La obesidad es una epidemia mundial que no deja de crecer. Está asociada con decenas de cuadros que ponen en peligro la vida, incluidas enfermedades cardíacas y hepáticas, diabetes, artritis y hasta ciertos cánceres. Además, es una carga casi insoportable para quienes la sufren por el estigma social que acarrea. Resultado de engranajes increíblemente complejos, sus causas abarcan desde factores genéticos y fisiológicos, hasta ambientales, culturales y sociales, nuevos fármacos que llevó cuatro décadas desarrollar y que comenzaron a difundirse en los últimos dos años, los llamados “análogos de GLP-1” (que imitan el efecto de las hormonas que nos hacen sentir saciados después de comer) parecen por primera vez ofrecer una forma de abordarla con resultados prometedores y pocos efectos adversos. Esa es la buena noticia. La mala es que en principio deberían recibirse durante toda la vida, no se conocen sus consecuencias a largo plazo y que son tan costosos que resultan inaccesibles para la mayor parte de la población que los necesita.
Así y todo, en el hemisferio Norte el consumo de estos fármacos creció desmesuradamente de la mano de varios famosos que los utilizaron, como Elon Musk y Oprah Winfrey. “Desde la época del botox y el Viagra, ningún otro se había colado de esta forma en el imaginario colectivo”, acierta Enrique Alpañés en su nota del diario El País, de España.
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“Hoy día sabemos que la obesidad no es un problema moral, no depende de la fuerza de voluntad de la persona que la sufre, sino que es una enfermedad crónica y recurrente, con elevada mortalidad cardiovascular y enfermedades asociadas –explicó Andreea Ciudin, endocrinóloga y coordinadora de la Unidad de Obesidad del Hospital Vall d’Hebron de Barcelona a SMC España, que participó en ensayos con estas drogas–: Este exceso de tejido graso puede ser causado por factores genéticos, hormonales, psicológicos, ambientales, socioeconómicos que conducen a alteraciones en el control de apetito”.
La mayoría de los especialistas, sin embargo, advierten que no estamos ante la “bala de plata” para controlar la obesidad y aconsejan moderar el entusiasmo. Julio Montero, presidente de la Sociedad Argentina de Obesidad y Trastornos Alimentarios, admite que probablemente sea adecuado considerar estas drogas el avance del año porque “habilitan un nuevo mecanismo de acceso al ‘bunker’ donde reside una encrucijada de caminos, una especie de rotonda a la que acceden numerosas aferencias que coordinan estímulos externos con internos y composición corporal. La vía de acceso es más fisiológica (sin serlo del todo) y minimiza efectos no imprescindibles o secundarios. Posiblemente sea una nueva ruta, más confortable y segura que otras intervenciones farmacológicas”.
Y Marcelo Rubinstein, investigador del Instituto de Genética y Biología Molecular (Conicet) en mecanismos de hambre y saciedad, opina: "Sin duda, es un gran avance de la industria farmacéutica. Es la primera vez que hay moléculas que permiten bajar de peso, pero... hay muchos ‘peros’. Solo se vio efectividad en personas con obesidad extrema. Por otra parte, si bien hay una pérdida de peso, no es del todo significativa. No es que una persona recibe el tratamiento y deja de ser obesa, sino que pasa a un grado menor, pero todavía con una gran obesidad mórbida. Y después, bueno, hace que se espere la solución mágica de la farmacología, cuando en realidad éstas son enfermedades, incluso en personas obesas, prevenibles o modificables. Eso de que no se puede cambiar la conducta no es cierto. Después está el tema del costo, que es altísimo y es un tratamiento de por vida. Si se interrumpe, vuelven las ganas de comer y si uno come, vuelve a engordar. O sea, lo que hacen estas moléculas es disminuir el apetito, en gran medida porque generan un estado de náuseas generalizado. No es algo terrible, uno se va acostumbrando, pero lo increíble del caso es que la gente prefiere sentir náuseas y entonces no comer que hacer intervenciones para intentar alimentarse de otra forma”.
Un camino trabajoso
Los fármacos para la obesidad tienen “un pasado lamentable”, escribe Jennifer Couzin-Frankel en Science. Según cuenta, la historia de esta nueva clase de terapias farmacológicas se remonta a hace varias décadas. En los años ochenta, varios investigadores descubrieron la hormona GLP-1 mientras investigaban cómo el organismo regula el azúcar en sangre (glucemia). A lo largo de muchos años, se pudo demostrar gradualmente que influía en el cuerpo y el cerebro, que disminuía los niveles de glucemia y podría ser útil en el tratamiento de la diabetes. En los noventa, un estudio en 20 hombres jóvenes y sanos encontró que después de un desayuno copioso, aquellos que la recibían en forma endovenosa comían menos en el almuerzo que aquellos que recibían un placebo.
