El 25 de abril de 1953, hace 70 años, se publicó en Nature el trabajo en el que James Watson y Francis Crick, un par de investigadores de la Universidad de Cambridge, Reino Unido, presentaron por primera vez un modelo detallado de la estructura del ADN. En el mismo número de la revista se publicaba otro con contribuciones de la cristalógrafa Rosalind Franklin, y su estudiante, Ryan Gosling, y otro de Maurice Wilkins, que trabajó con ella en el King’s College London.
El hallazgo fue la culminación de la trama de intriga, disputa de egos y discriminación de género con los que se escribió uno de los capítulos más atrapantes de la historia de la ciencia.
El 28 de febrero de ese año, Crick (físico, que en ese momento tenía 35 años), había salido corriendo de su laboratorio en el Instituto Cavendish, de la encantadora ciudad campestre que alberga a una de las universidades más antiguas y destacadas del mundo, para anunciarles a los parroquianos que tomaban algunas pintas de cerveza en el hoy legendario pub (The Eagle, fundado en 1667) que junto con su colega (Watson, un ornitólogo de 23) habían descubierto "el secreto de la vida”. Se referían a la estructura de doble hélice del ácido desoxirribonucleico o ADN, el código genético que contiene las instrucciones para formar cualquier organismo.
Watson, Crick y Wilkins recibieron el Nobel por sus hallazgos en 1962. Franklin, la única mujer del grupo y una figura protagónica cuyo rol fue subvalorado en el relato oficial, había muerto en 1958 (a los 37 años) de cáncer de ovario con metástasis generalizadas, probablemente por sus largas jornadas de exposición a los rayos X, y no fue incluida ni siquiera en los agradecimientos.
Durante décadas se la consideró víctima de intrigas y trampas, y su contribución pareció haber sido meramente instrumental: la obtención de una imagen sorprendentemente nítida que le habría dado la clave al dúo de Cavendish, que la habría sustraído de su escritorio sin permiso. Pero nuevas evidencias descubiertas por los historiadores de la ciencia Matthew Cobb y Nathaniel Comfort, que las dan a conocer en Nature (doi: https://doi.org/10.1038/d41586-023-01313-5 ), refutan esta interpretación, y sugieren que Franklin no consideraba que sus hallazgos fueran confidenciales y que intuyó perfectamente la trascendencia de sus datos, por lo que su contribución debe considerarse en pie de igualdad con la de Watson y Crick.
A lo largo de todos estos años, la biógrafa Brenda Maddox (en The dark lady of DNA o La dama oscura del ADN, Harper Collins, 2002) y, entre otros, dos libros maravillosos (Sabias. La cara oculta de la ciencia, de Adela Muñoz Páez, y El gen, de Siddhartha Mukherjee, ambos editados por Debate) la habían considerado engañada por sus colegas e incapaz de interpretar sus propios resultados. Cobb y Comfort, que están escribiendo las biografías de Crick y Watson, respectivamente, visitaron el año pasado el archivo que guarda las pertenencias de Franklin en Cambridge, y encontraron una carta y un artículo periodístico que cuentan otra historia.
Franklin, "una científica independiente en un mundo dominado por hombres", como la describe Muñoz Páez, era una cristalógrafa de primer orden y a lo largo de dos años había tomado las imágenes más nítidas de la estructura del ADN. Más tarde, el célebre fundador de la sociología de la ciencia, John Bernal (también cristalógrafo), las consideró como "las fotografías de rayos X más hermosas jamás obtenidas de cualquier sustancia".
La controversia surgió particularmente en torno de una de ellas, la conocida como “Foto 51”. De acuerdo con la versión de Mukherjee, a fines de febrero, en una visita a Londres Watson había aprovechado para pasar por el departamento de Franklin, que no era precisamente una persona amistosa con sus colegas. Al salir, se juntó con Wilkins y ambos se quejaron de las formas de la investigadora. Éste le comentó a aquél sobre unas nuevas fotografías de Franklin y Gosling, tan asombrosamente claras que "el esqueleto mismo de la estructura casi saltaba a la vista”. Y a continuación, se dirigió a la habitación contigua, sacó la foto de un cajón y se la mostró. "La imagen lo golpeó con la fuerza de una revelación", cuenta Maddox. Algo similar había confesado el propio Watson en su libro La doble hélice. Un relato autobiográfico sobre el descubrimiento del ADN (Alianza Editorial).
Para colmo, ya había habido otras “filtraciones” no autorizadas. Unos meses antes, se había constituido un comité revisor del Medical Research Council (MRC) ante el cual Wilkins y Franklin habían presentado informes detallados de sus mediciones, y una copia le había llegado a Watson y Crick sin que Rosalind se enterara.
A medida que investigadores comenzaron a hurgar en la historia, Franklin se convirtió en uno de los íconos de la postergación de la mujer en la ciencia. Por otro lado, la memoria colectiva redujo su contribución a un puñado de trazos gruesos. La interpretación de Cobb y Comfort es diferente: ellos sostienen, como lo describía en su artículo para TIME que nunca llegó a publicarse una periodista de la época llamada Joan Bruce, que Watson y Crick hicieron el trabajo teórico, y Wilkins y Franklin, el experimental, pero que fue el intercambio entre ambos equipos el que finalmente llevó a resolver el misterio.
