Los gerontólogos suelen lamentar que la medicina fue muy exitosa en agregar años a la vida, pero no vida a los años. Se estima que cada tres segundos se suma en el mundo un nuevo caso de demencia. Para 2050, pronostican, esta patología que les roba a los individuos sus recuerdos, su conexión con otros, en suma, su identidad, afectará a 150 millones de personas. Y aunque el cerebro se considera la próxima frontera de la ciencia, y se lanzaron proyectos multimillonarios en Europa y los Estados Unidos para explorarlo, esos conocimientos pocas veces se traducen en políticas públicas.
“Todavía sabemos poco, pero algunos de los conocimientos que desarrollamos en el laboratorio pueden tener impacto en la vida real”, reconoce Agustín Ibañez, neurocientífico argentino que ahora dirige el Instituto Latinamericano de Salud Cerebral de la Universidad Adolfo Ibáñez, y es líder de grupo de Predictive Brain Health Modeling del Global Brain Health Institute (GBHI, instituto de la Universidad de California en San Francisco (UCSF), dedicado a promover la salud cerebral y disminuir el impacto de la demencia).
Ibañez y un grupo de colegas está dictando un curso en la Universidad de San Andrés que intenta precisamente eso: estimular el diálogo transdisciplinario, formar recursos humanos y promover la toma de conciencia sobre la importancia que tiene la salud cerebral tanto desde el punto de vista individual, como social y económico.
Es la tarea que se propuso Harris Eyre, también miembro del GBHI, médico, neurocientífico y figura de referencia en el tema y que está impulsando la estrategia de poner el capital cerebral en el centro de la política. En esta línea, respaldado por el MIT, la OCDE (dentro de cuyo marco codirige la Iniciativa de Políticas Inspiradas en la Neurociencia), el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC, según sus siglas en inglés) y otras organizaciones globales, propuso la creación de un “consejo de capital cerebral” en la Casa Blanca en los Estados Unidos.
Su meta es ambiciosa: nada menos que reimaginar la sociedad en torno de nuestro cerebro.“Tenemos que darnos cuenta de que tenemos enormes desafíos, desde el stress al Covid, la depresión, el Alzheimer, la desinformación, las malas noticias, la contaminación del aire –afirma–… Sin embargo, los políticos no piensan acerca del cerebro de la misma forma en que lo hacen sobre la economía. Lo ven como algo secundario, del mismo modo en que solían hacerlo acerca del clima. Nosotros consideramos que nuestro capital cerebral es un nuevo bien económico, que incluye tanto la salud como las capacidades cognitivas. Y proponemos poner el capital cerebral en el centro de la economía. Se trata de repensar el mundo”.
Dominic Campbell emplea el arte y la creatividad para descubrir cómo podemos florecer en la edad avanzada, cómo vivir mejor por más tiempo. También integrante del GBHI y docente de este curso, es cofundador en Irlanda de Creative Aging International (CAI), una organización que promueve la preservación del capital cerebral a través del arte y la creatividad.
“Todas las rutas nos llevan al cerebro, tanto en lo que tiene que ver con el desarrollo temprano como con el envejecimiento –señala–. Ya lo dijo Gene Cohen, que hizo el mayor estudio longitudinal acerca de este tema: el arte es como chocolate para el cerebro. El arte consiste en crear cosas nuevas: pinturas, danza, música. Y cada vez que uno hace eso está formando nuevas conexiones, está jugando con la neuroplasticidad. Y esto ocurre a lo largo de toda la vida, tanto si uno tiene la fortuna de gozar de una existencia rica y extensa, como si en algún punto desarrolla una enfermedad degenerativa. El arte es magnífica para esas personas porque las ayuda a hacer nuevas conexiones. Y a veces permite compensar la neurodegeneración, expresarse y mantener la conexión con otros”.
Para explorar la contribución del arte a la salud cerebral, Campbell creó la “Semana del Cerebro Creativo”, un evento que reúne en Irlanda a expertos de todo el mundo que trabajan en neurociencia y creatividad.
El Global Brain Health Institute es un enorme centro que tiene sedes en la Universidad de California en San Francisco y en el Trinity College, de Dublin, Irlanda. Su misión es empoderar a líderes emergentes en salud cerebral, desde el arte a la medicina, la economía y la política, con un enfoque transdisciplinario. “No se centran en la investigación, en los papers. Quieren tener un impacto en el mundo real. Cuando descubrí eso me ‘voló la cabeza’ –dice Ibañez–. Me di cuenta de la importancia de este tipo de enfoque. Pero a San Francisco y a Dublin solo van treinta personas por año. Así que me puse a trabajar para crear estos cursos. El que estamos dando fue posible gracias al Banco Interamericano de Desarrollo y al Ministerio de Educación de la Argentina. La idea fue traer a expertos realmente destacados, con esta visión holística de la salud cerebral, y ofrecer herramientas, experiencia. Recibimos alrededor de 500 postulaciones y seleccionamos unas 60”.
La idea es “situar” los problemas. ¿Cuáles son los factores de riesgo para la región? ¿Cuáles, las trabas? ¿Cómo se llega a los tomadores de decisión en América latina?
Ibañez llegó al GBHI hace algunos años gracias a una beca. “Ahí me di cuenta de dos cosas. Primero, que en este tema el enfoque interdisciplinario es fundamental –cuenta el investigador–. Me mostró lo ciego que era a todo lo que está afuera del laboratorio. Pero además me hizo ver que hay muy buenas iniciativas para conectar el trabajo científico con la ‘vida real’. También me di cuenta de que esto solamente estaba disponible para un grupo selecto de personas, las que tienen una formación de excelencia y pueden postular a una beca. Trabajar durante unos meses en San Francisco les muestra que hay mucho por hacer, pero después vuelven a sus países de origen y no tienen respaldo. Fue por eso que me planteé crear un nodo regional para apoyar a investigadores latinoamericanos. Gracias a la intervención de Bruce Miller [director del Centro de Memoria y Envejecimiento de la UCSF], la Universidad Adolfo Ibáñez, de Chile, invirtió cuatro millones y medio de dólares para crear un centro sobre salud cerebral para América latina afiliado al GBHI donde se otorgarán cargos estables para 18 investigadores”.
