El 30 de abril se conmemora el aniversario de las Madres de Plaza de Mayo por su encuentro en Plaza de Mayo en 1977. Mientras reclamaban por la aparición con vida de sus hijas e hijos, empezaron a juntarse. Empezaron siendo pocas. En pleno genocidio, estaba prohibido reunirse, pero al caminar, armaron la ronda más histórica, que todavía se sigue realizando en distintas plazas de la Argentina.
Los recuerdos de las hijas y nietas de las Madres de Plaza de Mayo hablan de los olores de la cocina, las colecciones, las novelas, las canciones, el cuidado, pero también de las reuniones de las primeras Madres, del clavo en la solapa antes del pañuelo blanco. Hablan de ellas en lo cotidiano, como mujeres madres y abuelas. También de ellas luchando en contra la dictadura.
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Madres que llegaron a tener hasta el triple de la edad de sus hijas e hijos, víctimas de la desaparición forzada. Historias de mujeres que se conocieron cuando el terrorismo de Estado desapareció a sus familiares. Madres que ya tenían una militancia o empezaron a tenerla exigiendo la aparición con vida, principalmente, de sus hijas, algunas de ellas embarazadas, y de sus hijos.
Cecilia, hija de Azucena Villaflor de De Vincenti: “Vayamos a la Plaza, no sigamos solas”
El 30 de noviembre de 1976 los genocidas desaparecieron a Néstor De Vincenti, hijo de Azucena y Pedro, hermano de Pedro, Adrián y Cecilia; y a su novia, Raquel Mangin. Militaban en Montoneros. En su búsqueda, Azucena se convirtió en una de las fundadoras de las Madres de Plaza de Mayo.
El 10 de diciembre de 1977 ella también fue desaparecida y llevada a la ESMA. Dos días antes se habían secuestrado a los demás integrantes del Grupo de los 12 de la Santa Cruz, donde el genocida Alfredo Astiz, el “Ángel rubio”, se había hecho pasar por el familiar de una víctima para infiltrarse, marcarlos e incluso participar en los secuestros. Además de Azucena, en ese grupo estaban María Ponce de Bianco, Esther Ballestrino de Careaga, Ángela Aguad, Remo Berardo, Julio Fondevila, Patricia Oviedo, Horacio Elbert, Raquel Bulit, Daniel Horane, y las monjas francesas Leonie Duquet y Alice Domon. Después de días de cautiverio y torturas en la ESMA, llegaron los asesinatos con los vuelos de la muerte.
Poco después, los cuerpos de las Madres fundadoras, de Leonie y de Ángela regresaron con las aguas a la costa. Fueron enterrados sin nombre en una fosa común en el cementerio de General Lavalle.
“Mi mamá, mientras limpiaba la casa, siempre cantaba tangos. Me quedó muy grabado porque a partir de la desaparición de mi hermano no canta más y es una de las cosas que ella misma dice en voz alta: no voy a cantar más tangos hasta que aparezcan Néstor y Raquel”, recuerda Cecilia De Vincenti.
Sobre la vida de la pareja de Azucena y Pedro antes de la desaparición forzada de su hijo, recuerda: “A mi mamá y a mi papá les gustaba bailar tango, entonces iban a una fiesta y había tango y ellos salían a bailar. Mi mamá cantaba o silbaba algún tango, mientras estaba cocinando”, cuenta Cecilia, y agrega: “Si era un día de lluvia, así, medio frío, mi mamá hacía buñelitos de manzana, de ese olor me acuerdo como rico, pero a mí no me gusta el tuco, entonces me acuerdo como feo, jueves y domingos, bien tanos, comíamos pastas y a mí no me gustaba el olor al tuco”.
También rememora qué cosas disfrutaban hacer: “Mi mamá era feliz a través de los momentos y lugares que iba con mi papá. Se iban todos miércoles a la calle Lavalle al cine y después se iban a comer pizza a una pizzería distinta. Había una que se llamaba Acapulco y Los inmortales. Se iban de la mano, al centro no venían con el auto”.
“Lo que me acuerdo es que, a la tarde, cuando terminábamos de comer, mi mamá tenía por costumbre levantar las sillas, darlas vuelta arriba de la mesa, para pasar el trapo en la cocina, teníamos una cocina grande. Y mirábamos Muchacha italiana viene a casarse, estaba a las 14:00”, menciona Cecilia acerca de esa casa familiar y sus costumbres, recuerdos de Azucena madre, cuando todavía podía compartir momentos con todos sus hijos.
La desaparición forzada de Néstor
“Mi hermano desaparece el 30 de noviembre de 1976 y en abril, un día que no sabemos bien cuál fue, el día en el que a Marcos Suker le dijeron que había muerto su hijo, ahí en el Vicariato castrense mi mamá dijo: vayamos a la Plaza, no sigamos solas, así que en mi casa fue ese proceso de esos meses, fue mi mamá en mi casa tratando de firmar el habeas corpus, ir a comisarías, a hospitales, y ahí darse cuenta que no era la única, que había otras, para hacerlo público en ese momento”, dice la hija de Azucena, sobre la fecha que marcó un antes y un después. Ella tenía 15 años.
