¿Hasta cuándo?: la “espera” como mayor capital político de Javier Milei

27 de julio, 2024 | 19.00

El plan de transformación de la Argentina impulsado por Javier Milei recobró fuerzas a partir de la aprobación de la Ley Bases. "Definitivamente empezamos otro país", había dicho el Presidente en tono celebratorio luego de conseguir la sanción de la norma que se suma al DNU 70/2023 y que incluye más de 800 reformas estructurales. Envalentonados por la conquista y el apoyo de vastos sectores de la oposición y los gobernadores, los principales encargados de impulsar este nuevo modelo no se conforman y van por más.

Esta semana se conocieron dos nuevos proyectos, bajo la firma de Sturzenegger, que el gobierno buscará instalar en la agenda e impulsar en los próximos meses: una reforma laboral, que contiene entre otras cosas la posibilidad de ampliación de la jornada de trabajo a 12 horas, vía convenios colectivos de trabajo; y una reforma previsional que incluye la suba de la edad jubilatoria de mujeres y hombres a 75 años y la posibilidad de inscribirse en un Régimen de Capitalización Individual o AFJP. Para lograr sus objetivos deberá sentarse a negociar y conseguir los apoyos del Consejo de Mayo, diputados y senadores, la CGT y los principales representantes del sector empresarial privado.

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Ambas iniciativas resultan tan ambiciosas para el establishment y el avance del gran capital, como dañinas para la salud y el bienestar de los argentinos y las argentinas. En el caso de la reforma previsional la justificación del gobierno es meramente numérica y recaudatoria, ya que desde su mirada fiscalista entienden que actualmente la gente vive hasta los 90 años y durante ese período de tiempo en el que una persona no aporta representa un gasto para el Estado. En este punto Argentina parece retroceder: mientras en gran parte del mundo se resignifica la vejez desde un paradigma político de derechos humanos, dignidad, calidad de vida y acceso al disfrute, en nuestro país los libertarios viraron hacia la remercantilización de las prestaciones sociales y la introducción de la conceptualización de dicha etapa vital como un asunto del derecho privado. Pareciera ser que el objetivo es que la gente no llegue a envejecer dignamente, que tenga una expectativa de vida corta y limitada a su rol productivo en el esquema económico y social liberal. 

Con respecto a la reforma laboral interviene sin dudas una búsqueda más profunda orientada a “modernizar” de raíz el modelo hasta ahora vigente, avanzar contra los derechos adquiridos, e inclinar la cancha para beneficiar más al sector empresarial. El plan no es novedoso. Representa un viejo anhelo de todos los gobiernos neoliberales y significa la continuación de lo iniciado en otros períodos históricos como la última dictadura cívico militar que desde 1976 encabezó una ofensiva contra el movimiento obrero y sindical; el proceso de flexibilización de Carlos Saúl Menem en los 90; la ley 25.250 de reforma laboral bajo la gestión de Fernando de la Rúa; y por último, con Mauricio Macri, el intento de concretar una reforma regresiva que no consiguió en el Congreso pero logró condensar en otros mecanismos de control como los despidos, la persecución judicial y la famosa “GESTAPO” antisindical que buscaba meter presos a los principales referentes del movimiento obrero.

Lo que sí llama la atención del proyecto de Milei en particular, y resulta innovador por la voracidad de quienes lo defienden, es la búsqueda de complicidad de la propia ciudadanía y los trabajadores para avanzar en las reformas que condensan un grave retroceso en materia de derechos, interrumpen y dificultan proyectos, e incluso van en detrimento de su propia calidad de vida. Ambas transformaciones, tanto la laboral como previsional, coinciden en que la batalla política de fondo es la que se gesta por el uso y manejo del tiempo, y quién decide sobre la cantidad de tiempo que una persona le dedica al trabajo en una jornada o a lo largo de toda su vida. En este sentido podemos recordar las polémicas declaraciones que hizo Julio Cordero, dirigente de la Unión Industrial Argentina (UIA), en 2023 en el marco de un debate por la reducción de la jornada laboral en la Comisión de Trabajo de la Cámara de Diputados donde planteó:  "Yo limito la jornada y entonces usted tiene que trabajar menos. ¿Para qué? ¿Está mal trabajar? ¿Estamos en contra del trabajo? ¿Quieren trabajar menos para ir afuera a hacer qué?".

