Contrariamente a lo que suele pensarse, la tuberculosis, el mal que aquejó a las hermanas Brontë, a Anton Chejov, a Chopin y a Paganini, por citar sólo algunas figuras legendarias, dista mucho de haber sido eliminado. En la Argentina, según los boletines epidemiológicos del programa nacional, después de un descenso continuado durante muchos años, desde 2013 los casos vienen en aumento. Y el último reporte de la OMS, recientemente dado a conocer advierte que entre los daños colaterales de la pandemia, por primera vez en más de una década creció la mortalidad debida a esta patología que hace un par de siglos se denominaba “la peste blanca”.
La tuberculosis continúa siendo uno de los grandes problemas de la salud pública, pero a pesar de que afecta a millones de personas en todo el planeta, pasa desapercibida por la comunidad, está ausente de los medios de comunicación y parte del equipo de salud no la tiene en cuenta como una posibilidad a la hora de hacer un diagnóstico.
Las metas de la Organización Mundial de la Salud para 2015 pedían reducir la prevalencia y mortalidad en un 50% con respecto a 1990 y llegar a menos de 10 casos anuales por cada 100.000 habitantes. Pero, a pesar de que la mayoría de las muertes por esta enfermedad son evitables, la realidad es bien diferente.
Se calcula que en 2019 (el último año del que se tienen registros), más de 10 millones de personas contrajeron tuberculosis en el mundo (5,6 millones de hombres, 3,2 millones de mujeres y 1,2 millones de niños); 12.499 de ellas, en la Argentina (en 2015 habían sido 10.700 y en 2018, 11305). El 17% de los casos se dieron en niños y adolescentes, y el 78%, en personas en edad reproductiva.
Más allá de las píldoras
“En las últimas décadas venía bajando, pero ahora estamos viendo una tendencia ascendente –dice el infectólogo José Barletta, docente de la cátedra de Enfermedades Infecciosas de la UBA y miembro de la Sociedad Argentina de Infectología–. Es una patología que tiene un componente social muy importante y está asociada con la pobreza, como la malaria. Existe tratamiento, pero es largo, dura entre seis meses y un año, y muchas veces es difícil sostenerlo, porque tiene efectos adversos significativos y requiere un seguimiento bastante estricto: al principio, controles cada dos semanas, después una vez por mes, y a veces hay que ir modificándolo”.
El especialista detalla que una persona de unos 70 kg debe tomar unos 14 comprimidos por día durante varias semanas para después ir disminuyéndolos. Pero dado que se presenta en los hogares con vulnerabilidades, más allá de los fármacos, se necesitan políticas de protección social. “No cualquiera se enferma de tuberculosis –explica Barletta–. Además de la exposición al patógeno, ésta avanza cuando la persona no está bien alimentada. Hay que atender problemas sociales; como que el día que el paciente va a buscar la medicación o a hacerse un control pueda viajar gratis”.
“Hay mucho abandono del tratamiento –coincide Domingo Palmero, del Hospital Muñiz–. Entre un 10 y un 20% de los pacientes tienen que suspenderlo por efectos adversos. Se sienten peor tomando los remedios que con un poco de tuberculosis, esa es la triste realidad. La riqueza no protege contra esta patología, pero buenas condiciones de vivienda, espacio adecuado, buena percepción de enfermedad reducen el riesgo… Para una familia que no sabe si mañana va a comer o un hombre que, si sale a trabajar, no está seguro de que volverá vivo, pensar en la tos es lo de menos. Por eso ataca tanto a los estratos socioeconómicos más bajos. Es terrible”.
Hasta la llegada de la Covid-19, la tuberculosis era la enfermedad infecciosa más mortal. La provoca la bacteria Mycobacterium tuberculosis, que se propaga cuando una persona contagiada expele gotitas con el bacilo. “En la Covid, lo que contagia es la microgota, y en la tuberculosis, el núcleo seco de esa partícula –destaca Palmero–. Cuando la persona habla, grita o estornuda, emite una cantidad enorme de estas gotitas. Mientras van cayendo, se secan, se deshidratan, y después cualquier corriente de aire las ‘recircula’ y quedan de nuevo flotando. O sea que en un lugar no ventilado, pueden permanecer un día”.
Y agrega: “La tuberculosis tiene dos millones de años en el planeta; es decir, que es muy anterior al Homo sapiens. Es una enfermedad de animales de sangre caliente que ‘explotó’ a partir de la revolución industrial, cuando la gente se hacinaba en las ciudades, en condiciones precarias, subalimentada y con exceso de trabajo”.
