Hay un sueño común, que la mayoría de las personas experimentaron alguna vez: estar en una fiesta o una reunión en ropa interior, tal vez desnuda; en cualquier caso expuesta a la vergüenza. En sueños o en la vida cotidiana, la vergüenza acude cuando se corta el vínculo social, cuando te sacan de debajo de los pies el suelo en el que se suponía todes podíamos afirmarnos.
A las fiestas se va vestida, aparecer desnuda separa a la persona de ese consenso social, la aísla. El cuerpo reacciona: aparece el rubor en las mejillas, ocultamos la mirada para no recibir la de otros, para no ser enjuiciades.
Sentarse a una mesa y comer por las noches, por ejemplo, también es un piso común, un acuerdo social; todos y todas tendríamos que acceder a ese derecho básico ¿Pero cuántas veces vimos en las filas frente a los comedores, personas con el tupper en la mano, la mirada al piso, la gestualidad de quién no quiere ser visto en su necesidad, fuera de lo que hay que poder?
¿Negociar por un sueldo en dólares en la represa de Salto Grande a cambio de dejar la banca para favorecer el veto a la reforma jubilatoria es una vergüenza? De Pedro Galimberti, diputado radical de Entre Ríos ya no supimos nada ¿su silencio y salida de escena serán tiempo y reacción para indagar de qué manera reparar los efectos de su conducta vergonzante? ¿O será que prefiere, como Mariano Campero, otro diputado radical que el 11 de septiembre dio vuelta su voto y también pretendió cambiar el piso común de la coherencia política con una performance altiva de su nueva moral: "No voy a ser partícipe de una desestabilización que quieren hacer ustedes los kirchneristas que han perdido la memoria”.
¿No es Campero el mismo que denunció a Milei por los gastos estatales que produjo su viaje a España a la convención de Vox? Que le valió al país un conflicto diplomático con España, país con el que todos los gobiernos de la democracia mantuvieron relaciones cordiales.
Aliado con el poder, este diputado como otros, como todos los que se sacaron la foto con el presidente y su hermana Karina, se para en su propio piso para quitarse de encima la vergüenza. Porque la vergüenza es una cuestión de poder, cuando no hay acuerdo social se impone, incluso con las armas, como sucedió el miércoles. Muchas veces se dijo en el recinto parlamentario que de gasear a los viejos y las viejas no se vuelve, el miércoles pasado también se dijo a los gritos, lo hizo Nicolás del Caño (FIT-U), que de gasear niñes de 10 años no se vuelve.
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Deberían avergonzarse las fuerzas de seguridad y quienes las conducen. “¡Avergüéncense!”, es un modo de increpar, de devolver lo que debería obligar a ocultar la cara; pero no, la vergüenza desde el poder se justifica o peor, se la arrojan en la cara a las madres “que llevan niños a las marchas”. Protestar es un ejercicio democrático, un derecho amparado por el orden constitucional. ¿Por qué no podría ser parte de la educación asistir a una manifestación en la que se pide justicia para las personas mayores?
Si en los carnavales, históricamente, su usaron máscaras, fue para proteger el rostro de lo que podría avergonzarlo, para liberar las ataduras sociales. Patricia Bullrich, su secretaria de Seguridad, Alejandra Monteoliva, y toda la cadena de mandos hasta el policía que se agachó para gasear a la nena que estaba con su madre en el piso se enmascaran acusando a “personas disfrazadas de derechos humanos, vestidas de naranja (Monteoliva dixit)” de haber hecho lo que hicieron las fuerzas de seguridad, gasear, atropellar, golpear, montar su diseño de cascos, palos y armas contra les manifestantes.
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Consultado por la periodista Irina Hauser, sobre el operativo del 11 de septiembre, el ministerio de seguridad contestó primero que a la manifestación había ido Axel Kicillof, Verónica Magario, Fernando Espinoza, Pablo Moyano, Eduardo Belliboni, Hugo Godoy, Hugo Yasky, Emilio Pérsico, Daniel Menéndez, Juan Grabois, Sergio Palazzo y Juan Carlos Alderete. Buscando así una manera de denunciarlos, delatarlos, de hacerlos pasar vergüenza, es una manera de escracharlos. Pero vergüenza hubiera sido una plaza sin dirigentes a la vista.
La vergüenza es un hecho social y político. La respuesta también es política. Se trata de construir entre todes el acuerdo social de qué es lo que daña el piso común, sobre que acuerdos construimos una convivencia en la que no haya quien mire al piso para que no se vea que tiene hambre y no puede satisfacerlo por sus medios. ¿Acaso no es una vergüenza que no nos duela el hambre?
Hay quienes fuimos educades en la vergüenza de nuestros cuerpos y nuestros actos, por el color de piel, la orientación sexual, la nacionalidad, la edad, la identidad de género, la capacidad de autonomía de nuestros cuerpos, a quienes se nos ha impuesto incluso la vergüenza ajena, eso de si te viera tu madre, tu padre, tus hijes, se avergonzarían, puta, gordo, trolo, pata sucia, viejo meado, vieja ridícula que tanto se escuchó en estos días. Ese modo de echar la vergüenza en la cara grita ¡adaptate!, ya no tenés edad para estar en la calle, para andar con esas mechas, ese escote, quién podría quererte, estás fuera de lugar. La vergüenza es política y está en disputa, salir de la vergüenza implica reparar o transformar los consensos sociales, abrir el espacio de lo posible para que entremos todes.
Una de las respuestas políticas a la vergüenza es el Orgullo. Los movimientos LGBTIQ+, los transfeminismos, los movimientos villeros, de personas discapacitadas, el orgullo gordo, los movimientos de afrodescendientes lo saben bien, lo han construido. Se han quitado de encima el señalamiento para hacer espacios donde la diferencia cuenta como valor.
La primera acción de la agrupación HIJOS fue marcar con una marcha federal el día nacional de la vergüenza, por el día en que asumió el represor ya muerto Antonio Bussi, como gobernador en Tucumán, en los años ’90.
A esos saberes que están en nuestra memoria, mucho más ardiente y activa que la memoria de los traidores que una y otra vez la borran para poder darse vuelta cuantas veces quieran, es necesario recurrir en este momento donde parece que no hay modo de hacer pie, que una derrota se acumula sobre la otra, en la que el escarnio está disponible para toda diferencia, para todo disenso. A ese saber de haberse levantado una vez y otra, como bien saben jubilados y jubiladas. Esa experiencia de hacer de la quebrada de muñeca un gesto de orgullo, de convertirse en mariposas en este mundo de gusanos capitalistas, como decía Lohana Berkins, la dirigente travesti, es necesario acudir para encontrar el orgullo y la potencia necesarias que resistan a la naturalización de que hay personas, compañeras y compañeros, amigues, vecines considerados descartables. No se puede tolerar, eso es vergüenza y no otra cosa.