“Extranjero es una palabra hermosa si nadie te obliga a serlo”
En ocasiones el mar escupe a la arena blanca un fémur, una vértebra, una costilla con aroma a algas y salitre. Pedazos mutilados de muerte seca que arrastra la marea por las aguas cálidas y tranquilas del Mediterráneo. Fragmentos azarosos que se posan en los recodos del arenal bajo un sol perdido, a metros de las toallas y las sombrillas de los bañistas. Ecos vacíos de un mundo selvático.
Así se posó el pequeño Aylan Kurdi, el niño kurdo de tres años que falleció en una playa turca, huyendo de una guerra con dolores de parto de libertad. Su cuerpo se desplomó boca abajo en la arena templada, mirando las entrañas de la tierra, buscando un espacio donde refugiarse. En la liturgia de su sueño épico estaba jugar en el Bayer Munich, pero brotó una grieta inmensa color azul cobalto como espectro voraz de un mar desolado. En los despojos del naufragio se encontró una pelota menuda, llena de emboscadas, de cicatrices, de risas y deserciones. La familia Kurdi se dirigía a Baviera sin saber que en Baviera no los querían. Hoy son tumbas sin nombres a cielo abierto. Se fueron entre nubes de colores peinando cielos de acuarelas, con los ojos encendidos alumbrando sus paraísos perdidos y las puertas secretas del interior de su belleza. Nos dejaron la tristeza, y qué hacer con esta tristeza.
Así se desayuna Europa todos los días. Con un té refinado de espaldas al genocidio más infame en la historia reciente de la nueva “Modernidad”. Sin culpa, sin infierno, recostada en el inmenso camposanto de bruma y de silencio donde deambulan, entre yates de lujo y cruceros trasatlánticos, los 60.000 inmigrantes desaparecidos en las aguas turquesas del Mediterráneo.
Se desconoce la increíble cantidad de humanidad que se va detrás de esta tragedia. Alaridos roncos, sombras de abismo hondo, una paz feudal, un tiempo inhabitado, vacío, como testigos inmisericordes de la crueldad con que el mar los ha devorado. Los datos de la Agencia para los Refugiados de la ONU, ACNUR, puntualiza con estos datos lo que ya se conocía: esa forma de desamparo, esa indiferencia desapacible, ese rencor de clase que se proyecta sobre el prójimo ejerciendo nuestra más exquisita crueldad.
La lógica de la inmigración es un laberinto de paradojas existenciales que se edifican sobre el cinismo de la doble moral: inmigrantes de “alta gama” e inmigrantes colgados de las espaldas del mundo. El fútbol no es una excepción. Recrea acuarelas de plasticidad evanescentes en las aguas revueltas de un mercado inducido por un deporte bipolar que tiende a sublimar el “yo” desde una sórdida flexibilización de la ética. Los emigrantes “premiun” del fútbol europeo mantienen un silencio grotesco, servil, extravagante. Cosas de gente rica. No “dicen”, no opinan, no se cabrean. Cómo se puede vivir con ese silencio cómplice ante los mensajes de odio y de indiferencia hacia la “otra” inmigración. Deben creer que no va con ellos. Pero va con ellos. Deben saber que en el intrincado y laberíntico cerebro reptiliano, xenófobo y supremacista, de millones de europeos no dejan de ser “sudacas”, negros, mestizos, asiáticos, árabes, africanos, con los bolsillos llenos, sí, pero con el alma perturbada por haber nacido en las esquinas del mundo. ¿Dónde están los Messi, Simeone, Neymar, Dogba, Mbappe, Luis Suarez, Di María, Dybala, Cavani, y los 200 futbolistas extracomunitarios ante este infierno subterráneo donde no se pone el sol y donde la luz apenas trasciende? Orwell diría que si la libertad significa algo es sobre todo el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír.
A veces, frente a la violencia de toda clase de injusticia hace falta borrar tanta sonrisa, quitarse los honores, bajar al llano y compartir el dolor. Los “otros” son parte de nosotros. Hay que mirarles a los ojos, abrigar su desamparo, su vulnerabilidad, su humanidad, su textura de piel deshilachada, agrietada por un tiempo inhabitado, vacío.
Como el pequeño Aylan Kurdi los parias olvidados del mundo seguirán llegando, sin pausa, despreciados, pero llegando, sin parar, como una interminable cascada de pobreza sin procesar.
En la semblanza de toda desilusión nos queda siempre la esperanza de amasar un mundo nuevo, un mundo mejor, un espacio social de crecimiento íntimo y colectivo, donde las cicatrices de la desigualdad no se tensen, no se desangren -como siempre- sobre los invisibles que sobreviven en el lado nocturno de la vida.
Los futbolístas extracomunitarios deben olvidarse por un momento de la pelotita, y mirar de frente al Mediterráneo. Miles de muertos sin tumbas conocidas bañan las puertas de sus mansiones blindadas. Hace falta bajarse de la atalaya, caminar por la arena, escuchar el alarido ronco del desasosiego, quedarse aterido, empapado, famélico, cegado, con el cuerpo ulcerado, con el dolor brotando como esas flores indomables que se abren paso en las grietas del camino. Detenerse, sentir en la nuca los ojos negros de la muerte, esa muerte bronca que trae la cálida brisa de este mar insaciable.
Luego regresar sobre el camino recorrido, sobre las huellas de la infamia, volver a casa, y no dormir en toda la noche.
(*) José Luis Lanao, periodista y ex jugador de Vélez, clubes de España, y campeón Mundial Tokio 1979. Ex columnista del grupo multimedia español Vocento y Cadena radial COPE.