Salud mental, la pandemia post COVID que crece inadvertida

13 de junio, 2021 | 00.05

La Salud nunca ha estado tan presente en la conversación social y en la opinión pública como desde el inicio de la pandemia. Hemos incorporado conocimientos específicos de la medicina ligados a los tratamientos para el Covid, los tipos de síntomas a tener en cuenta, las patologías asociadas, los componentes de las vacunas, entre otras cosas que distan por completo del universo de información que nos rodeaba hasta hace unos meses.  Pero la llegada intempestiva del coronavirus y el trastrocamiento de las múltiples dimensiones de la vida también puso sobre la mesa el impacto de lo social, de lo colectivo, y de lo político en la salud mental de las personas, un área históricamente desjerarquizada en el mundo de la medicina y las políticas públicas, y también sumamente subestimada en el ámbito de las relaciones sociales.

Ya en mayo de 2020 el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, había advertido que la lucha contra el coronavirus y la fuerte disposición de los estados para reducir las muertes y daños económicos escondía o disfrazaba la propagación de problemas de salud mental después de décadas de negligencia y  falta de inversión en el área. En ese marco recomendó a todos los países miembros realizar fuertes inversiones en el terreno de la Salud Mental porque la pandemia iba a producir un fuerte y negativo impacto en ese terreno. Lamentablemente casi nada se ha modificado desde entonces y hoy, más de una año después y entrando en la etapa final gracias al proceso de vacunación, empieza a analizarse que incluso cuando la pandemia esté controlada, el duelo, la ansiedad, la depresión, y otros efectos continuarán afectando a las personas y a las comunidades.

La pandemia puso en evidencia el rol irremplazable que tiene Estado y la necesaria inversión en salud física para garantizar en el cuidado de la vida de las personas. Pero además representa una oportunidad histórica para repensar qué lugar que se le otorga a la salud mental desde una nueva perspectiva y en sentido integral, ya no como una dimensión limitada a los sujetos individuales que consultan en términos meramente médicos y privados, sino abarcándola un espectro más amplio de dimensiones y sujetos sociales desde la salud pública.

El estigma social de la locura y los profesionales de la salud mental

Poder hablar con franqueza de salud mental implica primero enfrentarse a una serie de obstáculos sociales y culturales, pero también políticos. El principal problema está enraizado en el sentido común y  tiene que ver con la construcción de una imagen errada y prejuiciosa de todo lo que la rodea. Históricamente fue un tema tabú. En la antigüedad se vinculaban las patologías mentales a brujería, posesiones demoníacas, o castigos divinos. Santiago Levin, médico psiquiatra y presidente de la Asociación de Psiquiatras Argentinos (APSA), explica que la palabra tabú se refiere a algo sobrenatural y peligroso, que no se puede pronunciar, ni tocar, porque está prohibido: “Tabú es todo lo que no puede ser pronunciado. De allí vienen los eufemismos, un término que se usa en lugar de otro, que está prohibido o que culturalmente se considera, incómodo, malsonante. Si se hace una lista de eufemismos se puede hacer un mapa de aquellos sectores prohibidos de nuestra cultura, cubiertos por el tabú. La cantidad de formas de decir “cáncer”, “muerte” y “locura”, entre otros,  dan testimonio de esa prohibición”.

Si bien la sociedad ha evolucionado, todavía conserva una mirada discriminatoria que genera la imposibilidad de hablar, consultar o pedir ayuda ante diferentes signos o emociones que se salen de la “norma” por miedo a ser señalados o incluso diagnosticados con una patología. Paradójicamente se genera entonces una cortina de humo social, una barrera colectiva, que distancia a los sujetos de sus propias vivencias y emociones más genuinas. A partir de los mecanismos de socialización y construcción de sentido hemos naturalizado la constante estigmatización de las patologías de salud mental que en muchos casos termina reduciendo a los sujetos que las padecen a “enfermos mentales”, “psiquiátricos”, o “locos”. Situación que produce una re victimización o doble padecimiento a partir  de una mirada social discriminatoria y reduccionista que no les permiten correrse de dicho lugar.

Sobre la locura pesa un estigma social, es decir, un juicio negativo nacido del desconocimiento y del temor (por definición, un prejuicio)  que abona el tabú, y así se cierra un círculo lamentable y doloroso que coloca a las personas que padecen trastornos mentales por fuera del espacio compartible. Este es el origen social del apartamiento de la locura, violencia contra la que todos los y las psiquiatras de bien luchamos - analiza el referente de APSA - dicho estigma se traslada, de modo automático, a la especialidad médica que la aborda. La figura del psiquiatra se ve, así, envuelta en las mismas capas de prejuicio y rechazo que envuelven al loco, aunque de manera más atenuada”.

