación da cuenta de la disputa por los precios relativos y el reparto del excedente tanto a nivel local como en relación al resto del mundo. El problema es que es muy difícil aislar estas incidencias, precisamente porque funcionan retroalimentándose. Por ejemplo, cuando hay un shock exógeno -como una suba en el precio internacional de algún bien básico, como ahora- el aumento local lleva a una suba generalizada, pero luego los sindicatos reclamarán por mayores salarios y, si están dadas las condiciones, iniciará una nueva puja distributiva, a la que los empresarios responderán subiendo los precios.

Ahora bien, esa puja posiblemente lleve a una apreciación real del tipo de cambio, cuyos desequilibrios pueden promover una devaluación, en cuyo caso, ahora por el canal cambiario, volverá a estimularse un alza en los precios. Esta dinámica lleva su tiempo y en el medio pueden sucederse nuevos shocks. Es decir, la tan afamada multicausalidad de la inflación no refiere a fenómenos aislados, sino a impulsos que se retroalimentan entre sí. Sí, la multicausalidad es compleja.

Pero, claro está, los resultados finales importan (aunque no sepamos cuál es el final). La puja distributiva puede llevar al aumento o a la caída de los salarios reales, dependiendo de quién la gane. Y las condiciones para que eso suceda son técnicas (productividad) pero también políticas. Lo que es menester comprender es que modificar esos parámetros (por ejemplo, elevar el salario real) necesariamente va a echar nafta sobre esa puja y es imposible, por lo menos en el corto plazo, conseguir que suba sin que haya inflación.

Entonces, ¿Qué es lo que deseamos: bajar la inflación o aumentar el poder adquisitivo de las mayorías? Es una pregunta capciosa, porque muchos pensarán que ambas deberían darse simultáneamente, en tanto la inflación daña ese poder adquisitivo. Pero no. Ese argumento asume que el salario está dado, o peor aún, que es independiente de la inflación.

En cierto sentido, las versiones más burdas del monetarismo nos pueden hacer pensar eso: si los precios dependen de la emisión monetaria, ¿por qué la inflación lleva a la baja del salario real? ¿No deberían subir los salarios nominales también, verificándose la neutralidad del dinero? Eso es lo que propone la teoría neoclásica en términos puros, pero el discurso político del monetarismo prefiere hacerse el distraído.

En Argentina nos hemos acostumbrado a un monetarismo de baja calidad, o mejor dicho a un uso político del monetarismo. Si la inflación es causada por el gobierno y lesiona el poder adquisitivo, es el gobierno el que nos lastima y por ende reducir sus márgenes de intervención va a ser deseable. Así, la baja de la inflación se convierte en el fin último y se nos dice que eso llevará a una mejor calidad de vida para todos, pase lo que pase con el resto de las variables.

Lo cierto es que en el fondo este monetarismo de baja calidad lo que está pretendiendo es congelar la puja distributiva a costa de los salarios, del desempleo o de ambas, como sucedió durante la convertibilidad. Si bien los salarios reales de los ocupados no eran particularmente bajos -sobre todo al principio-, la configuración macroeconómica de los noventa solo se pudo sostener con un dólar barato garantizado por las privatizaciones y el endeudamiento externo. Eliminar la inflación como en los noventa es económicamente sencillo (políticamente quizás no tanto), pero claramente indeseable. Reducir la inflación sin las consecuencias nefastas de un ajuste es bastante más complicado.

Bajar la inflación claramente es un objetivo de la política económica, o debería serlo. Pero nunca puede ser el único, ni tampoco el más importante. Si tenemos que elegir entre más inflación o más poder adquisitivo de los salarios -y por ende menos pobreza- lo lógico es elegir lo segundo.

Salir de las trampas del monetarismo simplista y de baja calidad que suele pulular en nuestros medios de comunicación -pero también en los discursos políticos y, lamentablemente, en parte de la academia- es el primer paso necesario para comprender esta dificultad y asumir las dicotomías: eliminar la inflación y subir los salarios al mismo tiempo, en el corto plazo, no se puede. Si queremos que suban los salarios reales, debemos pensar en mecanismos institucionales y políticos que garanticen una puja en la que los sueldos le vayan ganando a los precios. Y en ese sentido las políticas regulatorias pueden jugar un rol clave.

Pero proponer medidas de ajuste que frenen la inflación de golpe -como la dolarización, que ha estado en debate recientemente- significa garantizar esa deseada estabilidad por las malas, con la derrota de los trabajadores y los sectores populares como premisa escondida.