En el siglo XXI la sociedad atraviesa una etapa de transición que conjuga grandes cambios a nivel político y socio cultural. Una de las transformaciones que vertebra la dinámica social actual es la ruptura con el paradigma binario y el cuestionamiento a los estereotipos de género que históricamente han ordenado las relaciones sociales. Pero no todo es color de rosa, o mejor dicho sí. A pesar de los avances y la conquista de derechos históricos a favor de las mujeres y disidencias, todavía existen fuertes focos de resistencia que, sigilosamente, persisten y se reproducen en los pequeños rincones del sistema que muchas veces ni siquiera problematizamos.
La góndola del supermercado es uno de esos rincones, nada casual teniendo en cuenta que son las mujeres las que generalmente se ocupan de las tareas domésticas y suelen decidir y ejecutar las compras en un hogar. Según cifras del Banco Mundial, basadas en datos del Boston Consulting Group y la revista Harvard Business Review, las mujeres representan aproximadamente el 70% de las decisiones de compra, y a nivel local el informe “Las Brechas de Género en la Argentina. Estado de situación y desafíos” (DNEIyG, 2020), indica que son las mujeres las que realizan más del 75% de las tareas domésticas no remuneradas. Esto las convierte en un target deseable para las publicidades y las estrategias de marketing.
En cualquier góndola encontraremos con frecuencia productos dirigidos especialmente a mujeres e identidades feminizadas. Maquinitas de afeitar color rosa, desodorantes con aromas florales, geles antibacteriales, shampoo con fotos de mujeres, mochilas con motivos de princesas, y cremas para manos, distinguidos en versiones para varón y para mujer. A primera vista la diferencia puede ser el color, la forma, el packaging, y los resultados que promete el producto, que cuando se direcciona hacia la mujer suele resaltar características como la belleza, la suavidad, o la delgadez. No obstante esa diferencia de forma implica, en el fondo, un sobreprecio que en muchos casos no tiene justificación en términos de costo de producción. A ese sobreprecio se lo conoce como Pink Tax o “Impuesto Rosa”.
Según datos del informe "Impuesto Rosa Argentina", realizado por la consultora Focus Market y publicado a principios de 2022, en promedio en Argentina las mujeres pagan un 12% más que los hombres por el mismo producto, incluso más que en 2021 cuando la brecha fue de 11%. Por ejemplo mientras la máquina de afeitar clásica (azul) sale $328, el precio de la de color rosa es $362, un 10% más caro. Esta diferencia es aún más importante si tenemos en cuenta que el promedio de ingresos de las mujeres es entre 25% y 27% inferior al de los varones, y que durante la pandemia se profundizaron los niveles de desempleo, pobreza, pérdida de ingresos y una mayor carga de trabajos de cuidado. Las mujeres, además, estamos subrepresentadas en el mercado del trabajo remunerado lo que nos expone a mayores niveles de informalidad laboral.
Nora del Valle Giménez, senadora nacional del Frente de Todos, presentó esta semana el proyecto de “Ley de Equidad de Género en los precios de bienes de consumo” que busca controlar y evitar la aplicación del “impuesto rosa” en los productos de consumo masivo. La iniciativa propone la modificación del Artículo 8° bis, sobre “Trato digno”, de la Ley 24.240 de Defensa del Consumidor a partir de incluir la prohibición de la aplicación de precios discriminatorios de bienes y servicios sustentados en motivos de género. De esta manera sería la Secretaría de Comercio Interior la entidad responsable del control de precios y la aplicación de las penalizaciones. La legisladora señaló que "el mercado juega con sus propias reglas y todo lo que pueda aprovechar, lo aprovecha a su favor", y por eso la norma es “una forma de ayudar, apoyar, mejorar la calidad de vida y, fundamentalmente, seguir por las huellas de la lucha por la equidad de género”.
La propuesta cuenta con el apoyo de la senadora por San Luis Eugenia Catalfamo (Unidad Ciudadana), presidenta de la Banca de la Mujer; Mónica Macha (FdT), presidenta de la Comisión de Mujeres y Diversidad de la Cámara de Diputados; Mercedes D’Alessandro, doctora en Economía; Candelaria Botto representante de la Asociación Civil Ecofeminita; e Itatí Carrique, secretaria de Mujeres Género y Diversidades de Salta; entre otras referentes.
El impuesto rosa, un síntoma de la desigualdad de género estructural
Micaela Fernández Erlauer es economista, maestranda en Planificación y evaluación de Políticas Públicas, y parte de Ecofeminita. Explica que el término Pink Tax o impuesto se usa “para mostrar y hacer explícita la discriminación y el perjuicio real que existe sobre todo en bienes de consumo masivos y cotidianos. Esto se suma a otras desigualdades que también se dan entre varones e identidades feminizadas que no son explícitamente en bienes masivos sino por ejemplo en los salario en el mercado laboral”. El concepto nació en 1992 a partir de una acción de la Dirección de Asuntos del Consumidor de Nueva York (DCA) para concientizar a la ciudadanía sobre la diferencia injustificada que existía en los precios de varios productos, siempre en perjuicio de las mujeres.
