“Una violación no es nunca solo una violación por más que la víctima la viva lógicamente como única y absolutamente personal. Una violación, y el consiguiente juicio y tratamiento social, son un reflejo de la historia de las relaciones entre hombres y mujeres y un reflejo social, simbólico, material, jurídico, mediático etc., de la posición de mujeres y hombres en una sociedad dada”. Estas son palabras de la dirigente política y activista del movimiento LGTBIQ+ española Beatriz Gimeno en su artículo ¿A quién estamos juzgando?, luego que trascendiera la noticia de la violación grupal en Pamplona, durante los festejos de San Fermín en ese país en 2016.
Desde la Organización de las Naciones Unidas (ONU), estiman que, a nivel global, 736 millones de mujeres -alrededor de una de cada tres- ha experimentado alguna vez en su vida violencia física o sexual por parte de una pareja íntima, o violencia sexual cometida por alguien que no era su pareja (el 30% de las mujeres de 15 años o más), pero estos datos no incluyen el acoso sexual, aunque sugieren que la proporción puede llegar al 70 por ciento de las mujeres.
Las tasas de depresión, trastornos de ansiedad, embarazos no deseados y enfermedades de transmisión sexual son más altas en las mujeres que han experimentado este tipo de violencia en comparación con las que no la han sufrido, así como muchos otros problemas de salud física, mental y emocional que pueden durar después de que la violencia haya terminado.
Si todas las violaciones nos incumben a todas las mujeres, la de la semana pasada en Palermo nos afecta especialmente. Nos hace volver a remarcar lo que significa la cultura de la violación y nos empuja, como sucedió con la denuncia de Thelma Fardin o el movimiento MeToo, a abandonar el silencio, la vergüenza y el estigma tan inculcado frente a las agresiones sexuales que muchas padecimos por el hecho de ser mujeres: no hay horario, no hay día ni contexto que no nos expongan a padecerlos por primera o quinta vez porque ciertos varones todavía no comprenden que “no” significa “no”.
A partir de la noticia de la violación grupal en Palermo, por lo menos en Twitter Argentina, cientos de mujeres compartieron haber sido víctimas de delitos semejantes durante la infancia, la adolescencia y la adultez, dejando en evidencia el silencio y el abandono que enfrentan ante una Justicia que no funciona y una sociedad cómplice.
A las mujeres sólo nos queda el derecho de decir “Yo te creo, hermana” y acompañarnos con las herramientas que sacamos de la cartera. Asimismo, poner el debate sobre la mesa nos califica por algunos de “resentidas”, “desviadas” o “exageradas” y defendernos nos puede meter en cana como le pasó a Higui.
En línea con los datos que publica la ONU, menos del 40 por ciento de las mujeres que experimentan violencia buscan algún tipo de ayuda. Entre las mujeres que sí la buscan, se constata que la mayoría acude a familiares y amistades y que muy pocas recurren a instituciones formales, como la policía o los servicios de salud. Menos del 10 por ciento de quienes buscan ayuda acuden a la policía y esto responde a una decisión netamente práctica: ¿acaso vamos a ir a hablar en donde no somos escuchadas?
La “cultura de la violación” no es un significante vacío, sino que tiene diversos propósitos y es perpetrada las principales instituciones de la sociedad, entre las que se destacan la religión, la lengua y, por supuesto, los medios de comunicación y la Justicia. Se materializa a través de acciones que tienen que ver, principalmente, con minimizar el problema, culpar a la víctima, brindarle al agresor salidas y protección legales y simbólicas mientras, por el otro lado, el estado de consciencia o inconsciencia de la víctima exime de parte de la responsabilidad al violador. Después de todo, la "conducta" de la mujer que no deja de ser la de ejercer, en un Estado de derecho, su libertad.
El malentendido sobre la naturaleza de la violencia sexual da lugar a juicios de valor en diversos canales que pueden contribuir a que aumente el sentimiento de culpa y vergüenza de las víctimas. Si nos culpan de lo que nos pasa, ¿qué ganas tendríamos de hablar sobre el tema? Hay muchas razones por las que alguien demora en hacer la denuncia o nunca la hace, como muestran los testimonios publicados en Twitter, pero pocos -por no decir nadie que detente el poder- toman a ese fenómeno como uno de los elementos ontológicos del crimen sexual.