Según estos autores, ella había intuido la estructura helicoidal de la molécula, aunque luego Watson y Crick se le adelantaron. También subrayan que se hizo una especie de fetiche de la “Foto 51”, “un emblema de sus logros y del maltrato” al que fue sometida, pero que era imposible deducir una estructura precisa de una única imagen. Es más, afirman, “varias líneas de evidencia muestran que desempeñó un papel pequeño, si es que tuvo alguno, en el avance de Watson y Crick hacia la estructura correcta. De hecho, fueron otros datos de Franklin y Wilkins los que resultaron cruciales, y lo que realmente sucedió fue menos malicioso de lo que se supone (…) Convertir ese momento en el clímax de La doble hélice fue un truco literario: un momento ‘eureka’ clásico, fácil de entender para los lectores legos”.
También agregan que una carta que descubrieron de una investigadora del King’s College, Pauline Cowan, escrita en enero de 1953, invita a Crick a una charla de Franklin y Gosling y sugiere que la propia Franklin suponía que sus hallazgos podían ser compartidos con Crick como parte del normal intercambio científico.
“Al final –escriben Cobb y Comfort–, ni la ‘Foto 51’ ni el informe del Medical Research Council (MRC) le ‘dieron’ a Watson y Crick la clave de la doble hélice (…) [Durante las últimas seis semanas] los datos de Franklin y las conversaciones entre Watson, Crick y Wilkins les ofrecieron pequeñas piezas de información clave (…) Una vez que dieron con el modelo conceptual de su estructura, el informe del MRC los ayudó a chequearlo”.
En un trabajo posterior que se publicó en 1954, Crick y Watson reconocieron que, sin los datos de Franklin, “la formulación de su estructura hubiera sido improbable o directamente imposible”.
“Además de mostrar que el dúo de Cambridge trató de hacer lo correcto, esto respalda nuestra afirmación de que Franklin fue una protagonista igualitaria del grupo de cuatro científicos que trabajaron en la estructura del ADN. Sus colegas la reconocieron como tal, aunque ese reconocimiento fue tardío y modesto”, agregan.
Ya en 2020, cuando se cumplió el centenario de su nacimiento, Nature le dedicó un editorial a Rosalind Franklin. La reconoció como una de las científicas más gravitantes del siglo XX y subrayó que sus contribuciones habían excedido en mucho su papel catalizador en el descubrimiento de la estructura del ADN.
"Fue una incansable investigadora de los secretos de la naturaleza –afirma allí– (…) Realizó avances en la ciencia del carbón y se convirtió en experta en el estudio de virus que causan enfermedades en plantas y seres humanos. En esencia, es gracias a Franklin, sus colaboradores y sucesores, que los científicos de hoy pueden utilizar herramientas como la secuenciación de ADN y la cristalografía de rayos X para estudiar virus tales como el SARS-CoV-2".
Durante su doctorado, en los años cuarenta, Franklin ayudó a determinar la densidad, estructura y composición del carbón, que en esos tiempos se usaba para calefaccionar hogares y como combustible en las industrias. Quería dilucidar su porosidad para entender cómo producir una combustión más eficiente, e indirectamente ayudó a diseñar las máscaras que en la Segunda Guerra Mundial contenían filtros de ese material para protegerse del gas tóxico.
Del carbón, pasó al estudio de los virus. Durante la primera mitad de la década de 1950, aplicó sus habilidades a la determinación de la estructura del material genético en el virus del mosaico del tabaco. Después pasó a la papa, el tomate, el nabo y la arveja. En 1957, después de haber recibido un diagnóstico de cáncer de ovario, empezó a estudiar el virus de la polio. Murió un año más tarde. Sus colaboradores, Aaron Klug y John Finch publicaron la estructura del virus de la polio al año siguiente y le dedicaron el trabajo a su memoria. En 1982, Klug también recibiría el Nobel, esta vez por sus estudios sobre la estructura de los virus.
Tal como afirma en un comunicado de la Agencia CyTA-Leloir Vanesa Gottifredi, jefa del Laboratorio Ciclo Celular y Estabilidad Genómica del Instituto Leloir, el hallazgo de la estructura tridimensional del ácido desoxirribonucleico (ADN) permitió ver cómo era la molécula. “Si yo le digo a alguien que intente algo con una ‘zamanna’ y esa persona no comprende de qué se trata, no va a saber qué hacer. Ahora, si yo vuelvo a mezclar esas letras y le digo que es una manzana, va a entender que la puede cocinar, comer, pelar… –explica–. Eso fue recibir la información de la estructura del ADN (…) Entendimos el proceso de replicación, y a partir de ahí pudimos comprender cómo cortarlo, cómo remendarlo y descubrir cómo funcionan los genes. Y llegamos a la genética actual, con la posibilidad de modificar plantas y células, a la medicina forense y la posibilidad de determinar filiaciones, algo que fue fundamental para la historia argentina”. Y agrega: “El haber visto el ADN nos llevó a poder entender qué es un gen, y eso fue un descubrimiento relevante no sólo para la biología y la medicina; también fue clave para la historia de la humanidad”.