Ibañez también dirige RedLat, un consorcio latinoamericano al que están asociados 13 centros y que cuenta con un presupuesto de 8,5 millones de dólares para investigación acerca de cómo la genética se entrelaza con los determinantes sociales, la pobreza, las desigualdades socioeconómicas, el envejecimiento y la demencia.
“En el fondo, tenemos una idea muy simplista, como si la demencia tuviera una sola causa, un único marcador, y que se diera de la misma forma en China, Pakistán, Europa o la Argentina. Y esto nos retrasó muchísimo –reconoce–. La hipótesis de [que es generada por] la proteína beta amiloide [que se acumula en el cerebro] se viene muriendo cada año. Una sola investigación requirió una línea de inversión gigantesca y ya sabemos que no anda. El último ensayo clínico, con anticuerpos monoclonales, duró nueve años, costó 150 millones de dólares y mostró que no tenían efecto. No hay UNA demencia, ni esta responde a UNA sola causa. Necesitamos entender en forma mucho más compleja este fenómeno, no simplificarlo, de la misma manera que tenemos que entender que un paciente con demencia en la India no es lo mismo que otro en los Estados Unidos o en Europa. Y esto también muestra en qué habría que invertir. Hoy, el tratamiento con un solo fármaco puede costar 50.000 dólares anuales y ofrece poco. Hay que pensar si con actividad física y estimulación cognitiva el efecto es mayor. Hasta las grandes compañías farmacéuticas se dieron cuenta de que tienen que apostar a la prevención”.
La idea es “situar” los problemas. ¿Cuáles son los factores de riesgo para la región? ¿Cuáles, las trabas? ¿Cómo se llega a los tomadores de decisión en América latina? La investigación de RedLat intenta mostrar que la genética se mantuvo muy separada de los determinantes sociales, cuando en realidad van de la mano. “Ahora tenemos un proyecto de epigenética (se llama de ‘social epigenomics’), para ver cómo el contexto (si estás solo, si te alimentas bien, si vivís hacinado) interactúa con los genes y puede influir en la manifestación de la enfermedad –precisa–. Pero también queremos salir de la investigación. Por eso, Dominic Campbell tiene un proyecto con Chile, para empezar a formar profesionales. Tendremos el primer doctorado en salud cerebral de América latina, que empieza el año que viene”.
Aunque nunca se hizo como parte de las políticas públicas, los investigadores consideran que el capital cerebral no solo puede preservarse, sino también incrementarse y proponen estrategias. “El cerebro es extremadamente plástico –explica Harris–. Antes creíamos que solo se modificaba en la niñez temprana, pero ahora sabemos que sigue siéndolo a lo largo de la vida, incluso en los adultos mayores. Podemos estimular la neurogénesis para poblar sus cerebros de neuronas y darles más funciones cognitivas. Y también tenemos que criticar el neoliberalismo, que alcanzó un punto de retornos decrecientes, está ‘quemando’ a la gente. De modo que tal vez necesitemos un neoliberalismo 2.0, una economía del cerebro. Queremos empezar a pensar no solo en el PBI, sino también acerca del capital cerebral, del capital humano. Estamos trabajando en esto con la OCDE”.
Según los especialistas, se trata de acercar la política y la neurociencia, hacer que intercambien ideas, sembrar nuevas narrativas en los tomadores de decisión.
Para Ibañez, el principal escollo en la Argentina y en América latina es que estas cuestiones no se resuelven en el corto plazo, sino que exigen planes de largo alcance. “Eso no ocurre en un año –destaca el neurocientífico–. Soy optimista acerca de las ciencias del comportamiento, creé la primera carrera del país sobre esta área de investigación, pero me di cuenta de que solo produce pequeños cambios, no transformaciones estructurales. Tenemos que empezar a pensar acerca de cómo generar cambios reales. Si queremos promover la salud cerebral tenemos que luchar contra la pobreza. De modo que el problema es cómo hacer inversiones sostenidas cuando hay tantas necesidades urgentes. Hay que discutir una visión más profunda: cómo podemos incidir en una mejor calidad del sueño, en el stress, en el abuso de sustancias… Esos son los desafíos claves. Lo que aprendimos sobre salud cerebral es que todo lo que le pasa al cerebro tiene su origen en otro lado: en la pobreza, en el contexto familiar, en la nutrición… La ciencia puede ayudar a crear conciencia, y generar evidencias para validar una línea de acción u otra. Pero no alcanza. El contexto social es mucho más importante”.
En esta visión optimista, la autoperpetuación de la pobreza podría quebrarse ofreciendo oportunidades, motivación, estimulación.
“Así como existe la pobreza material, también hay una ’pobreza de la imaginación’ –asegura Harris–, porque cuando uno no puede imaginar que algo puede ser diferente, nunca sucederá. Esto es lo apasionante: ir polinizando estas ideas en todo el mundo es como sembrar la posibilidad de la imaginación. Y tenemos que empezar con el cerebro, porque allí vive”.
Y concluye: “Son tiempos interesantes. Hay interés en muchos países por poner estas ideas en acción. Tal vez en 2040, dentro de solo 18 años, la plataforma del director general de las Naciones Unidas será desarrollar el capital cerebral”.