La política argentina se ha visto sacudida recientemente por la decisión de la Corte Suprema de Justicia de la Nación de hacer lugar parcialmente a la demanda presentada por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires respecto de los montos que le corresponden por la coparticipación federal, en un fallo que no resuelve la cuestión de fondo y que no explica los motivos por los cuales se establece un porcentaje dado -menor que el que pedía la Ciudad, mayor que el que dispuso el Gobierno Nacional-. En estas líneas pretendemos aprovechar este diferendo para hacer algunas reflexiones acerca de la naturaleza de la coparticipación y, más en general, de los problemas de la fiscalidad en países federales como el nuestro.
La coparticipación federal nace en los años noventa en el contexto de la reforma integral del Estado, que incluía privatizaciones, desregulaciones, pero también la descentralización de muchos de los gastos del Estado. Se podría afirmar que de acuerdo con el recetario neoliberal, y sobre todo con sus paradigmas sobre las cuentas públicas, la descentralización aparece como el mal menor cuando se trata de sistemas e instituciones que no son pasibles de ser dejadas en manos del sector privado. Si la principal premisa del neoliberalismo es que la eficiencia se consigue cuando nos sometemos a la competencia, y por eso el sector privado es necesariamente más virtuoso que el Estado -que por definición no está sometido a competencia-, la descentralización permite promover una competencia parcial, ahora entre distritos subnacionales.
Es lo que algunos economistas y politólogos han definido como “votar con los pies”: los distritos van a competir entre sí por ofrecer los mejores servicios públicos y la ciudadanía decidirá mudarse en función de esta contienda. Así, todos los distritos tendrán incentivos para mejorar su oferta de servicios, lo que no sucede cuando es el Estado nacional el que los provee. Además, la mayor cercanía de los gestores de los servicios públicos para con la ciudadanía permitiría un mejor conocimiento de las necesidades de la población y un proceso mucho más viable de accountability: es decir, de escrutinio ciudadano de la calidad de las políticas públicas y de la responsabilización de los políticos al respecto.
En los años noventa, mientras muchas cosas se privatizaban, otras se descentralizaban, como la educación y la salud. Si bien las teorías dominantes reclamaban hacerlo hacia niveles de gobierno local, en Argentina se procedió principalmente hasta el orden provincial: así, los gobiernos provinciales se hicieron cargo de las escuelas y de la mayoría de los hospitales.
Ahora bien, transferir la responsabilidad de la gestión necesariamente implica transferir los recursos. Pero aquí lo interesante es que las propias teorías económicas dominantes entendían, con cierto disenso interno, que la tributación es más eficiente cuando es centralizada, principalmente por los costos de gestión, pero también para evitar competencias ruinosas entre provincias que puedan llevar al desfinanciamiento, como de hecho ocurre a veces a escala internacional. Entonces, si de lo que se trata es de descentralizar los gastos pero manteniendo centralizados los mecanismos de recaudación -en la Argentina los impuestos nacionales, como IVA, Ganancias o Bienes Personales, son los más significativos-, era necesario establecer criterios de distribución de los recursos: que el Estado nacional transfiera, de acuerdo a determinada lógica, los fondos a las provincias, para que estas puedan hacer frente a sus nuevas responsabilidades.
Así surge, luego de los pactos fiscales federales, la coparticipación, la cual establece qué porcentajes de la recaudación de determinados impuestos serán destinados a cada provincia, teniendo en cuenta la población, pero también las diferencias estructurales. Los criterios de la coparticipación incluyeron, y siguen incluyendo, la necesidad de atenuar las profundas desigualdades entre provincias pobres y provincias ricas.
Otra de las innovaciones de los años noventa fue la cuasi-provincialización de la Capital Federal, devenida en Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Se trata de un aun inconcluso proceso de transferencia de atribuciones al gobierno de la ciudad, el cual desde 1996 es electo por su ciudadanía y no por designación del gobierno nacional. La Ciudad de Buenos Aires tiene a su cargo tareas propias de los gobiernos provinciales y de los gobiernos municipales, en tanto su propia descentralización interna, al nivel de las comunas, no tiene aun atribuciones específicas en un sentido amplio.
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Una de las últimas transferencias de responsabilidades hacia la Ciudad de Buenos Aires en su proceso de expansión de atribuciones refiere a la seguridad. Durante las primeras dos décadas de autonomía porteña, la policía siguió siendo exclusivamente dependiente del gobierno nacional. Luego de la creación de una Policía Metropolitana durante la jefatura de gobierno a cargo de Macri, se procedió a la instauración de una Policía de la Ciudad, ahora con Macri como presidente y con Rodríguez Larreta como jefe de gobierno. Fue paulatina la retirada de la Policía Federal, la cual permanece abocada a responsabilidades específicas. En términos políticos, no hay ninguna duda de que la Policía de la Ciudad responde directamente a los intereses del gobierno porteño y del partido que lo ejerce desde 2007, a diferencia de lo que sucede en otras provincias, donde las fuerzas de seguridad tienen lógicas políticas relativamente autónomas y a veces desafían a sus gobiernos.
El problema es que la transferencia de la seguridad a la Ciudad acordada en su momento entre Macri y Rodríguez Larreta se hizo con un decreto que modificaba los guarismos de coparticipación de la Ciudad de Buenos Aires por montos muy superiores a los gastos en que se debía incurrir. Fue una decisión política no consultada con los gobernadores de las provincias. Cuando el presidente Alberto Fernández decidió dar marcha atrás con esa decisión, el gobierno porteño puso el grito en el cielo y resolvió cubrir los costos con un impuesto de sellos sobre los consumos de tarjetas de crédito radicadas en la Ciudad. De hecho, la protección mediática -paga- le ha permitido a Rodríguez Larreta trasladar la responsabilidad política de ese impuesto al gobierno nacional.
El problema de fondo es que la coparticipación obliga a un debate no solo respecto del federalismo fiscal, sino sobre todo respecto de la distribución de recursos entre las distintas provincias. En la medida en que los debates giren en torno a decretos gubernamentales y fallos judiciales, esto no va a poder llevarse a cabo de manera correcta y responsable. Todo queda subsumido a la coyuntura política.
En este escenario, Rodríguez Larreta parece estar en una posición comprometedora. En tanto ya ha lanzado su candidatura presidencial para 2023, enfrentarse a las provincias no parece una decisión acertada. Sin embargo, ganarle una batalla judicial pero sobre todo política al gobierno nacional lo posiciona con fuerza en la feroz interna de Juntos por el Cambio. Lo que necesita es que la contienda mediática centre la disputa en una contienda entre el gobierno nacional y el porteño, o entre Juntos por el Cambio y el kirchnerismo, y no entre el gobierno porteño y las veintitrés provincias.
Del otro lado, el gobierno nacional sigue acumulando marchas atrás en sus disputas políticas, principalmente con el poder judicial, y con la Corte Suprema en particular. La decisión de pagar lo establecido en el fallo con bonos le permite coyunturalmente salir por arriba por el momento, pero todo indica que el conflicto no ha terminad aun.
Es decir, Rodríguez Larreta se juega su interna y Alberto Fernández su batalla contra el Poder Judicial. Todo se reduce al presente político y no se le presta atención al debate de fondo: los desafíos de una fiscalidad descentralizada y federal ante un país profundamente desigual, donde los criterios heredados de los noventa siguen vigentes en los papeles y donde en más de treinta años no se ha podido reabrir el necesario debate acerca del federalismo fiscal.