En medio de la incertidumbre, ella recuerda consolar a su mamá: “Yo pensaba que mi hermano en cualquier momento iba a aparecer en un listado, en el diario, le decía mamá tranquilízate, va a aparecer en un listado. Si hay algo horrible que me acuerdo es Radio Colonia. Todas las mañanas yo me levantaba y ya estaban escuchando en mi casa Radio Colonia a ver si había alguna noticia o algo que salía”. Lo horrible era que esa noticia no llegaba y Néstor no aparecía. Tampoco hasta hoy.
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“Ella sentía que las Madres tenían que estar en la Plaza”, relata Cecilia cuando busca las raíces de la lucha colectiva impulsada por Azucena. “Sentía que ese era el lugar de búsqueda, yo creo que también tiene que ver con su historia personal. Mi mamá empieza a trabajar muy joven por la muerte de su papá. Empieza en Siam, en la época del peronismo. Era telefonista y mi papá administrativo, ahí se conocen. A ella ahí le toca vivir todo el peronismo, todo el movimiento, todos los derechos de los trabajadores, el ir a la Plaza de Mayo. Creo que eso tiene que ver con lo colectivo: los trabajadores juntos pidiendo por cosas y en la Plaza”.
Recuerda que su mamá siempre estuvo atravesada por lo colectivo y por la lucha.“Vivíamos a una cuadra de Mitre y el gas pasaba por ahí, pero no por las dos cuadras de mi casa, entonces mi mamá empezó a juntar firmas para que el gas pasara por esas dos cuadras. Ella lo colectivo, por algún motivo, que yo creo que tiene que ver con el peronismo, lo tenía en su cabeza. Por otro lado, creo que lo que hace mi mamá con su propia historia, cuando busca a mi hermano tan sin medir lo que les podía pasar, tiene que ver con la reparación de su historia: a mi mamá el que la reconoce es su papá, al revés de todo el mundo, va al registro civil, la reconoce, es Florentino Villaflor. Ella conoce a su mamá, sabe que es Emma Nitz, pero la cría muchos años su tía Magdalena Villaflor, que se casa, tiene tres hijas, y para mi mamá sus hermanas son sus primas. Cuando mi abuelo se muere, que se muere joven, cuando mi mamá tenía 12 ó 13 años (en un accidente laboral en la lanera), su mamá se la lleva y medio que la manda a trabajar. Mi mamá empieza muy chica trabajando en una fábrica de vidrio, recién después entra en Siam. Entonces pienso que ese abandono de su madre hace que las historias se repitan o se reparen: ella la repara”, afirma Cecilia.
Sobre ponerle el cuerpo a la lucha en medio de la dictadura, sentencia: “Yo creo que el amor de las Madres por sus hijos es superior al miedo y al dolor, por eso pudieron transformar ese tremendo dolor de no saber en el amor de buscar”.
Las Madres en la casa de Azucena: clavos, pañales y pañuelos
De esos encuentros, Cecilia recuerda qué hacían y dónde se reunían: “Llegaba al mediodía de la escuela, se ve que se juntaban a la mañana, y me encontraba con ellas sentadas en la mesa del living, yo saludaba a todas. Sabía que estaban juntas buscando a sus hijos. Sabía que se juntaban para organizar alguna actividad o hacer alguna presentación”.
Sobre el nacimiento de los primeros pañuelos y las insignias, hay varias versiones: “Las Madres primero en sus propios tapados llevaban un clavo, las primeras se deben acordar. A los dos o tres tapados que había en mi casa se los saqué para que no se oxiden. Del pañal yo tengo una versión, otros tienen otra. Yo tengo la de mi mamá diciendo qué suerte que tenemos nietos, así nos ponemos los pañales de nuestros nietos, no de los hijos, es algo que recuerdo. Ya había nacido Silvana, mi sobrina más grande. Mi mamá lo tenía siempre en la solapa (al clavo), para mí era para reconocerse en la Plaza”, cuenta Cecilia sobre el símbolo previo al pañal y pañuelo.
Un Padre de la Plaza
“Mientras vivió mi papá, el que empieza a ir a la Plaza es él. Venía y te decía: fue el 10 de diciembre, fue un susto, son dos o tres días, después, para la Navidad las van a soltar… Ahora sabemos que ya estaban muertas…", recuerda, sobre la desaparición de su madre. Su papá mantenía la esperanza, sobre todo en fechas puntuales: "Después: para fin de año las sueltan, para Pascuas las sueltan, para el Día de la Madre. Así cada fecha simbólica era esperar que mi mamá viniera”.
