En Tecnoceno: Algoritmos, biohackers y nuevas formas de vida, la investigadora y Doctora en Ciencias Sociales Flavia Costa delinea con sutileza la trama cultural y política de este mundoambiente alucinatorio cuya virtualidad se sostiene en una red material hecha de cables, satélites y edificios, por donde desfilan bioartistas, ciencia forense, organizaciones de derechos humanos, sistemas de vigilancia y empresarios transhumanistas. En diálogo con El Destape, la autora adelanta su nuevo libro, editado recientemente por Taurus.
- ¿Qué es la era del Tecnoceno?
El Tecnoceno es la época en que el humano se vuelve un agente geológico; es decir, que la acción de los seres humanos sobre la Tierra deja huellas perdurables en el suelo, la atmósfera y los océanos, que pueden permanecer por cientos de miles de años. A través de desarrollos tecnológicos e industriales como la energía nuclear, las petroquímicas, las biotecnologías, la tecnomedicina, las infotecnologías, producimos transformaciones que atravesaron, o están por atravesar, umbrales de irreversibilidad, y que así como nos permiten un crecimiento inédito, tanto en términos de población y longevidad como en productos de consumo, ponen a nuestra especie y a otras especies en serio riesgo.
Esto implica, por un lado, algo que ya sabíamos pero no alcanzábamos a vislumbrar como parte de un ciclo mayor: que así como producimos grandes mutaciones en el mundoambiente, estamos transformando nuestro modo de afrontar las relaciones interpersonales, nuestro modo de concebir y organizar lo “social” –por ejemplo, se intensifican las relaciones y modulaciones a distancia, a través de redes infocomunicacionales--; así como también se han transformado los modos de conocernos y comprendernos a nosotros mismos. Por otro lado, implica que desde hace unos setenta años venimos produciendo, y forzando, un salto de escala: estamos empezando a actuar en la escala del Sistema Tierra. Es decir: ya no solo actuamos en la escala individual o personal; en la escala doméstica o comunitaria; en la escala nacional e internacional: estamos actuando –como agentes transformadores—en la escala planetaria: algo que la pandemia mostró de una manera elocuente. Y esto nos obliga a afrontar y repensar nuestras estrategias como colectivo, es decir, como especie.
- ¿Qué tiene que ver con el Antropoceno?, ¿cuándo empieza esta era?
En el año 2000, el químico Paul Crutzen, premio Nobel 1995, sugirió el término Antropoceno para denominar una nueva era geológica marcada por la actividad humana. Entre los elementos que definen el Antropoceno están el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, el incremento de la población humana y, con ella, de la urbanización, que como sabemos, no siempre se produce en las condiciones adecuadas. Se suman también la alteración por la actividad industrial de ciclos biogeoquímicos como los del agua, del carbono y del oxígeno, la deforestación, la contaminación de suelos y napas por el uso de fertilizantes y plaguicidas, entre otras mediciones.
La noción de Antropoceno despertó controversias pero también en ella confluyeron distintas perspectivas preocupadas por un presente y un futuro sustentables. Muy rápido surgieron preguntas como la tuya: ¿de qué humano es todo esto? La propuesta de Crutzen era que el Antropoceno se había iniciado con la primera revolución industrial. Otros investigadores sostienen que fue antes: en los inicios del capitalismo, de allí que hablan de “Capitaloceno”. Pues bien: el 20 de mayo de 2019, el Grupo de Trabajo sobre el Antropoceno, en la Comisión Internacional de Estratigrafía, votó por 29 votos contra 4 que el Antropoceno constituye una nueva capa estratigráfica en el planeta. En esa misma reunión, que no dio la respuesta definitiva pero implica un avance importante, el Grupo dató el inicio del Antropoceno en la Era Atómica, en torno a 1950, por los isótopos radiactivos procedentes de ensayos nucleares, cuyo rastro permanecerá por cerca de 4.500 millones de años.
