Aristóteles y Newton creían en un tiempo absoluto que podía medirse sin ambigüedad. Einstein introdujo la idea de que el espacio y el tiempo están entretejidos en una única entidad llamada “espacio-tiempo”, que puede ser deformada o curvada por la gravedad. Borges imaginó “una red creciente de tiempos paralelos, divergentes y convergentes”. Juan Martín Maldacena postuló que sería posible viajar en el tiempo, pero solo hacia el futuro. Para un astronauta que, a la distancia, viera colapsarse una estrella en un agujero negro, el tiempo se haría eterno…
Para la filosofía, la cultura, el arte y la ciencia, la definición del tiempo es cambiante. Sin embargo, nuestra civilización es posible en gran parte gracias a que la humanidad aprendió a medirlo con una precisión que desconcierta. Primero, basándose en los movimientos de los astros, después con instrumentos como los relojes de sol, de agua y de arena, más adelante con los péndulos y relojes mecánicos y, desde mediados del siglo pasado, con relojes atómicos cada vez más exactos. En lugar de depender de los astros o de los movimientos de la Tierra, estos se basan en la “frecuencia de resonancia atómica”. El primero, de 1949, era menos puntual que el de cuarzo, pero los actuales, que utilizan átomos de cesio, cuentan 9.192.631.770 “vibraciones” por cada "tic” y cada “tac". Es decir, que pueden atrasarse o adelantarse casi una mil millonésima parte de un segundo por día.
Pero a pesar de semejante exactitud, el 21 de este mes el comité directivo del Bureau Internacional de Pesos y Medidas (BIPM), con sede en París, iniciará una redefinición del segundo, la unidad fundamental del tiempo. Para esa fecha delinearán una hoja de ruta que culminará en la aprobación final de la nueva definición en 2030.
Aunque los cambios que se introduzcan no lo harán ni más largo ni más corto, permitirán medirlo con una certeza incluso mayor que la actual.
Reducir la incertidumbre
“Siempre se buscan definiciones que se puedan ‘realizar’ experimentalmente con menor incertidumbre –explica Héctor Laiz, gerente de Metrología y Calidad del INTI y uno de los 18 integrantes del Comité Internacional de Pesos y Medidas–. No es un cambio conceptual, como cuando el kilogramo dejó de ser un artefacto [un cilindro de platino e iridio que se guardaba bajo tres llaves en una bóveda subterránea del BIPM] y pasó a estar definido en función de la constante de Planck (h: relaciona la energía de un fotón con la frecuencia de su onda electromagnética; se mide en kilogramos por metro al cuadrado sobre segundo]”.
Pero mientras hoy el segundo se mide por la transición del átomo de cesio, se prevé empezar a utilizar otro elemento. “Todavía no se decidió cuál va a ser, pero los que están en carrera son el iterbio, el estroncio y otros iones que tienen transiciones a frecuencias mucho más altas y en el rango óptico –explica Laiz–. Eso permite ‘realizar’ experimentalmente esa definición con menor incertidumbre”.
Cuando un átomo es excitado con una radiación electromagnética o tiene un cambio en los niveles energéticos de los electrones, se dice que tiene una transición, emite energía en forma de radiación electromagnética. Esa radiación electromagnética tiene una frecuencia que es característica y siempre la misma. En el caso del cesio 133, que fue consagrado en 1967 como el patrón de medida del segundo, esa transición entre dos niveles hiperfinos en reposo es 9.192.631.770 Hz. Los relojes ópticos usan transiciones 100.000 veces más altas.
Los metrólogos están siempre en busca de mayor exactitud de su sistema de medidas, que no solo regula el comercio mundial sino que es indispensable para el desarrollo de herramientas y procesos industriales, para las comunicaciones globales y, en este caso, hasta para probar teorías fundamentales de la ciencia.
En 2018, se aprobaron nuevas definiciones para el kilogramo (unidad de masa), el ampere (unidad de electricidad), el Kelvin (temperatura) y el mol (unidad de materia). Todas ellas, a excepción del mol, dependen del segundo. El metro es la distancia que recorre la luz en el vacío durante un doscientos noventa y nueve mil, setecientos noventa y dos mil, cuatrocientos cincuenta y ochoavo de segundo. El ampere está definido en función de la carga del electrón, que se mide en coulomb (unidad de carga eléctrica) por segundo; el kilogramo en función de la constante de Planck, que es joule (unidad de energía) por segundo… El segundo es el rey del sistema de medidas y es la unidad que se mide con mayor exactitud.
Peine de frecuencias
Eso se logrará con los relojes ópticos, que aunque vienen desarrollándose desde hace 15 años, solo poseen un puñado de países. “Serán importantes en geodesia y para verificar teorías fundamentales de la naturaleza –comenta Laiz–. Con semejante exactitud, son sensibles al potencial gravitatorio: sensan la diferencia que existe entre estar arriba de una mesa o en el suelo, pueden detectar diferencias en espacios de un metro. También se podrá verificar, por ejemplo, si la velocidad de la luz era la misma poco después del Big Bang que ahora y tienen aplicaciones tecnológicas, como mejorar la precisión de los sistema de posicionamiento. Pueden logran una exactitud de una parte en diez a la 19 (un uno seguido de 19 ceros)”.
Junto con investigadores del Instituto de Investigaciones Científicas y Técnicas para la Defensa (Citedef) y del Laboratorio de Iones y Átomos Fríos de la Facultad de Ciencias Exactas (LIAF), el INTI participa en un proyecto interinstitucional que sentará las bases para construir uno de ellos en el país.