Eran momentos de búsqueda y espera, como cuando desenchufó la heladera “y no dejé carne, porque para desenchufarla y descongelarla no tenía que quedar carne en la heladera, y mi papá por poco me mata, me retó: '¿Cómo hiciste esto? Desenchufaste la heladera y no dejaste carne guardada'. Yo le pregunté: '¿Qué pasa papá?', a lo que él me respondió: '¿Y si viene tu mamá qué le damos de comer?'. Esas cosas eran para mi papá, era la espera constante”, recuerda Cecilia sobre Pedro.
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El cuerpo de Azucena
En el 2003 fueron exhumados los cuerpos que en 1977 habían sido enterrados sin nombre en General Lavalle. Gracias al trabajo del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), en 2005 fueron identificados. Los restos de María Ponce de Bianco, Esther Ballestrino de Careaga, Leonie Duquet y Ángela Aguad fueron inhumados en la Iglesia de la Santa Cruz. Los de Azucena están al pie de la Pirámide de la Plaza de Mayo. Los cuerpos de su hijo y nuera siguen desaparecidos.
“Para mí es que Azucena vuelve a ser Azucena y tiene un lugar donde estar, que no es más una NN, que es lo que me pasa con mi hermano: quisiera saber dónde estuvo, quisiera recuperarlo. Por eso, cuando hoy me hablan de la libertad de alguno de los militares asesinos, yo digo que todavía no contaron la historia, entonces tienen que seguir presos en cárcel común, porque nos tienen que contar qué hicieron con todos y cada uno de los 30.000”, afirma Cecilia De Vincenti.
De la recuperación del cuerpo de su madre dice que “primero que pude hacer el camino de ella. Me tomé el trabajo de decir: lo hago ahora o no lo hago nunca, y en poquitos días fui al cementerio de General Lavalle, a la ex ESMA, me mostraron Capuchita, que es donde había estado mi mamá, y cuando me llaman de antropólogos, hablé con mis hermanos, Pedro y Toto. Nos preguntaron si queríamos que armaran el cuerpo de mi mamá para despedirnos. Y mis hermanos automáticamente me miran a mí y dicen no. Y yo contesto que sí”, agrega.
“Yo quería tocar los huesos de mi mamá. Quería despedirme como si fuese su muerte en ese momento. Tenía que hacer ese duelo, porque hay un duelo interno que no es lo mismo si vos tenés algo tangible que si no lo tenés”, sentencia.
Fabiana, hija de Taty y Jorge Almeida: “Todavía me emociona cuando ella se coloca el pañuelo y se lo ata”
Alejandro fue desaparecido el 17 de junio de 1975 por la Triple A. Tenía 20 años, trabajaba y estudiaba. Años más tarde, Taty se unió a las Madres de Plaza de Mayo y hoy, a sus 93 años, continúa luchando en la Línea Fundadora. El cuerpo de su hijo sigue desaparecido.
Cuando lo secuestran, Taty “tuvo una gran gripe, terrible, yo creo que le habían bajado las defensas, y dejó el pucho. Ella fumaba mucho y después de la desaparición de Alejandro, fumaba y fumaba, y a los pocos días le agarró una bronquitis terrible y dejó. Yo lo que deduzco, después de tantos años, es que debe haber dicho: si me muero, ¿quién lo busca?”, recuerda Fabiana, su hija.
Taty madre y la vida de hermanos
“Para ir al colegio nos preparaba los sandwichitos, me acuerdo, de dulce de batata y queso en pan figazza, para tener algo en el recreo”, cuenta Fabiana sobre esa particular vianda que armaba su mamá. “Cuando llegábamos a casa teníamos que ponernos los patines porque ella enceraba, era obsesiva con el orden, la limpieza…”, amplía sobre Taty.
“En casa se escuchaba mucho folclore, teníamos un equipo que mi viejo había traído por la aduana, el Grunding, a ella le gustaba mucho el jazz, entonces también se escuchaba, a papá también Atahualpa. Como se podía grabar, había conversaciones nuestras de cuando éramos chicos, de mis abuelos, los poníamos y escuchábamos, pero no era una casa musical. A mamá le gustaba bailar”, agrega. “Después ya mis hermanos adolescentes sí pusieron la música, Vox Dei, por ejemplo”.
La de Taty “siempre fue una casa de recibir. Era una mina muy social, de tener muchas amigas, siempre había muchas reuniones en casa. Y ella ahí se esmeraba en la comida, hacía alguna cosa especial”, dice su hija.
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Fabiana recuerda sus juegos y batallas con sus hermanos mayores: ella tenía sus muñecas y ellos les escribían cosas como “Viva Racing”. “Me encontraba eso y me daban unos ataques”, se acuerda. Cuando le escribían las muñecas ella atacaba los soldaditos de sus hermanos.