Esta datación es muy reveladora, y es por ella que me inclino a pensar –como han sugerido antes autores como Peter Sloterdijko Herminio Martins- que el Antropoceno es en realidad un Tecnoceno, ya que de lo que se trata es del humano capaz de desencadenar tecnológicamente energías poderosísimas, de alto riesgo con una de enorme capacidad de transformación, tanto al ambiente como a nuestra vida en común, nuestra idea de arte, nuestra relación con el propio cuerpo e incluso con nuestra descendencia.
En definitiva, para mí Antropoceno, Tecnoceno, Capitaloceno no son nombres en competencia: no se trata de imponer uno u otro. Lo que hago es echar luz sobre la dimensión que considero especialmente significativa para entender el Antropoceno; y sobre la que creo que es necesario seguir pensado para promover formas de vida alternativas.
- ¿Cuáles fueron tus inquietudes a la hora de pensar el libro?
Los tres capítulos que componen el núcleo central buscan indagar en aspectos del Tecnoceno que no están relacionados directamente con la cuestión ambiental, sino con el entramado de datos, algoritmos y plataformas que organiza buena parte de nuestra vida social, que se expandió enormemente durante la pandemia, y que son otro signo -menos evidente quizá que la deforestación o el cambio climático- del salto de escala que estamos viviendo. En un solo año, 2020, un 7% más de la población mundial comenzó a usar internet; más de 500 millones de personas empezaron a usar medios sociales (un incremento del 13 % respecto del año anterior). Si comparamos 2016 con 2021, en el primero había un 50 % de la población mundial con internet; para enero de 2021 ya somos un 60%. Aquí la apuesta es inscribir la cuestión de la digitalización de nuestra vida cotidiana y hasta de nuestras dotaciones biológicas en el marco de la discusión sobre el Tecnoceno.
La nueva geopolítica y la nueva economía basada en las huellas dactilares y comportamentales que vamos dejando en el mundo en red, y que se cruza con nuestros trayectos geolocalizados en el mundo real, tienen que ver con los nuevos modos de gubernamentalidad que se organizan para intentar conducir a una población mundial que se multiplicó casi por tres en menos de sesenta años. Y que ya no puede contenerse desde el modelo disciplinario que tan bien describió Foucault en la década de 1970, cuando ese modelo –ya lo decía el propio autor-- estaba en declive y el Tecnoceno empezaba a manifestarse.
Hablo así de una “ampliación del campo de batalla biopolítico”. Es una ampliación por arriba, a nivel macro: estamos actuando ya a nivel del sistema Tierra, conectamos el planeta en instantes, desarrollamos dispositivos para viajar al espacio, los sistemas de inteligencia artificial deciden más del 90 % del reparto de la electricidad, localizando en tiempo real quién necesita energía. Y por abajo, a nivel micro: ingresamos en los niveles moleculares de las estructuras vivientes, hacemos ingeniería genética, biología sintética, modificamos especies existentes, recuperamos especies extinguidas, clonamos mamíferos, elegimos embriones de acuerdo a valoraciones y necesidades de seres ya nacidos, creamos quimeras en vistas a futuros trasplantes o implantes.
Abordo fenómenos como la vigilancia digital o la vigilancia biológica, busco mostrar cómo funciona lo que algunos llaman la “gubernamentalidad algorítmica”, el gobierno de las poblaciones y los públicos a través de algoritmos, y describo algunas de las mutaciones en nuestra sensibilidad, en nuestro modo de conocernos y de autocomprendernos. Trato de describir los rasgos centrales de nuestras formas de vida, que se han vuelto infotecnológicas, es decir, interdependientes con respecto a las tecnologías de la información y la comunicación. Finalmente, observo también como en algunos campos de experiencia, en particular entre los artistas, hay otro tipo de miradas, de preguntas, de indagaciones acerca de las posibilidades que abren las siempre nuevas tecnologías.