En 2005, se aprobó la primera fórmula (exenatide) para la diabetes tipo 2 y, cinco años más tarde Novo Nordisk lanzó con la misma indicación la liraglutida. En 2014, la FDA la aprobó para su uso en obesidad. Pero el interés en estas drogas explotó hace dos años, cuando Novo Nordisk obtuvo la aprobación de la semaglutida, segunda generación de este a nueva clase de fármacos (nombre comercial: Ozempic para la diabetes, y Wegovy para la obesidad), porque a diferencia de sus predecesoras, solo requiere una inyección semanal, en lugar de una o dos por día.
Los voluntarios que participaron en estudios alcanzaron a descender un 15% de su peso al cabo de 16 meses. Muchos reportan también menor voracidad o avidez por seguir comiendo. Pero además, este año un ensayo realizado en 529 personas con obesidad e insuficiencia cardíaca mostró que después de un año las personas que recibían semaglutida exhibían mayor recuperación de la función cardíaca y podían caminar un poco más, y otro en 17.000 individuos con exceso de peso y enfermedad cardiovascular reducía un 20% su riesgo de infarto y ACV. Otros trabajos sugirieron una reducción de la progresión de enfermedad renal en pacientes diabéticos.
En este momento hay pruebas clínicas en proceso para estudiar su uso en adicciones (los pacientes reportan menos deseo de tomar vino o de fumar mientras estaban en tratamiento) para explorar la hipótesis de que las drogas se unen a receptores cerebrales que modulan el deseo de otros placeres, además del de la comida. Y hasta se evalúa su aplicación en enfermedades como el Parkinson y el Alzheimer, ya que hay evidencia de que reducirían la inflamación…
Luis Cereijo, investigador en epidemiología social y cardiovascular de la Universidad de Alcalá, dijo a SMC España que “El desarrollo de agonistas del péptido similar al glucagón-1 (GLP-1) permitió el diseño de fármacos que nos ofrecen un abordaje clínico en casos particulares donde el sobrepeso debe ser tratado de forma urgente para reducir riesgos relacionados con la morbilidad cardiovascular. Sin embargo, el tratamiento farmacológico no es una solución para el problema poblacional. La obesidad solo puede ser abordada desde un marco multifactorial que mejore las condiciones de vida de las personas. La ciencia lleva décadas señalándonos que la desigualdad es uno de los factores fundamentales [que la promueven]. Según datos de la Encuesta Europea de Salud en España de 2020, el 24 % de las personas de bajo nivel socioeconómico viven con obesidad, mientras que entre las personas más desahogadas la prevalencia es solo del 9 %”.
Según Cereijo, “Abrazar el tratamiento farmacológico como única solución supone cronificar la obesidad renunciando a modificar las causas que empeoran la salud de las personas. Esto conlleva renunciar a que una mejora de las condiciones de vida permitan que puedan mejorar sus hábitos de actividad física, alimentarios y de descanso. Asumir el enfoque individual del tratamiento farmacológico hará que todas estas causas subyacentes sigan perjudicándolas. Por ello, es urgente centrar el foco en lo fundamental y abordar las desigualdades sociales. El exceso de peso no debe ser concebido como el problema, sino como un síntoma de aquello que está reduciendo la calidad y esperanza de vida de las personas”.
“El aspecto que más me preocupa en este momento –destaca Rubinstein– es que no hay 3000 personas con obesidad en la Argentina y entonces, si 300 se pueden beneficiar con esta terapia, uno trata al 10%. Estamos hablando del 60% de la población, y en niños y niñas y adolescentes los números están aumentando al compás de los índices de pobreza. No podemos dejar de relacionar la tremenda crisis económica que está impactando sobre la capacidad adquisitiva a partir de medidas económicas que son estremecedoras y que llevarán a las familias a no poder comprar las comidas tradicionales de la mesa de los argentinos, por decirlo así. Se solucionará con paquetes, latas, cajas de ultraprocesados, de los que ya hablamos mucho y que tienen una capacidad enorme de producir sobrepeso. Los octágonos negros perdieron sentido en una situación de altísima crisis económica y de baja posibilidad de dquirir alimentos de calidad”.
Y concluye Montero: “No creo que sea el comienzo del final de la obesidad. Es el comienzo de otro túnel. ¡Y es un túnel costoso! La solución sin costo excesivo es el cambio alimentario. Ese mecanismo es algo sacrificado y además ninguneado por los referentes societarios mediáticos de turno. No veo salida 100 % aceptable como no sea esa”.