“Mis hermanos me cuidaban muchísimo. Eran muy celosos cuando fui más adolescente, si me gustaba un chico le hacían la vida imposible. Siempre cuento una anécdota de Alejandro, él tenía el pelo largo, ya estábamos en la casa de mi abuela en Belgrano, mi abuela tocaba el piano y nosotros no sabíamos y Alejandro tocaba dos o tres cosas, y yo estaba saliendo con un chico que era mayor que yo, yo tenía 14 años y él tenía 17, suponete, un día que vino a casa, Jorge por suerte no estaba, y Alejandra estaba y sabía que venía, entonces se puso una túnica, una vinchita en el pelo y se batió bien los rulos, aparece en el living, se pone a tocar el piano, empieza a hacer cualquier cosa y miraba. Yo roja, el pibe blanco. El pibe en un momento me dice: yo me voy”.
Los poemas de Alejandro
Unas dos semanas antes de desaparecer Alejandro, Fabiana recuerda un episodio en el que sintió peligro por su hermano: "Mi vieja no estaba, estaba en Europa. Yo me iba a lo de mis primas, porque mamá se sentía más segura si me quedaba ahí, y Alejandro estaba en casa. Y un día voy para almorzar con él. Me dice: hay un auto enfrente, voy a bajar -al lado había un garage con un teléfono público-, voy a hacer que hablo por teléfono, fíjate a ver qué hacen los tipos esos. No me acuerdo qué auto era, pero era un auto civil, con dos tipos. Yo voy al balcón y Alejandro baja y los tipos se pusieron como en alerta, a observar, y los tipos me miraban. Entonces Ale sube, mirá qué inconscientes, y le digo: 'Sí, te miraban raro'".
Recuerda que tocaron el timbre y que él le pedía que se quedara quieta: "Tocan el timbre arriba, de la puerta, y él me dice: 'No abras, no abras'. Nos quedamos un rato esperando y sentimos los pasos, porque mamá vivía en un primer piso, o sea que no usaron el ascensor, que bajaban. Entonces abrimos un poquito y escuchamos esos pasos y vimos que el auto se fue. Ahí fue cuando Ale me dice: 'La cosa estaba complicada'. Él me muestra ese poema, no la libreta, se ve que sacó la hoja. Me pongo a leer y cuando veo eso me puse a llorar y le dije: 'A vos no te va a pasar nada'. Él me respondió: 'Te pido por favor que si me pasa algo se lo des a mamá". De esa conversación y esos días, recuerda que Alejandro sabía que estaba muy "complicada la cosa" porque ya habían desaparecido compañeros de él, que habían "caído".
Los papelitos de Taty para Alejandro
Para Fabiana, fue crucial que Taty compartiera ese dolor con otras: "Juntarse con otras mujeres a las que les había pasado lo mismo hizo que ella tuviera esa fortaleza y teniendo la esperanza, en este caso, de que Alejandro iba a aparecer. Cuando llegó la democracia fue muy fuerte, porque había una esperanza, y ella pensaba que Alejandro estaba en algún lugar y que iba a volver. Entonces, cuando ella se iba dejaba papelitos en los que ponía 'Ale: me fui a lo de Marta -que era la hermana-, Marta se mudó, está en tal dirección'; 'Ale: estoy en lo de Fabiana, Fabiana ya tiene dos hijos y vive en tal lugar y está casada con Caco'. Eran papelitos por toda la casa, era muy fuerte eso”.
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Taty sigue llevando la foto de su hijo a las marchas, charlas, plazas y toda vez que participa en actividades por la memoria: “Ella siempre hablaba en presente de Ale, guardando toda su ropa en una caja, todas sus cosas, los apuntes de la Facultad porque Ale iba a volver e iba a seguir con su vida. Llegó la democracia y ella tenía esa esperanza. Inclusive cuando empezaron a salir los presos políticos y demás, la esperanza de saber si lo vieron en tal lugar o si lo mataron... eso nunca lo tuvimos, nunca supimos. Mamá siempre estuvo averiguando por un lado y por el otro y no hay datos, pero ella siempre tenía esa esperanza. Después pasó el tiempo y, por supuesto, no. La esperanza la tuvo muchos años”.
El pañuelo de Taty
Ver a su madre encabezar la lucha fue algo transformador: “Cuando ella se pone el pañuelo es fuerte para mí porque no pienso en que es mi vieja, pienso: es una Madre. Y siempre pienso que cuando ella no esté, ella tiene dos pañuelos… qué voy a hacer con esos dos pañuelos, porque yo jamás me lo pondría, no sé si me los pondría en el cuello. Ese pañuelo es ella y va a ser ella siempre, y ahí está Alejandro".
Su mamá usando el pañuelo es algo que le genera mucho orgullo, como el primer día: "Todavía me emociona cuando ella se coloca el pañuelo y se lo ata. Esa transformación que yo vi a lo largo de los años es cuando ella se pone el pañuelo. Siempre rescato de mi vieja es que nunca sentí que nos abandonara, tal vez porque la acompañé siempre, pero ella siempre nos dio el lugar de los otros hijos que quedamos y eso se replicó mucho como abuela y como bisabuela”.