Una de las tecnologías necesarias para lograrlo es un “peine de frecuencias” (frequency comb"), montado en una pieza sin ventanas y sobre una mesa a prueba de vibraciones: “Es un experimento que relaciona el segundo con el metro –explica Laiz–, vincula señales de tiempo que están en el rango visible con señales de radiación electromagnética en el rango de las microondas, como es el cesio”.
“Una de todas las responsabilidades que tiene el INTI es la de mantener los patrones nacionales de medida. Entre esas magnitudes están las de tiempo y de frecuencia –explica el físico Diego Luna–. Los relojes de cesio que tenemos en otro laboratorio nos proveen una frecuencia patrón que es de 10 megahertz. Pero otro requerimiento es la calibración de frecuencias en el rango óptico, que son muchos órdenes de magnitud mayores. Entonces, si uno quiere calibrar una frecuencia tan alta a partir de una frecuencia tan baja, tiene un problema. Es como si intentara medir la distancia que hay de Buenos Aires a Mar del Plata con una regla de 20 centímetros: la incertidumbre crecería de forma tal que el experimento no serviría. Para resolver ese problema, se usa este peine de frecuencias, cuyos creadores recibieron el Premio Nobel en 2005”.
A partir de un láser, se generan pulsos ultra cortos de muy alta intensidad que ingresan en una fibra microestructurada y dan lugar a todo un espectro de luz visible, donde cada una de las componentes es conocida y puede ser determinada según la frecuencia del reloj de 10 MHz. “Todo ese espectro visible, nosotros lo conocemos a partir de la referencia de nuestro patrón; entonces podemos usarlo para calibrar láseres. Con esta herramienta, se pasa de la unidad de tiempo a una de longitud. Luego, a través de una fibra óptica, tomamos una porción de este arco iris y la enviamos a otro laboratorio donde se calibran los láseres que se usan para determinar longitudes en la industria, por ejemplo”, detalla Luna.
“Lo importante es que con el peine de frecuencias nosotros tenemos todos los láseres en uno solo –agrega Fernando Yapur, casi físico: le faltan tres materias para recibirse–. O sea, tenemos todas las longitudes de onda que van desde el infrarrojo hasta el verde, por lo que podemos calibrar cualquier láser, ya sea en el rango del verde, del rojo o del infrarrojo”.
Y concluye la también física Karina Bastida, responsable del área de Óptica del INTI: “Pocos institutos de metrología de la región tienen este tipo de experimentos; en América, solo México, Brasil, Estados Unidos y Canadá. Si el país no contara con este equipo, habría que ir con los láseres periódicamente a calibrarlos al exterior, y cuando uno los lleva de un lugar al otro no puede asegurar que no haya problemas en el camino. Nuestros principales usuarios son laboratorios de calibración, institutos de metrología de países de América Latina y compañías argentinas, sobre todo de la industria automotriz o metalmecánica”.
Los próximos pasos
A futuro, los investigadores esperan poder hacer todo esto a distancia. “La idea es desarrollar una suerte de ‘anillo óptico’ para que, por ejemplo, si en la universidad necesitan un láser verde estabilizado, nosotros le podamos llevar luz de calidad a través de una fibra óptica”, detalla Yapu.
Para llegar a desarrollar un reloj atómico de la próxima generación (óptico), se requiere “atrapar” átomos individuales, una hazaña experimental que solo son capaces de realizar algunas decenas de laboratorios en el mundo, y que lograron Christian Schmiegelow y su equipo del LIAF, ubicado en el Pabellón I de Ciudad Universitaria.
“Es un camino largo –concede el investigador–. Hoy estos relojes ópticos no se venden comercialmente. Nosotros estamos al borde de dominar casi todas las tecnologías indispensables para desarrollarlos. En el país hay equipos que saben hacer todas las partes, cada una de las cuales resume desarrollos en física y óptica cuántica de los últimos 30 años. Nuestro proyecto de acá a dos o tres años es demostrar que podemos hacerlo”.
Según explica el científico, hay dos tecnologías en danza; para ambas es necesario controlar la materia de forma exquisita. Se puede hacer un reloj con muchos átomos atrapados en unas “trampas” o “redes ópticas”, o con iones (átomos cargados eléctricamente). “Cada una tiene cosas buenas y malas –explica–. Y tal vez no se opte por un único átomo como referencia, sino por varios”.
Los átomos se obtienen de metales de transición (lantánidos, los ubicados en la última parte de la tabla periódica). Están presentes en tierras raras y se separan por métodos químicos. “En general, lo que hacemos es comprar dos o tres gramos, poner una piedrita adentro de la cámara de vacío y arriba de un crisol (un hornito) –describe Schmiegelow–. La muestra se calienta y eso hace que salga una nube de vapor de esos átomos, que uno después enfría y confina para hacer los experimentos. El ‘chiste’ es enfriarlos mucho para que su movimiento no cambie la frecuencia de oscilación”.
Y concluye: “Reunir e interconectar todas las tecnologías para que funcionen juntas en un reloj exigirá tiempo, energía y dinero. No vamos a tenerlo de acá a dos o tres años, pero sí esperamos demostrar que todos los elementos fundamentales son tecnologías que manejamos. Tenemos que convencer a nuestras autoridades, a nuestros colegas y al sistema científico-productivo que contamos con la capacidad tecnológica y, más que nada, con los recursos humanos, que siempre son la clave”.