Escribir sobre Norita hoy es un deber de amor. Con el temblor en el cuerpo y su sonrisa estampada en el pecho como bandera. Escribir aunque se haya escrito tanto, para tejer un abrazo que sea también ese barco en el que Nora Cortiñas quería hacer una fiesta para cantarle al río y hacer un hechizo contra la crueldad del gobierno de Milei. Me arriesgo a decirlo: Norita fue la más dulce de todas las Madres que conocí, tal vez porque fue la que más conocimos quienes tuvimos que hacer de la calle, una vez y otra, el lugar de elaboración política de tantas conquistas y tantas pérdidas que arrastramos en nuestra historia. Porque ella siempre estaba y así era como pidió ser recordada, como “la que siempre estuvo”. En la puerta de las fábricas recuperadas, en las resistencias frente al extractivismo en todas sus formas, defendiendo el agua, contra el gatillo fácil, tirándose unos pases de fútbol en el día de la visibilidad lésbica cuando Higui de Jesús todavía estaba presa por haberse defendido de una violación que pretendía corregir su identidad, en los conflictos sindicales, con los pueblos originarios, codo a codo con las travestis, en las asambleas y las huelgas feministas; no se puede hacer la enumeración completa, cada quien que haya entendido la palabra “luchar” sabe que ahí estaba la sonrisa inoxidable de Norita, la que ahora alumbra mientras las lágrimas caen, mientras el duelo se hace colectivo.
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“Perder un hijo es siempre una tragedia, pero hay que elaborarlo para no quedar prendida en ese laberinto y poder ayudar a quienes están en la misma situación. La soledad nunca es buena receta si se quiere saber la verdad. Siempre se consideró que el duelo debía hacerse de puertas para adentro. Antes, las mujeres se encerraban en su dolor y quedaban prisioneras de la angustia. Vivían la pérdida con resignación. Si no me equivoco, la escritora Nicole Loreaux es la que cuenta que siempre existió una relación estrecha entre el duelo y las mujeres. Ella dice que en la antigüedad el duelo tenía lamento femenino, pero la sociedad no la quería escuchar y el orden político no quería ser puesto a prueba por ese grito de dolor. Por eso todo era intramuros”, decía Norita y es fácil escuchar su voz mientras se transcribe, porque esa escuela política de transformar el dolor en acción, en demanda, en puño certero contra el poder totalitario de la dictadura nos sigue albergando.
Qué gesto pequeño y gigante el de ponerse a caminar cuando la policía obligaba a circular a esas mujeres, no tan viejas entonces, pero llamadas locas desde el principio, en la misma plaza pública de las que pretendían echarlas. Así nacieron las rondas, así nació una nueva forma de ciudadanía para todo el pueblo argentino: desde una treta de las débiles que usaron un pañal en la cabeza para decirse madres y con esa categoría inapelable para los famosos valores “occidentales y cristianos” que pretendían defender los genocidas arrancarle la democracia a los dictadores. 40 años después, tenemos que volver a ese gesto. Pero sobre todo, volver a recuperar la osadía, desobedecer el mandato de cerrar puertas y ventanas contra la crueldad. Creer que la fuerza es colectiva contra toda pretensión de abandono a los otros, a las otras. Sí, alguien va a resolver el hambre, otras veces ya se hizo; lo hizo el pueblo organizando su rabia, su rebeldía. Ese es el legado de las Madres de Plaza de Mayo, y es sobre todo el legado de Norita. La osadía rebelde y una ternura arrasadora, la capacidad de estar en todas las luchas y nunca cuadrarse en ninguna interna de esas que hacen desconfiar de la política como herramienta de transformación.
Norita, además, fue la Madre que mejor enlazó el pañuelo blanco con los pañuelos verdes que no sólo representan la lucha por el acceso seguro y gratuito a la interrupción voluntaria del embarazo, sino que hablan también de un paso gigante que dieron las mujeres todas para dejar el encierro doméstico. “Mi casa era patriarcal. Te lo digo así, con todas las letras. Y yo no me daba cuenta. Mi marido trabajaba afuera y yo me quedaba en casa. En algún momento gané un poco de plata cosiendo para afuera, pero mi lugar era ser ama de casa”. Y cumplió ese mandato hasta que secuestraron a su hijo Carlos Gustavo, el que acunó sobre su pecho desde 1977 hasta ayer nomás, cuando su corazón dejó de latir pero su sonrisa insiste en alumbrar. Cuando tuvo que dejar la casa para salir a pelear contra la dictadura y por su hijo, padeció “esa doble vara”, la de tener que levantarse a las seis para dejar el guiso listo a las 8; guiso que comería el marido y el resto de los hijos cuando ella estuviera en la Plaza, o en uno de los tantos viajes en los que, decía, “me eduqué”. Le molestaba el lujo, eso sí, “nuestros hijos en campos de concentración y nosotras en hoteles cinco estrellas, era aberrante, pero teníamos que hacernos oír”. Mejor que el lujo, también contaba, fue haber visto cómo la vida se impone en los lugares más castigados: “Fue muy claro en Haití, contra la falta de todo, con las pancitas hinchadas por la desnutrición, aparecía una pelota en el suelo y los chicos jugaban y se reían”.
La vida se impone, Norita, a pesar de tu muerte. ¿Quiénes seremos cuando ya no queden Madres de pañuelo blanco? ¿Será este pueblo capaz de inventar otro gesto rebelde que empiece a socavar un poder que ahora también se presenta autoritario? Queda intentar, persistir, resistir. Queda una picardía que ahora mismo se ve en miles de fotos que se comparten en redes porque Norita le tocó el corazón a todes, a todes quienes tengan un corazón que late contra la crueldad y por el amor y la libertad de todo el pueblo.
Es tan difícil decir adiós. Y a la vez es lo que toca, tomar la posta, alegrarnos por el descanso que merecen tus piernas cansadas, tu cuerpo frágil como el de un pajarito en el último año, tu memoria sin descanso, la picardía y el disfrute que le ponías a todo lo que hacías. Aquel gesto de sacarte el pañuelo disimuladamente para dejar tus rulos al viento mientras escuchabas sobre prácticas sexuales en un Encuentro Nacional de Mujeres. Ni siquiera pude dejar estas palabras apuradas para honrar tu memoria. Pero hay que hacerlo. Adiós, Norita.
Tu memoria arderá siempre en el corazón del pueblo.