Paula, nieta de Enriqueta Rodríguez de Maroni: “Mi abuela me salvó”
El 5 de abril de 1977 los genocidas desaparecieron a Juan Patricio y María Beatriz Maroni, con sus respectivas parejas. La madre de Paula fue liberada días después. Juan Patricio, María Beatriz y Carlos Alberto Rincón, su marido, estuvieron en cautiverio en el centro clandestino Atlético y siguen desaparecidos. Militaban en la organización Montoneros. En su búsqueda, Enriqueta se unió a las Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, organismo del que hoy es la presidenta, a sus 97 años.
“Un recuerdo que últimamente se me está viniendo mucho a la cabeza es cuando mi abuela me pasaba el sandwichito por la reja todas las mañanas en el colegio. Eran de esos pocos momentos donde yo podía mostrarles a mis compañeros de colegio que yo tenía familia también, no son sólo ustedes. Vivía con mi abuela e iba al colegio enfrente”, cuenta Paula sobre el momento de “todos los segundos recreos”, lo que considera que era un “acto muy amoroso” que su abuela sostuvo por años.
El secuestro de su familia la tiene como sobreviviente junto a y gracias a su abuela. Fue quien les dijo a los genocidas que a esa niña no se la llevaban y se encerró con ella en un baño durante un día, hasta sentir que podían salir. “Además de haberme salvado el día que se llevaron a mi viejo, porque me agarró y dijo a esta nena no se la llevan y estuvimos encerradas en un baño durante 24 horas, me dio un hogar y cuando alguien te da eso, te salva”, afirma Paula.
Palabra abuela
“Mi abuela me salvó”, afirma Paula. Es categórica porque sabe lo que pasó con otras historias en las que el terrorismo de Estado secuestró a niños y niñas junto a sus familias. Enriqueta la protegió para que no se la llevarán y lo logró.
“Es la persona que me enseñó a cuidar. Y para mí hoy esa palabra tiene hasta un significado político, el cuidado es político, el poder cuidar a tus compañeros o compañeras, a quien querés, al prójimo. Tiene un significado político, no solamente por esta nueva-vieja mirada feminista respecto de lo que es el cuidado de las personas, que es en definitiva lo que sostiene este mundo, y tan poco valorado, sino también como una crítica a los 70, el cuidado del otro, el cuidado de las compañeras y compañeros, es un concepto que con el tiempo lo pude pasar por otro tamiz y lo valoro muchísimo más, no solamente en lo personal, porque me doy cuenta de que es mi insumo para relacionarme con mis hijos, sino que también es político, y eso lo aprendí de ella”, piensa Paula.
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En ella el pañuelo blanco estuvo prácticamente siempre. “Crecí con el pañuelo como símbolo omnipresente en mi vida, más como símbolo que como palabra. El otro día en un colegio me preguntaron cómo fue el día que me enteré que mi viejo era un desaparecido o que mi abuela militaba en Madres. Y les decía que no hubo un día en el que yo me enteré: crecí ahí y, como somos seres sociales, por más que mi abuela militaba en Madres, en esa época en mi familia no se hablaba, entonces los símbolos eran muy importantes, no había palabras, había símbolos”.
Con el tiempo, Paula se unió a la agrupación H.I.J.O.S. (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio). “Hasta ese momento, mi objetivo en la vida era meter a los milicos en cana y todavía lo pensaba desde un lugar absolutamente individual, pensaba voy a ser abogada para meter a los milicos en cana”. Una vez en el organismo, esa búsqueda se volvió una acción colectiva: “El impacto que tuvo en mí lo podría simplificar en dos imágenes muy recurrentes: una de ellas es yendo a las marchas con mi abuela cuando la agrupación H.I.J.O.S. no existía y para mí ir a esas marchas era yo haciendo puchero, que tenía que ver con un impacto emocional, sentir una angustia tremenda, y después, nunca más tuve esa cara, después tuve cara de alegría y fiesta total, que es la lucha con pares. Fue un pasaje que tuvo mucho más que ver con pocas palabras y con mucho acto”.
Enriqueta, una gran cuidadora
Detrás de la lucha, Paula ve la importancia del cuidado: “Enriqueta es una gran cuidadora. Es una persona que nos ha cuidado a todos y a todas. Inclusive el pañuelo tiene que ver con ese cuidado para sus hijos, que están desaparecidos, y en su militancia, también cuidaba a los demás, siempre la ibas a encontrar en lugares muy cercanos a la lucha política de su organismo, pero muy vinculada a los sectores populares.