Por su parte, la introducción y al epílogo son los grandes marcos en los que propongo poner esta discusión. En la introducción, parto del escenario de la pandemia y me pregunto cómo es que llegamos hasta aquí: de esa pregunta surge la indagación por el Tecnoceno, el salto de escala, y el enorme escollo que implica la brutal desigualdad que organiza hoy nuestros intercambios, que es el mayor problema político de la época. Porque no se trata de que haya escasez, ni que no se produzcan riquezas: al contrario, se produce muchísima.
Pero esas riquezas están altamente concentradas, y eso no sólo “ocurre”, sino que es el producto de decisiones políticas, jurídicas, sociales y filosóficas. Por dar un solo dato: el informe de Oxfam sobre desigualdad del año 2021 recoge que, entre 2020 y 2021, los diez millonarios más ricos del mundo incrementaron su riqueza en cerca de 540 mil millones de dólares. Esa cifra -la riqueza que obtuvieron durante la pandemia, no la acumulada- serviría para garantizar entre dos y tres años de dos vacunas anuales para toda la población mundial a un costo por vacuna de 10 dólares la dosis. Si no repensamos todo esto, estaremos cada vez más al borde de próximos “accidentes normales” como la pandemia del coronavirus.
MÁS INFO
- En relación al concepto de "malestar de la cultura digital", ¿crees que los seres humanos somos absolutamente dependientes de las nuevas tecnologías?, ¿por qué?
Creo que tendencialmente nos estamos fusionando con las infotecnologías, ellas se hacen paulatinamente “cuerpo” y “carne”: encarnan y se incorporan en nosotros bajo la forma de trasplantes, implantes, terapias génicas, dispositivos de interconexión, de corrección de textos, de traducción simultánea, nos hacen de guía en una ciudad. O como lo dice Paula Sibilia, nos hemos venido entrenando para volvernos compatibles con las tecnologías digitales. ¿Es irreversible? Pareciera que por esta generación, y a menos que medie algún tipo de acontecimiento drástico impensable por el momento, sí. ¿Es algo exclusivamente negativo? No lo creo. Sí es cierto que, como toda técnica -ya lo decía Paul Virilio-, trae consigo su propio accidente.
Con el tren, se “inventa” el descarrilamiento; con la industria de la energía eléctrica, la electrocución, y todo así. Los accidentes no preexisten a los potenciales técnicos que los propician. Decía días atrás el colega argentino Diego Parente, que lo curioso de la vida digital del siglo XXI es que algunos accidentes pueden considerarse novedosos no sólo por los ambientes artificiales bajo los cuales se producen, sino también por las dimensiones y escalas heterógeneas que ellos propician.
En efecto, la cultura digital trajo consigo distintos accidentes impensables antes de ella. Uno de ellos es la combinación entre la aceleración propia del trato con aparatos que eliminan los tiempos muertos y el “mal de archivo”: guardamos muchísimos archivos digitales que ya no tenemos tiempo siquiera de revisar. Otro ejemplo, la extensión inusitada del fenómeno de la vigilancia, ya convertida en una verdadera cultura, en la que las personas ya no solo están familiarizadas con el hecho de ver y ser vistos: al mismo tiempo que le temen a la vigilancia, la reclaman y hasta se divierten con ella.
Por otro lado, aparece una cultura del yo que se exhibe ante los demás. Un tipo de sujeto que se reconoce como emisor continuo de señales, como “obra viviente”, que se experimenta, se expresa, se juzga y actúa sobre sí, al menos en parte, en el lenguaje del espectáculo. Y que se entrena como creador de su propia audiencia. ¿Cuál es el accidente aquí? Quizá no somos todavía capaces de mensurar qué hemos perdido cuando abandonamos lo que Alessandro Baricco llama “el mito de la profundidad”: la idea de que somos seres definidos por una interioridad profunda, relativamente misteriosa, a la que debemos reconstruir en formatos narrativos de cierta densidad. Si eso ya no existe más, si no lo cultivamos, si ya no tenemos tiempo para ser esa clase de seres, ¿nos convertiremos exclusivamente en los consumidores 1-click a los que se dirigen Amazon y todas las empresas del e-commerce?