El fútbol es un extraño compendio de claroscuros. De plegarias atendidas, de plegarias que nadie escucha. Necesitamos “ver” detrás del decorado porque la forma más sublime del engaño es aquella que el poder se ejerce de forma tan aparentemente natural que se vuelve invisible. Reconocemos los mejores tiempos solo cuando los dejamos atrás, descubriendo en las antiguas rutinas el placer extraño de lo conocido: espacios apacibles donde recuperar la fe en el futuro, en dar por supuesto un mañana, un pasado mañana.
Las nubes vienen y van por el cielo de Almería, en España. Deambulan distraídas abriendo grietas en el nublado por donde el sol se desangra. Un tiempo seco, vacío, impenetrable. “Es la cabrona nube que no mea. Lleva 30 años que no mea la jodida. Aquí no crece la hierba, crecen los escorpiones. Mientras la jodida lluvia no venga a mares, que no vendrá, los chicos juegan al fútbol entre guijarros y polvo de calima”. La secura de las palabras de Antonio dibujan un clima de mal sueño, una imagen desolada de los potreros hambrientos del desierto español de Tabernas. “La pobreza nos roba el césped sintético. Eso es cosa de ricos. Aquí el agua es oro, es un tesoro. Para la siembra se necesita mucha agua, y no la tenemos”, puntualiza el entrenador de fútbol base. Hay algo de poesía triste en esta forma de desamparo, en este inmenso y descarnado camino salpicado de emboscadas, incomprensión, soledad y grandeza.
A 800 km de distancia de Antonio, Antoine Griezman se convertía, hace un año, en el fichaje más caro en la historia del Fútbol Club Barcelona. La tercera transferencia más alta del fútbol mundial se transformó en una trampa épica sin procesar de enorme desasosiego “blaugrana. Detrás de los 222 millones de euros de Neymar y los 180 millones de Mbappé al París Saint Germain, sus 135 millones de irregular comportamiento futbolístico todavía abrasan las cuentas de la entidad “culé”. “Sí que ha meado billetes el jodido. Eso sí, para nada”, ironiza Antonio.
El delantero francés integra el exclusivo club de las diez transferencias que traspasaron la cifra simbólica de los 100 millones de euros. Una burbuja programada que ha explotado por la insolencia de una riqueza obscena y extravagante, quedando atrapados en unos fichajes que al día de hoy cotizan muy por debajo de su precio de compra. En ocasiones estas transferencias conforman la estrategia de un modelo de negocio programado en el tráfico de influencia. Intermediarios, representantes, y dirigentes corruptos edifican entramados de “recolocación” de jugadores de forma sistemática. De club en club, de país en país, como generadores de beneficios rápidos. Así el futbolista se transforma en un producto de consumo, con compromisos endebles, con aficiones pasajeras, encadenado a una política de mercado por agentes que no negocian futbolistas, negocian productos financieros.
Los ejemplos son numerosos. El brasileño Felipe Augusto estuvo atado a una bala de cañón al tobillo del agente Jorge Mendes, representante de Cristiano Ronaldo, durante gran parte de su carrera. El central brasileño se convirtió en un tesoro bizantino, cubierto de mejillones, que debía moverse sin parar por el mercado de subastas del “arte” futbolístico internacional. Uniao Mogi, C. A. Bragantino, S. C. Corinthians, F.C. Oporto, Atlético de Madrid, son algunos de los equipos de corto recorrido de los que integró. Otra de las piezas de “anticuario” de Mendes que recorre a paso ligero el fútbol europeo es Radamel Falcao: Oporto, Atlético de Madrid, Mónaco, Manchester United, Chelsea, Galatasaray SK. Los dos con una especial particularidad contractual: siempre en condición de préstamo. Para el agente portugués lo que no son cuentas son cuentos. La revista Forbes estimó sus ganancias en 129 millones de dólares anuales. Una cantidad muy por encima del jugador mejor pago del fútbol mundial: su representado Cristiano Ronaldo. Extravagante desasosiego conocer que los representantes del fútbol actual ganan más dinero que sus representados. Es como si Andrew Loong Oldham se embolsara más dinero que los Rolling Stones. Para cuándo la curación del mundo.
En esta “dickensiana” desesperanza el fútbol de la nueva modernidad no deja de ser un atrezo renacentista decorado para la sorpresa permanente. Siempre hay algo nuevo por descubrir, un detalle, una provocación, una denuncia, un escándalo. Como ecos de un mundo selvático que parecen brotar de un sueño extraño, el fútbol nuestro de cada día le atraviesa la certeza que su felicidad está en otro sitio.
En el recuerdo de aquella lejana felicidad yace la esperanza, como un lienzo blanco y eterno donde plasmar la policromía de ayer. Mientras, atrincherado en la grisura, el desasosiego de Antonio diría: “la cabrona nube que no mea. Solo mea billetes para algunos la jodida”.