La frase de Cordero ya no es una pregunta inofensiva, sino una brutal confesión de las peores intenciones. El poder para reproducirse y perpetuarse necesita no solamente controlar las formas en que se establecen las relaciones laborales, los derechos, los tiempos y comportamientos al interior de los espacios de trabajo, sino además necesita ampliar esos mecanismos de disciplinamiento por fuera de su rango de extensión, llegando a condicionar los hábitos, usos, costumbres, pensamientos y consumos en el espacio público, en los barrios, y en los hogares. Las tendencias absorbentes y totalizadoras se cristalizan en la continuidad que se genera entre el interior y el exterior de las instituciones y desde esta perspectiva es fundamental la influencia de la ideología como sistema de concepciones de un cierto sector social que en base a su sistema de valores, condiciona los comportamientos y representaciones.

La canción “Homero” que la banda Viejas Locas lanzó en 1990, en la previa a la peor crisis económica y social que vivió nuestro país en las últimas décadas, describe poéticamente entre sus estrofas y versos la radiografía de un modelo económico y social de precariedad, propio del neoliberalismo, y muestra cómo por fuera del espacio laboral también se van cementando entre los pensamientos de un obrero, sutil pero poderosamente, los mecanismos de biocontrol y subjetivación: “Cuando sale del trabajo Homero viene pensando, que al bajar del colectivo esquivará unos autos, cruzará la avenida se meterá en el barrio pasará dando saludos y monedas a unos vagos. Y dobla en el primer pasillo, y ve que va llegando, y un ascensor angosto lo lleva a la puerta del rancho. Dice estar muy cansado y encima hoy no pagaron. Imposible bajarse de esta rutina y se pregunta: ¿hasta cuándo?”.

Pasaron 25 años pero la foto de época es casi calcada: el cansancio y el agotamiento generalizados tras una jornada inacabable, rasgos que hoy no se limitan a las tareas de un obrero de fábrica; la vida cotidiana reiterativa y agotadora; la fila y la espera interminables para subirse a un medio de transporte y viajar en condiciones inhumanas; la resignación de sueños y vida ante la imposibilidad de transformar las condiciones por falta de oportunidades, tiempo o recursos; la fragmentación de las relaciones sociales y el avance de la soledad; el deterioro constante de la salud física y mental; y la desilusión como emoción defensiva primaria que busca destruir las chances de un proceso de resistencia u organización colectiva. Como explica Pierre Bourdieu “las categorías de percepción del mundo social son, en lo esencial, el producto de la incorporación de las estructuras objetivas del espacio social”. La práctica logra constituir, mediante las experiencias, un supuesto ‘mundo objetivo’ que en la inmediatez de la vida cotidiana se torna como dado.  En consecuencia, inclina a los agentes a tomar al mundo social tal cual es, a aceptarlo como natural, más que a rebelarse contra él u oponerle mundos posibles, diferentes o antagonistas.

En la actualidad de la Argentina la fragmentación social, la exclusión y la desubjetivación son procesos que pueden observarse no sólo en las cifras de pobreza, inflación o el aumento en los niveles de desigualdad. Los efectos del poder también se registran en los lugares físicos, las actitudes de los cuerpos y en los discursos de los sujetos. Gestos, actitudes, cercanía o lejanía con otros, velocidad de los movimientos, consumos y hábitos, son elementos de suma utilidad para analizar la realidad de las personas y el escenario sociocultural. Y si hoy tenemos que identificar una actitud que define el proceso social y político que estamos viviendo me atrevo a decir que es “la Espera”.

Nos cansamos de escuchar frases como “hay que darle tiempo”, “esperemos que cambie”, “Yo lo voté. Espero que no me defraude”; o incluso declaraciones del propio Presidente Javier Milei afirmando "Si me dan 35 años podríamos ser como EEUU". Frente a la contundencia de la crisis económica que azota nuestro país, el gobierno no apela directamente a la negación del problema o su resolución en el corto plazo, sino a su resignificación a partir del mensaje pseudo religioso del sacrificio, el sufrimiento y la paciencia como únicos caminos posibles para la refundación de la Argentina y el éxito de este modelo económico.

El sociólogo Javier Auyero explica que la espera representa “un mecanismo de dominación y control más sutil y menos evidente, constituido por ‘una serie de procesos para manejar los comportamientos de los pobres’”, en oposición al uso de la fuerza, la represión o la violencia. Y resulta mucho más potente dado que se transforma en un ordenador político invisible de la vida cotidiana, algo que parece normal y necesario. La sensación que transmite la coyuntura es que todos los días se espera que pase algo que en teoría estaría a punto de suceder, aunque no se sabe bien qué es. Mientras las personas esperan con convicción, las reformas avanzan y empeoran las condiciones. ‘¿Hasta cuándo?’, se pregunta Homero en la narrativa musical, una pregunta retórica que anticipa una espera sin límites, una espera como actitud política que se convierte entonces en un gesto de sometimiento al poder.