“La cara estructural tiene que ver con los estereotipos de género y los roles asignados a las personas desde que nacen y durante el proceso de socialización. Hay mandatos que se imparten que hacen que las conductas de las personas al momento de comprar no sean las mismas. Y además hay una contrapartida que tiene que ver con los negocios que hacen las empresas, las publicidades que exacerban los estereotipos y las personas que están pensando cómo agregar ciertas modificaciones al producto para que capten más la atención de mujeres e identidades feminizadas”, analiza Fernández Erlauer.
La senadora María Eugenia Catalfamo, quien acompaña el proyecto presentado, señala: “Las razones por las que las mujeres pagan más por los mismos bienes y servicios son tan variadas como los propios productos e industrias. Hay causas que son intencionalmente discriminatorias y otras que están impulsadas por los precedentes y las ganancias. En algunos casos, por ejemplo, los productos para mujeres o identidades feminizadas son más caros porque los pequeños cambios en la fabricación, como el color, requieren materiales adicionales a un ritmo mayor. O si un producto requiere diferentes materiales y se fabrica a una escala ligeramente menor, el costo de esos materiales adicionales puede distribuirse entre menos consumidores, aumentando el precio. Además, algunos fabricantes consideran que somos ‘menos sensible’ al precio de sus productos en comparación con los hombres. Esto significa que es más probable que compremos un producto independientemente de si el precio sube o baja”.
Un punto central del mecanismo es la discriminación de segundo grado o la creación de un mecanismo de segmentación voluntaria que hace pensar al cliente que elije lo que es mejor para su necesidad: “No es que van y le venden a las mujeres, sino que los productos de disponen en la góndola de una manera determinada y dejan que las personas elijan, autoseleccionen. Acá es cuando juega directamente el rol de la persuasión y el marketing”, dice la economista. La diferencia de precios es promovida por la industria del marketing y la publicidad a través de campañas sexistas y estigmatizantes que buscan que las mujeres e identidades feminizadas consuman y gasten más dinero en ciertos rubros, considerados culturalmente “femeninos”. Es por esta razón que el Pink Tax suele encontrarse sobre todo en los productos de higiene personal, maquillaje, cosmética y perfumería, un rubro mayormente feminizados e hiper explotado por las altas presiones que se ejercen sobre la imagen corporal de las mujeres.
En 2015 el DCA de Nueva York realizó una investigación en la que comparó casi 800 productos de más de 90 marcas en sus versiones para varones y similares. Allí encontró que en promedio los productos para mujeres cuestan un 7% más que los masculinos y lo diferenció según rubros: los jugueres y accesorios para niñas salían 7% más; en ropa infantil la diferencia era de 4%; 8% más en ropa para adultos; una diferencia de 13% en productos de higiene personal; y 8% en los productos para el cuidado de la salud de ancianos.
Según Catalfamo el impuesto rosa implica que la vida de las mujeres sea más ‘cara’ y esté condicionada desde la infancia: “Podemos identificar otro tipo de discriminación que afecta puntualmente a las niñas desde muy pequeñas y que está ligada a mandatos de género impuestos desde la cultura. En ese sentido, los juguetes “de niñas” están generalmente vinculados a las tareas de cuidado y del hogar reproduciendo estereotipos que fomentan una división de tareas que limita a las mujeres a las tareas domésticas y de cuidado y dificulta su inserción en el mercado laboral y su acceso a trabajos remunerados. Asimismo, a la existencia del “impuesto rosa” se suman a otros costos como menstruar, que incluyen no sólo los costos económicos de proveernos de productos de gestión menstrual sino también costos de oportunidad cuando las mujeres o personas menstruantes no pueden abastecerse de los productos necesarios para continuar con su rutina habitual”.
“El Pink tax es una pequeña expresión de la gran desigualdad de género que venimos poniéndose en agenda. Esto no es un fenómenos nuevo, hace muchos años que se trata en el mundo, pero es la primera vez que se lleva a una ley que tiene alcance nacional – subraya Micaela Fernández Erlauer – De a poco vemos cómo el Estado va reconfigurando las pretensiones y qué cosas tiene margen para cambiar. Al buscar instalar este pequeño cambio en la Ley de Defensa al consumidor se ponen en agenda los estereotipos que se dan en un montón de otros precios visibles e invisibles de la economía, se muestra que se puede modificar y tomar acciones para que la desigualdad disminuya, y se abre las puertas para que de a poco se vayan sumando otras demandas que tienen que saldarse desde el estado”.