En Buenos Aires 1800-1830. Salud y delito, colección dirigida por César García Belsunce (librería L'Amateur, 1977) se afirma que, de acuerdo con una crónica de la época, la enfermedad más común era la “tisis”, "producida, como es de imaginarse, por enfriamientos repentinos" y las fiebres intestinales causadas por el agua del Río de la Plata. Según el registro estadístico de las causas de mortandad del Hospital de Hombres, entre 1824 y 1825, sobre un total de 680 muertos, 168 (23,52%) correspondieron a la tuberculosis, 91 (12,74%) a la fiebre tifoidea y 81 (11,34%) a las afecciones del aparato respiratorio.
Se estima que hasta un cuarto de la humanidad es portadora, pero solo un pequeño porcentaje desarrolla la patología: alrededor del 85% o más de los contagiados se curan con el tratamiento, pero es vital que se diagnostique lo antes posible y que se siga a rajatabla. Si está causada por alguna de las cepas resistentes a los antimicrobianos, no solo costará más curarla, sino también diagnosticarla, porque estas bacterias son más difíciles de cultivar en el laboratorio: se puede tardar uno o dos meses.
Desde 2005, los números iban en descenso. Pero en su reporte la OMS registró 5,6% más fallecimientos que en el año anterior (1,3 millones, una cifra equivalente a los datos de 2017). Y si se incluye a los fallecidos que además padecían VIH, más propensos a contraer la enfermedad, esa cifra asciende a 1,5 millones.
Daños colaterales de la pandemia
Otro dato negativo es que se detectaron menos casos nuevos (5,8 millones frente a 7,1 del informe anterior). Se lo atribuye a las interrupciones impuestas por la pandemia. En el contexto de los confinamientos y restricciones a la movilidad, los pacientes y personas potencialmente contagiadas dejaron de consultar o abandonaron los tratamientos. Según la OMS, 4,1 millones de individuos podrían haber adquirido tuberculosis, pero carecen de diagnóstico.
“Por la pandemia, en estos dos últimos años mucha gente no pudo acceder a los controles –subraya Barletta–. Los que trabajamos en el hospital público por ahí estamos más acostumbrados a verla y pensamos enseguida en la posibilidad; en la esfera privada no está tanto la alarma, el médico no la tiene tanto en la cabeza”.
Y agrega Palmero: “La pandemia fue un desastre para todo lo que no fuera Covid. Hubo problemas de notificación, de comunicación, falta de atención… Además, la gente permaneció encerrada en la casa. Todo eso resultó en un avance de las otras enfermedades”.
La dolencia se manifiesta por síntomas insidiosos, como tos, pérdida de peso, sudoración nocturna, nada que no pueda atribuirse a otros cuadros. Si no se la trata precozmente, deja secuelas pulmonares, lo que resultará en más problemas para trabajar y mayor vulnerabilidad a otras infecciones.
El Hospital Muñiz tiene un pabellón destinado al tratamiento de la tuberculosis con 140 camas. Al llegar la pandemia, el gobierno de la Ciudad lo remodeló y lo adaptó para Covid. En la actualidad, dedicado nuevamente a su uso tradicional, está casi completo, con pacientes internados con formas muy graves, y hasta fallecimientos.
La incidencia local de tuberculosis, comparada con la de otros países de América latina, sigue siendo moderada, pero las cifras de éxito terapéutico no son satisfactorias. La incidencia (nuevos casos) promedio nacional es de 27,81 por cada 100 mil habitantes, pero las diferencias entre jurisdicciones pueden ser notables. La provincia que más notificó fue Salta, con 64,56 casos por 100.000. Buenos Aires y CABA son las que concentran mayor número de notificaciones. La desigualdad en la distribución geográfica de los casos notificados es marcada, con departamentos que presentan tasas que están casi 10 veces por encima del promedio nacional; y 54 municipios que a pesar de representar sólo el 20% de la población del país reúnen más del 40% de los casos.
Por otra parte, es un fenómeno concentrado en ciertos grupos sociales. En las población penitenciaria, la tasa de incidencia es de 4000 por cada 100.000 (4%). “Es difícil hablar del país como un todo –aclara Barletta–. Por ejemplo, se da mucho en personas privadas de la libertad, pero no es solamente un problema de presos, porque estos están en contacto con familiares y con el personal de la penitenciaría que terminan llevándola, por así decirlo, fuera de la cárcel”.
Este también es el ambiente propicio para la aparición de multirresistencia (bacterias resistentes a más de un antibiótico de los más potentes). Y si la BCG sirve para prevenir formas graves, en particular meningitis, no impide el contagio. “La BCG protege un 60% para las formas pulmonares y para la meningitis, alrededor del 90% –detalla Palmero–. Se aplica en el recién nacido y el efecto dura hasta los cinco o seis años, después se va desvaneciendo. Y revacunar no aumenta las defensas”.