La violación es un acto de tortura
La violación, en el sentido específico de acceso ilegítimo a un cuerpo, no es un acto que tenga que ver propiamente con el ejercicio de la sexualidad, sino con el abuso de poder, con la imposición, con la fuerza. Para la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la violencia sexual es un acto de tortura, nada tiene que ver con el sexo sino con someter a alguien a quien se considera un objeto.
Un juez calificó como “desahogo sexual” a una violación grupal a una menor de edad en Chubut y, a casi diez años, los violadores no son declarados culpables. Lo sexual no deja de ser una ficción: una máscara ideológica que se otorga al violador y a las instituciones cómplices para ejercer el poder de violentar y garantizar que se perpetúe.
Es decir, el sexo funciona como una pantalla narrativa o un palitativo perverso para opacar y diluir el sufrimiento de la víctima y, asimismo, relativizar la responsabilidad del agresor detrás del eufemismo, que definen como biológico, de una supuesta animalidad que no puede ser ni evitada ni frenada (¿cuántas veces leímos que la violación se dio en manada y no en grupo?)
“Después de que me violaran, solo supe que era algo que había pasado. Me prometí a mí misma que no lo pensaría, que no le daría importancia, y así no existiría. Solo fui consciente a través de mi reacción, de mi rabia, hacia la violación de una amiga. Me di cuenta de que era igual de grave en su caso que en el mío. Fue por sororidad, pero también por un proceso natural. Un sistema de protección del cerebro humano”, relata la escritora y cineasta Virginie Despentes en diálogo con un medio español.
“(La violación) No existe si no le prestas atención, ¿no? Todo eso cambia cuando ocurre a tu lado y lo ves desde fuera. Cuando le pasa a una amiga”, agrega.
Y no, las palabras de la francesa no son casuales, es la lectura, en otro tiempo y en otro lugar del mundo, de un fenómeno que no cesa: policías, fiscales, jueces, periodistas y funcionarios continúan culpando a las víctimas por haber estado alcoholizadas, por estar vestidas como se les dio la gana, por hacer uso del espacio público en determinados horarios o por no haberse defendido. Y empeora: Higui está presa por haber intentado defenderse de una violación grupal.
En Argentina, según la Ley 26.4851, la violencia sexual es reconocida como un tipo específico de violencia contra las mujeres, definiéndola como “cualquier acción que implique la vulneración en todas sus formas, con o sin acceso genital, del derecho de la mujer de decidir voluntariamente acerca de su vida sexual o reproductiva a través de amenazas, coerción, uso de la fuerza o intimidación, incluyendo la violación dentro del matrimonio o de otras relaciones vinculares o de parentesco, exista o no convivencia, así como la prostitución forzada, explotación, esclavitud, acoso, abuso sexual y trata de mujeres”.
El aval de los medios de comunicación
Distintas subjetividades fueron emergiendo con la construcción narrativa del caso de Palermo vinculadas a la cultura de la violación que permea la sociedad y al ejercicio de lo que la politóloga e investigadora vasca Nerea Barjola denominó en 2018 microfísica sexista del poder siguiendo de cerca los pasos de Michel Foucault.
La propia intelectual salía de su casa, a los 12 años, con una navajita para evitar que la ataquen como lo hicieron con tres niñas en Alcàsser, víctimas de tortura sexual (y femicidio) en manos de Antonio Anglès, porque las imágenes y detalles espeluznantes del hecho no dejaron de circular en la tv local en 1993.
Los distintos discursos mediáticos a partir de la violación grupal en la Ciudad de Buenos Aires, a plena luz del día, no dejan de reproducir una ideología que abunda en estereotipos e imaginarios heteropatriarcales y violentos. Los relatos, al igual que tantos otros sobre tantas otras violaciones anteriores en nuestro país, ponen el foco en la víctima, la sobreviviente, la denunciante -vale recordar la cuestionable exposición de Flavio Azzaro-, en lugar de centrarse en los hechos y en los agresores o en contextualizar y dar cuenta de otros casos de sentencias o juicios por abuso sexual que no derivaron en una resolución justa.
“Vivimos bajo campañas constantes de terror sexual. Con estos crímenes está la idea de que no deberíamos haber estado ahí: nos resitúan para poner el cuerpo y la vida de las mujeres en el lugar correcto del patriarcado. Siempre digo que la violencia sexual es una dinámica que no sería posible sin un fuerte sistema punitivo social. La represión es el peligro sexual que conforman todas las narrativas”, define Nerea Barjola en una entrevista para El País.
Son discursos -en este hemisferio o en el otro- que se dirigen sin reparos hacia la estigmatización y revictimización hasta reforzar el estado de desigualdad existente entre la forma de juzgar a las mujeres y a los hombres.