Los efectos de la pandemia en la Salud Mental

Varios estudios e investigaciones publicados en revistas internacionales como The Lancet identifican que a raíz de la emergencia global se multiplicaron los efectos perjudiciales sobre la salud mental. Dentro de las manifestaciones mayormente observadas se pueden identificar el aumento de las consultas por ansiedad y por depresión, junto a informes que alertan sobre el crecimiento en la tasa de suicidios y el empeoramiento de síntomas de trastornos pre existente en todos los grupos etarios. El temor, el miedo y en general los sentimientos de vulnerabilidad e indefensión han afectado a todos los estratos sociales, y en el marco de una pandemia, se han vuelve “más democráticos”. Pero las condiciones de existencia previas en las distintos regiones y sectores de la población varían de un grupo a otro. Situación que lógicamente pone en desventaja a las grandes mayorías y los países de menores recursos.

Levin advierte que siguiendo el modelo freudiano en dos tiempos, se podía prever que el aumento de las consultas y el empeoramiento de los indicadores de salud mental se iba a dar en la segunda parte de la crisis sanitaria tal como está sucediendo. El diagnóstico se puede corroborar en estudios sobre otras contextos de catástrofe, como el terremoto de México de 1985, el atentado de las Torres Gemelas, o la gran crisis del 2001/2002 en nuestro país. “De las catástrofes como la actual, de alcance planetario y de duración prolongada, no se sale nunca bien. Se sale mal o tremendamente mal. El éxito sería superarla con el menor daño posible, ideal que no se estaría alcanzando en nuestra región”, recuerda.

En este sentido es que se evalúan las vivencias y padecimientos en poblaciones específicas como el personal de salud que trabajó de forma ininterrumpida durante un año y medio con mayores niveles de estrés; lxs niños y adolescentes que atravesaron en pandemia o aislamiento obligatoria parte de su período de socialización y crecimiento; y lxs adultxs mayores que fueron identificados desde el inicio como personas de riesgo ante la contagiosidad del virus, y al mismo tiempo son especialmente vulnerables a las medidas de cuarentena y aislamiento social; y los sectores populares o de menores recursos que además de estar en una situación de riesgo debieron atravesar la pandemia y sus efectos más adversos en condiciones de hacinamiento, extrema vulnerabilidad y fragmentación social. La fragmentación de los individuos se produce a través de la inestabilidad y la privación en el mundo de lo cotidiano, y a pesar de la batería de políticas de acompañamiento económicas, se trata de una población fuertemente limitada en las posibilidades de mitigar los daños.

“Es imprescindible mencionar, también, el intenso sufrimiento mental del equipo de salud que atraviesa uno de sus momentos más exigentes y demandantes. Hay allí también una enorme demanda no cubierta, que dice mucho acerca de la importancia que nuestra sociedad otorga a las personas que se preparan para cuidar de nuestra salud. Episodios de ansiedad, colapsos emocionales, renuncias a sus puestos de trabajo, licencias por depresión, agotamiento físico y afectivo límite, pérdida de la motivación para continuar, son algunos de los síntomas que venimos observando en una parte significativa de quienes atienden en salas de cuidados intensivos. Cuidar a quienes nos cuidan es no solo un imperativo ético sino también una medida estratégica en contextos de crisis sanitarias de esta magnitud”, señala Levin. El resultado de los procesos vistos es la presencia de un estado que no puede ni tiene las herramientas para actuar en dirección de un bienestar generalizado.

El Estado y la des jerarquización histórica de la salud mental

Además de las socioculturales, los prejuicios y el estigma social, existen disposiciones políticas y económicas por las cuales la salud mental suele quedar relegada en las políticas públicas, los presupuestos, las negociaciones y prioridades de un país. Para buscar la respuesta tendríamos que pensar qué valores sostiene de modo predominante nuestra cultura y política contemporáneas, qué lugar ocupa la salud, la salud mental, y la salud pública. “Básicamente hay dos modelos: o la salud es una mercancía que se vende y se compra y solo es accesible a quien la pueda pagar, o la salud es un valor social, un derecho primordial, y entre todos la garantizamos. “Entre todos” significa el Estado”, indica el especialista.