A lo largo de su vida, Enriqueta optó por la mirada hacia un otro, lo colectivo: "Mi abuela ha elegido naturalmente estar con los sectores más populares, si vos la tuvieras que ver en una línea que atraviesa toda su vida es: ella cuida. Mi abuela cuidó toda la vida y su militancia tuvo que ver con eso también. Está en mí todo el tiempo. Nos cuidó con la comida, en el sentido de esos olores, ese pan dulce que hacía en las navidades, esas pizzas que amasaba, esos pulloveres que tejía. Una persona a la que nunca le interesó la palabra en exceso, siempre pensó mucho más en el acto”.
Mabel, hija de Esther Ballestrino de Careaga y Raymundo Careaga: “Siempre luchó por los derechos”
El 13 de septiembre de 1976 los genocidas desaparecieron a Manuel Carlos Cuevas, compañero de Mabel. El 17 de junio de 1977 secuestraron a Ana María, hija de Esther y Raymundo, militante de la Juventud Guevarista, embarazada de tres meses, quien fue llevada al centro clandestino Atlético y liberada el 30 de septiembre del mismo año. Buscando a su hija y a su yerno, Esther se une a las Madres de Plaza de Mayo.
El 8 de diciembre de 1977 Esther fue desaparecida al salir de la iglesia de la Santa Cruz y llevada a la ESMA. Fue asesinada en un vuelo de la muerte. Su cuerpo regresó con el agua y fue enterrado sin nombre en el cementerio de General Lavalle. En 2005 el Equipo Argentino de Antropología Forense lo identificó.
“Mi mamá era diferente a las mujeres de esa época. Desde que tengo recuerdo, que deben ser los 4 años, más o menos, siempre mi mamá trabajó. Siempre estuvo mucho tiempo fuera de mi casa”, recuerda Mabel Careaga. También cuenta que cuando vivían en La Pampa su madre tenía una farmacia y atrás estaba la casa: “Fue el tiempo que yo más recuerdo que estaba en la casa porque en realidad el trabajo quedaba pegado a nuestra casa”. Era el tiempo en el que Mabel iba a la escuela primaria.
“Le encantaba tejer. Se pasaba el tiempo que podía tejiendo, pero eso no le impedía hacer otras cosas, ella tejía y te hablaba, tejía y miraba televisión. Se sentaba a tejer en un sillón verde y veía el programa La caldera del diablo”, cuenta Mabel, asistida en la memoria por su hermana Esther, quien también le recordó que su mamá compraba la revista Vosotras, entre otras, como Labores.
Paseos en el Tigre y la vida diaria
Una de las actividades que más disfrutaba hacer Esther era ir al Tigre: “A mí mamá le encantaba. Decía que todo lo que es el río y el paisaje del Tigre le hacía acordar a Paraguay. Entonces, los fines de semana que podíamos íbamos al Tigre, con mi mamá y mi papá, y a veces, aunque no fuera mi papá, íbamos nosotras tres con mi mamá a alguna isla, era un paseo que hacíamos seguido. Me acuerdo que tomábamos el colectivo, nos bajábamos en Barrancas de Belgrano, tomábamos el tren, tomábamos la lancha y pasábamos el día. Después nos volvíamos. A ella era algo que le encantaba hacer. Llevábamos sandwiches y sopa paraguaya que preparaba mi mamá”, repasa Mabel.
Desde su memoria, Mabel recuerda a su madre como una persona muy laboriosa: “Una mirada diferente que tenemos con mis hermanas es que ellas dicen que mi mamá cocinaba y yo no tengo recuerdo de mi mamá cocinando. Mi mamá no cocinaba nunca, salvo sopa paraguaya, o algún bife, pero no tengo el recuerdo de que fuera una persona a la que le gustara la cocina o hiciera platos muy elaborados. Para nada, todo lo contrario. Vivíamos con mi abuela y a la que recuerdo más en la cocina es a ella. A mi mamá la tengo más trabajando".
Después recuerda que compraron una farmacia y se iba a la farmacia, que quedaba en Flores. "Me acuerdo que se levantaba a la mañana temprano, nos levantaba, nos hacía el desayuno, nos peinaba para que fuéramos a la escuela. Nos pasaban a buscar, era una camioneta del transporte escolar, y ella antes hacía el pedido del medicamento para la farmacia. Cuando fui un poco más grande le pedí si me dejaba hacerlo o ayudarla en la farmacia. A veces salíamos del colegio, cuando empezamos a viajar solas, e íbamos a quedarnos con ella en el local". Todavía la familia vivía sus momentos de encuentro y cotidianidad, en los que la política estaba siempre, desde las historias familiares de Esther y Raymudno, militantes del Partido Revolucionario Febrerista (PRF).
La familia y los secuestros
“La acompañé mucho a mi mamá cuando desaparecen a Pancho (Manuel Carlos Cuevas). Teníamos alguna idea de lo que pasaba, pero no en la medida en la que pasamos a tenerla con la desaparición de él. Ahí es cuando ella empieza a acompañar a mi suegra a hacer los primeros trámites para encontrarlo, dónde estaba trabajando, ver la comisaría que correspondía a la fábrica, los habeas corpus”. En ese momento, Mabel estaba embarazada de tres meses de su hijo Carlos, quien no llegó a conocer a su padre.