La espera varía según la clase social, el momento del día y las condiciones físicas del espacio. No es lo mismo esperar por la entrega de un pasaporte, que hacer tiempo parado en una sala sombría y fría para que te atiendan en un Hospital Público. No es igual aguardar por una mesa en un restaurante exclusivo de Puerto Madero, que esperar una decisión de la justicia o algún funcionario para que lleguen al comedor del barrio los alimentos que el Ministerio de Capital Humano tiene escondidos hace meses. Tampoco es lo mismo esperar sentado para subirse a un avión con destino vacacional, que esperar un lunes en Constitución la llegada del Tren Roca en hora pico para iniciar un viaje hasta Glew. Lo que transforma la experiencia en subordinación y mecanismo de control es el agregado de incertidumbre e impotencia que involucra esa espera. Paradójicamente quienes más padecen las consecuencias de la actual política económica y más necesitan del Estado y las instituciones, son los que más deben someterse a las largas esperas y los tiempos inciertos. Perder el tiempo en la espera significa perder tiempo de hacer otras cosas, perder tiempo de vida.

“Hacer esperar a los pobres es una herramienta de control para el poder que les permite vigilar y castigar. A la vez, genera una subjetividad en los pobres, quienes creen que ‘deben’ esperar y que, en ese sentido, actúan como buenos esperantes”, explica Auyero, doctor en Sociología y autor del libro Pacientes del Estado. Y aquí es cuando intervienen los agentes del Estado, funcionarios de altos rangos, poderosos, autoridades, o sujetos con alguna cuota de poder que alimentan el limbo y la falta de control de los sujetos sobre múltiples dimensiones.  No hace falta más que recordar el perverso episodio que protagonizó la ministra Pettovello en febrero de este año cuando convocó a las personas sueltas con hambre a acercarse a su cartera a pedir alimentos formalmente, iniciativa que terminó con más de 20 cuadras de personas que jamás fueron recibidas. Aquella fue una imagen paradigmática de la organización de la espera como mecanismo de control social.

Tal vez el mayor capital y logro político de este gobierno parece ser el de la espera, y no resulta casual. Según el paradigma “meritocrático” podemos interpretar la actitud del buen pobre en aquel que no des – espera, que acepta su destino, que no manifiesta su impaciencia, que ni siquiera puede cuestionarse el orden mientras recibe ayudas y subsidios a cuenta gotas como pequeñas recompensas. El buen pobre sabe esperar, a pesar de que en esa espera precaria y lúgubre se le puede ir, incluso, la propia vida. Por el contrario, el mal pobre es el desestabilizador, el ventajero, el choriplanero, el piquetero, el que acude al “clientelismo” y la política para abreviar los tiempos de la burocracia, o a las organizaciones sociales y las acciones colectivas de protesta ante la falta de respuestas.

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Fabiana Solano

Mi nombre es Fabiana Solano y tengo 34 años. Soy socióloga egresada de la UBA y casi Magister en Comunicación y Cultura (UBA). Digo ‘casi’ porque me falta entregar la bendita/maldita Tesis, situación que trato de estirar con elegancia. Nunca me sentí del todo cómoda con los caminos que me ofrecía el mundo estrictamente académico. Por eso estudié periodismo, y la convergencia de ambas disciplinas me dio algunas herramientas para analizar, transmitir, y explicar la crisis del 2001 en 180 caracteres. Me especializo en culturas y prácticas sociales, desde la perspectiva teórica de los Estudios Culturales. Afortunadamente tengo otras pasiones. Me considero una melómana millennial que aprovecha los beneficios de las múltiples plataformas de streaming pero si tiene que elegir prefiere el ritual del vinilo. Tengo un especial vínculo con el rock británico (siempre Team Beatles, antes de que me pregunten), que se remonta a mis primeros recuerdos sonoros, cuando en mi casa los domingos se escuchaba “Magical Mistery Tour” o “Let It Be”. Además soy arquera del equipo de Futsal Femenino de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA), rol que me define mejor y más genuinamente que todo lo que desarrollé hasta acá. Por supuesto que la política ocupa gran parte de mi vida y mis pensamientos. Por eso para mi info de WhatsApp elegí una frase que pedí prestada al gran pensador contemporáneo Álvaro García Linera: “Luchar, vencer, caerse, levantarse, luchar, vencer, caerse, levantarse. Hasta que se acabe la vida, ese es nuestro destino”.