En la cultura política contemporánea la noción de comunidad se ha ido perdiendo y fue reemplazado en un proceso complejo y multidisciplinar por un nuevo sentido común que tiende a naturalizar la inequidad social, y propone argumentos insostenibles la meritocracia o el emprendedurismo para justificar el éxito y mérito individual de unos pocos. “Si te esfuerzas lo suficiente, lo lograrás; si no lo logras, algo habrás hecho mal”. Este verdadero sistema ideológico que a veces llamamos neoliberalismo suele verse más en sus eslóganes que en sus efectos concretos: jamás la riqueza estuvo más concentrada en poquísimas manos que en el presente, y nunca antes el tejido social (ese magma que nos une como comunidad) se vio tan vulnerado – subraya Santiago Levin – el instrumento sanitario para luchar contra esa realidad y transformarla se llama Salud Pública. La Salud Pública pretende que lo que existe para unos pocos se generalice para todos y todas. Vendría a ser la vertiente sanitaria de la equidad social. No existe equidad social sin justicia sanitaria ni viceversa”. 

Pero también se reproduce la inequidad dentro de la Salud  y la división que existe entre salud física y salud mental que deriva probablemente de la tradición religiosa y filosófica europea que separa la mente del cuerpo. Levin sostiene que actualmente además hay una razón económica para mantener esta separación : “La salud física es mucho más accesible a la mercantilización y por lo tanto un negocio mucho más rentable que la salud mental. Invertir en salud mental no es negocio, y en épocas de deserción del Estado, es un territorio que queda relegado a una segunda o tercera prioridad. Se habla mucho y se hace poco o nada”. Dicho escenario parece paradójico en este marco donde el monitoreo de las reacciones psicológicas y la salud mental de las personas derivadas de la pandemia de COVID-19 debe constituir una prioridad para los  Estados y sistemas de salud.  Vivimos un momento que demanda la necesidad apremiante de abordar de forma integral la salud física y mental de las personas.

Deudas del Estado: la ley de Salud Mental y el proceso de desmanicomialización

La atención de la salud mental se encuentra postergada desde hace décadas ya que requiere de mucha inversión, personal y planificación. Condiciones que no se dan en ninguna parte del mundo, y menos en países periféricos. Si bien en 2010 se aprobó la Ley Nacional de Salud Mental que prevé la sustitución de las instituciones psiquiátricas monovalentes por un sistema de atención de base comunitaria y respeto por los derechos humanos, nada de eso ha ocurrido. La no aplicación de la norma representa en ese sentido falta de compromiso político, de los medios de comunicación y de la sociedad toda para exigir su cumplimiento. “Sí existe una retórica de transformación en el campo de la Salud Mental, y hay una ley que no se cumple. Una ley con luces y con sombras, pero que de todos modos no se cumple. Siempre repetimos que la realidad no se cambia ni con retóricas ni con leyes sino con políticas activas, con planificación y con presupuesto”, resalta Levin. Los cambios que propone la Ley implican el fortalecimiento de toda la estrategia de Atención Primaria, mayor inversión, más Centros de Atención, Acción Comunitaria articulada, y además espacios de atención psiquiátrica en los hospitales generales para mejorar la capacidad de recepción de usuarios de salud mental.

No obstante, aclara explica el Médico Psiquiatra, sigue siendo importante mantener al efector especializado,  es decir un sitio de recepción de los cuadros de mayor gravedad: “un dispositivo especializado no manicomial, interdisciplinario, en el que las internaciones necesarias sean breves y operativas, y desde donde que se pueda planificar una externación segura sobre la base de la existencia de todo el repertorio de instrumentos comunitarios en red”.  Actualmente más de 15 mil personas están atascadas en instituciones de salud mental durante años sin causa médica que lo justifique, con promedios de permanencia de 8,2 años, cifra que aumenta a 12,5 años en el sector público. Se trata casi siempre de personas pobres cuyos lazos comunitarios y familiares se han roto y no tienen adónde ir. “Esas personas no están internadas por indicación de un psiquiatra: están abandonadas por el Estado. Pero ¿por qué íbamos a pretender que se solucione esta injusticia mientras no se soluciona la existencia de más de 4 mil barrios carenciados en todo nuestro país, en los que viven más de 5 millones de personas”, se pregunta.

La ausencia de políticas activas para generar transformaciones en el sistema termina dando movimiento a  una dinámica inercial que perpetua y solidifica lo ya instituido: la manicomialización y el asilamiento. En ese sentido es urgente la construcción de toda una red intermedia que permita a las personas institucionalizadas por motivos sociales y económicos regresar a su comunidad y tener la oportunidad de retomar un proyecto de vida; y repensar la salud mental desde una mirada integral de la salud pública, como herramienta de acompañamiento continua para el bienestar social, y como una dimensión central en cualquier espacio e institución que implique desarticular la mirada limitada y psico patologizante que persiste hasta hoy en la sociedad.