Piensa en las Madres organizándose en pleno genocidio, mientras buscaban a sus familiares: “La idea era encontrarse todas para ir a la cárcel de Devoto, para ir al Regimiento de Patricios, a tal dependencia. Se organizaban para ir cada día a un lugar diferente y hacían preguntas, una tras otra. 'Estoy buscando a mi hijo, a mi hija, que está detenido', decían. Hasta que llegan a la Plaza para que se viera lo que estaba pasando".
“Cuando la secuestran a Ana tenía puesto un saco, en esa época se usaban sacos gordos, de lana gorda, rosa, que le había tejido mi mamá, hermosísimo. Cuando fuimos a preguntar a la parada del colectivo, el diariero de ahí nos dijo: una chica de pelo largo con un saco rosa. Tal vez a partir de ahí, de la desaparición de Ana, es cierto que ella tejió menos. No recuerdo que le haya tejido algo a Carlitos, que fue el único nieto que conoció. Me parece que no le tejió nada, porque Carlitos nació en marzo y a Ana la secuestran en junio. Fueron muy poquitos meses y creo que ya no le tejió nada”, cuenta Mabel sobre su familia, pensando en qué cosas cotidianas pueden haber cambiado con el terrorismo de Estado.
También dice Mabel que su mamá “siempre luchó por los derechos y por sus propios derechos, porque ella quería estudiar Medicina y su familia no la dejó porque decían que era una profesión de hombres, y ella estudió Bioquímica y Farmacia, que antes era una sola Carrera” y que “su actividad política estaba vinculada a lo que pasaba en Paraguay”.
Los vuelos de la muerte
“En marzo del 78 publican un artículo en un diario de Suecia (donde ella estaba exiliada), de una entrevista a mi papá, quien, según el periodista, dijo que uno de los cuerpos que habían aparecido en la costa en diciembre del año pasado podía ser su esposa. Tengo grabado en sueco el titular que decía mi papá. Lo llamo y me dice que el periodista escribió lo que quiso. Lo que supuse después, tratando de saber por qué esa información había sido tan precisa, es por cables de la embajada de Estados Unidos, que ya sabía que los cuerpos eran de las Madres y de las religiosas. El primer contacto que tengo con esa figura de los vuelos de la muerte fue en el 79 cuando las chicas salen de la ESMA y dan una conferencia en París y hablan de los vuelos y del Grupo de la Santa Cruz. Que estuvieron muy poco tiempo, que estuvieron muy aisladas del resto. Que las vieron con los ojos vendados. Que una preguntaba por los nombres de las personas que estaban ahí porque pensaban que las iban a largar y dicen que los traslados tenían que ver con la muerte y hablan de los vuelos. Lo de Astiz recién en el 82, con las Malvinas”, cuenta Mabel.
“Te puedo asegurar que lloraban, que estaban tristes, sin embargo al día siguiente se encontraban y veían a dónde ir y seguir, con toda la tristeza y el dolor a cuestas, enfrentándose a un enemigo que tampoco ellas sabían la magnitud de lo que era”, dice Mabel y recuerda que el siguiente jueves a los secuestros del Grupo de la Santa Cruz, las Madres volvieron a la Plaza.
Mayte, nieta de Marta Ocampo de Vásquez: “Abuelísima”
El 14 de mayo de 1976 los genocidas desaparecieron a María Marta Vásquez, embarazada de un mes, con su compañero César Amadeo Lugones Casinelli. Fueron llevados a la ESMA. Militaban en la Juventud Peronista (JP) y en el Movimiento Villero Peronista (MVP). En su búsqueda, Marta se unió a las Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, organismo que llegó a presidir. Falleció en 2017 a los 90 años sin haber encontrado los cuerpos de su hija y yerno, ni haber tenido más información sobre el nieto o nieta que debió nacer en cautiverio.
La casa de Marta fue un lugar de la familia y también de las Madres. En su último tiempo con vida, se encontraban ahí para hacer su reunión semanal. “En la casa de Marta se hacían todos los tés donde iban las Madres, era un punto de reunión de ellas, sobre todo en el último tiempo cuando Marta ya no podía salir tanto y estaba más en su casa, todas las Madres iban y hacían la reunión de los lunes en su casa”, recuerda su nieta Mayte.
“Hablábamos mucho, siempre tenía alguna anécdota para contar, algo que le inquietaba y quería charlar. Tengo recuerdos de Madres que han fallecido hace mucho tiempo, y que yo era muy chica, y tengo el recuerdo porque Marta hablaba mucho de sus compañeras. Hablábamos mucho de las Madres y de la situación del país, ella estaba muy pendiente y siempre quería estar al 100 % en todo, en Madres, en la familia y creo que lo ha logrado muy bien”, agrega.