El problema de la supervivencia
Despentes en Teoría King Kong busca plasmar todas las líneas, que pueden entrar en menos de 300 páginas, que envuelven un caso de este tipo: “Una mujer que respeta su dignidad hubiera preferido que la mataran. Mi supervivencia, en sí misma, es una prueba que habla contra mí. El hecho de tener más miedo a la posibilidad de que te maten que a quedar traumatizada por los golpes de pelvis de tres cabrones […] Porque es necesario quedar traumatizada después de una violación, hay una serie de marcas visibles que deben ser respetadas: tener miedo a los hombres, a la noche, a la autonomía, que no te gusten ni el sexo ni las bromas”.
“Una empresa política ancestral enseña a las mujeres a no defenderse. Como siempre, doble obligación: hacernos saber que no hay nada tan grave, y al mismo tiempo, que no debemos defendernos ni vengarnos. Sufrir y no poder hacer nada más”, insiste la francesa porque en “el primer mundo”, o en el nuestro, las violaciones no tienen ni fecha de inicio en la Historia ni fecha de caducidad.
Es cierto que las sobrevivientes de violaciones y agresiones sexuales que denuncian lo ocurrido de forma inmediata podrían tener más chances de ser sometidas a un examen médico forense, pero estos exámenes físicos tampoco significan necesariamente que el agresor sea atrapado o condenado.
En el libro Serial Survivors, la criminóloga Jan Jordan, de la Universidad de Wellington, en Nueva Zelanda, describe la variedad de técnicas utilizadas por 15 mujeres que fueron agredidas sexualmente por el mismo hombre: algunas trataron de hablar con él, otras pelearon, otras trataron de alejarse mentalmente de la situación, un proceso que los psicólogos llaman "disociación".
En la misma línea, otro estudio que examinó 274 informes policiales de Estados Unidos encontró que solo el 22% de las sobrevivientes se resistía a la violación peleando y gritando, sin tener en cuenta la posibilidad de ser heridas o, incluso, asesinadas por el violador. La mayoría (56%) trató de suplicarle al perpetrador, mientras que otras reportan haberse "quedado heladas por el miedo".
Es importante reconocer que las personas no pueden controlar sus respuestas en estas situaciones. Un estudio sueco sobre 298 mujeres que visitaron una clínica de emergencia por violación dentro del mes en que habían sufrido la agresión indicó que el 70% reportó inmovilidad tónica significativa, y un 48% reportó inmovilidad tónica extrema durante el episodio.
La directora de la organización Equis Justicia (México), Ana Pecova, considera que incluso con una denuncia las posibilidades que el caso llegue a un tribunal son muy bajas en uno de los países cuyos índices de violencia machista son uno de los más altos en Latinoamérica. “En violaciones, solo en el 11% de los casos se abre una carpeta de investigación y de esto, solo el 2.4% resulta en alguna sentencia”, afirma.
Romper el silencio como única alternativa ante los abusos sexuales
La periodista Mariana Carbajal publicó Yo te creo Hermana, un libro en el que recopila los relatos en primera persona de decenas de mujeres a lo largo y lo ancho de la Argentina “para registrar sus relatos de violencias –las más crudas—y también otras, menos nombradas, más naturalizadas, historias de discriminaciones por encarnar una identidad femenina, y micromachismos en los ámbitos más diversos”.
El hecho de poder hablar, comparte la autora en Infobae, “les resulta una forma de reparación, que haya registro de lo que les pasó, porque encontraron impunidad en la Justicia o nunca antes se habían animado a contarlo”. En esa línea, Carbajal reconoce que el libro tendría que haber sido infinito “porque las violencias, física, sexual, doméstica, obstétrica, simbólica, lo son”.
La frustración y el agotamiento se acumulan por un sistema de justicia que, en su mayoría, no da respuestas más que las patriarcales porque, incluso con una denuncia, las posibilidades de que el caso llegue a un tribunal son muy bajas y, más aún, la condena penal de un culpable. La condena social atraviesa todo tipo de altibajos que suelen terminar por apuntar a la víctima y es ahí cuando solo nos resta poner un hombro y después el otro para ver que, al menos, entre nosotras no estamos solas.
Porque la igualdad o, aunque sea, la erradicación de la violencia machista, no dejan de ser esperanzas que, a medida que pasa el tiempo y el status quo se mantiene como está, se convierten en todo lo contrario porque lo que se desea (justicia) no se presenta como alcanzable.