“Fue una abuela increíble, que además logró en Naciones Unidas la Convención sobre la Desaparición Forzada de Personas. Para mí es enorme Marta. Realmente no sé cómo contarlo. Ahora que soy madre, me pregunto todos los días cómo le voy a contar a mi hijo quién fue su bisabuela, pero creo que eso va a salir en el cotidiano, hablo mucho de Marta en mi vida. Marta para mí es todo”, dice Mayte.
Entre otras cosas de Marta, Mayte conserva “un cuadro que tenía en su casa, que es el retrato de María Marta, su hija desaparecida, y lo que guardo, quizás lo más importante de ella que tengo, es el pañuelo blanco con los nombres de María Marta y de César, que para mí es el mejor recuerdo de ella. El pañuelo es un símbolo de amor, de lucha, es el símbolo más fuerte de nuestra historia. Las viejas lograron con esa genial idea de llevar el pañal de sus hijos para reconocerse entre ellas, que sea un símbolo que se conozca mundialmente. Es un símbolo de nuestra historia, pero es un símbolo basado en el amor y en la lucha por sus hijos, por sobre todas las cosas.
La abuela Marta
“Lo que más recuerdo es cuando me iba a buscar al Jardín y me llevaba a la plaza, íbamos mucho a la plaza de la Recoleta, a los juegos, con ella y con Perucho, el abuelo (José María Vásquez)”, empieza Mayte. “Siempre cocinaba y hacía unas sopas increíbles, tengo mucho el recuerdo del olor de su cocina. Una vez por año, siempre que venían mis hermanos, que viven afuera, ella organizaba un encuentro de primos, éramos todos los nietos y ella en su casa, preparaba de todo un poco, las comidas preferidas de cada nieto, el gusto dulce, el salado, era un momento de mimos hacia todos sus nietos. Era su momento de abuelísima”, agrega sobre su abuela Marta.
“Siempre tuvo un lugar muy importante en mi vida. Pasaba mucho tiempo con ella cuando era chica, mi otra abuela no vivía en Buenos Aires. Marta era el refugio cuando papá y mamá salían o tenían una fiesta, yo me iba a dormir con los abuelos. De más grande, cuando ya iba sola a su casa, siempre hacía algo para que fuéramos a verla. Siempre estaba muy atenta a todos sus nietos y buscaba que los nietos estuviéramos atentos a ella también. Siempre estuvo muy presente. Venía a los actos escolares, venía a los cumpleaños, hacía las tortas”, así la recuerda a Marta, quien falleció en 2017.
Sobre el legado de su abuela, deja en claro la importancia de la escucha: “Sin lugar a dudas, de Marta lo que aprendí es a ser completamente diplomática, a escuchar primero y después hablar o contestar, de ser muy concisa en las respuestas o en lo que quiero transmitir, que no hace falta hablar tanto, sino que con decir dos o tres cosas ya se puede entender. Marta era así. Decía una palabra y no hacía falta más. Pero sobre todo a ser muy diplomática. Y a no bajar los brazos. La lucha es para siempre y la tenemos que continuar, sea como sea”.
La abuela cotidiana, la que no se conocía públicamente, es recordada por su nieta. “Se levantaba, escuchaba la radio, desayunaba en la cocina y después se preparaba para salir. Siempre tenía algo para hacer, era raro que se quedara en su casa pasando el día. Siempre a algún lugar iba. En los encuentros familiares siempre llevaba algo, por ejemplo, la tarta de zapallitos. No hay alguien en la familia que no recuerde ese sabor tan particular. Era siempre la reina, todo giraba en torno a ella. En las fotos siempre está ella en el medio y todos rodeándola”.
La casa de Marta también es contada por Mayte. Esas casas que tuvieron sillas vacías en los cumpleaños, en los encuentros familiares. Esas fotos que se pudieron guardar, a veces hasta en la clandestinidad. ¿Qué guardaba Marta? “Era una gran coleccionista: coleccionaba cucharas, palomas, cubiertos, platos de distintos lugares del mundo, y nos hacía medio coleccionistas a sus nietos, a mí de cada viaje me traía una muñeca, por ejemplo, así que tengo mi colección de muñecas armada por ella. Tenía muchos adornos. A cada lugar que iba traía cosas, así que había un poco de todo. También tenía una colección de imanes que ocupaba toda la heladera. El libro de recetas de tortas de Marta lo tienen mis primas”.
Y, tal vez, todavía más adentro de la casa de Marta, Mayte la recuerda viendo novelas: “Todas las telenovelas que se te puedan ocurrir que estuvieron en la televisión argentina, Marta las ha visto, sobre todo a la noche. A partir de las nueve de la noche, terminaba de comer y las veía, hasta se dormía mirándolas. De hecho, terminé viendo novelas por Marta, por ir a su casa”.