¿Se acabaron las utopías? Una pregunta que nos deja Horacio González en un mundo con COVID

27 de junio, 2021 | 00.05

En el mundo distópico en el que vivimos, potenciado por la realidad de la pandemia del coronavirus, cuesta cada vez más pensar en el futuro, en la planificación a largo plazo, en la mínima posibilidad que el devenir de la humanidad siembre las semillas de un mundo mejor. Además de la casi eliminación del contacto físico, que es sin duda la consecuencia más disruptiva e inquietante de la pandemia, se suma la compleja realidad sociocultural, económica y ambiental del estado de excepción.

Sin embargo con el avance del plan estratégico de vacunación y la reducción de casos en todo el mundo sí se habla de una vuelta a la normalidad. En todo caso el máximo error que podemos cometer, en ese afán por volver a la vida, sería avanzar en piloto automático y pensar que las condiciones de esa “normalidad”, hoy idealizada, no fueron en realidad las que provocaron la pandemia. Como dijo el filósofo mexicano Enrique Dussel “habría que ver las cosas con más coherencia y con cierta esperanza, no optimismo, porque atrás de todo esto esta el tema de que la humanidad puede suicidarse si sigue con la misma lógica que hasta ahora y eso es un llamado de atención. Lo que estamos viendo son contradicciones que ponen en cuestión al sistema”.

El futuro de la humanidad: debates y resistencias

Desde fines de 2019 comenzaron a generarse algunos debates interesantes a nivel universal sobre temas que están en el centro de la escena: la importancia de la Salud Pública y el rol de los Estados; la lucha mancomunada contra el cambio climático; la brecha entre los países más ricos y los más pobres; la liberación de las patentes de las vacunas; las problemáticas producto de la cada vez mayor concentración del poder; entre otros. El principal punto a entender es que el coronavirus no se trata de un hecho al azar, sino la consecuencia multidimensional del avance indiscriminado de un sistema económico, político, cultural y ambiental insostenible, y un breve anticipo de lo que puede suceder. El denominador común pareciera ser la certeza de que en el tránsito hacia una vida post Covid nada volverá a ser como antes, o en el mejor de los casos no debiera serlo.

Múltiples investigaciones, incluso provenientes de organismos internacionales como la ONU, insisten en la necesidad de reconfigurar las bases del sistema o tendremos un escenario apocalíptico antes de 2050. Según el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de la ONU, que adelantó esta semana los resultados de un informe a publicar en 2022, el calentamiento global y las emisiones de gases de efecto invernadero representan un peligro real con dramáticas consecuencias a mediano y largo plazo como la escasez de agua, el aumento del hambre, el surgimiento de nuevas enfermedades, la extinción de especies, y la multiplicación de éxodos por ciudades sumergidas como producto de la crecida de los océanos. Sin embargo en la disputa geopolítica por quien tiene la manija del asunto son efectivamente los países y sectores de la economía que detentan el poder concentrado, que son los mayores emisores de gases, los que han creado resistencias. Una muestra de ello se puede ver en la última edición de la prestigiosa revista científica The Lancet que eligió para la portada remarcar el fracaso del mecanismo COVAX para la distribución de vacunas con la frase "Los países ricos se comportaron peor que en nuestras peores pesadillas".

La Argentina, un país “punk" pensado a corto plazo

A nivel local el debate sobre el futuro tiene un lenguaje propio y suele tomar formas más estrechas. La reflexión a mediano plazo se entrelaza permanentemente con los objetivos programáticos del calendario preestablecido de la política, como las agendas legislativas y electorales, y por supuesto las medidas que puede tomar o no el Gobierno Nacional, y los Gobiernos provinciales y municipales, frente a urgencias humanitarias que no dan tiempo ni espacio. El presidente Alberto Fernández lo definió perfectamente hace unas semanas cuando dijo que Argentina es un "país punk": "Yo le decía a Néstor (Kirchner) que Argentina en materia inflacionaria es punk. Todo es hoy, no hay mañana. Todo es a corto plazo porque no hay futuro. Los acuerdos son a dos años, no a 10". Una de las mayores herramientas de dominación de los pueblos es la instalación del sentido cortoplacista como método permanente de reacción ante los estímulos, como estructura de pensamiento individual, pero también como forma de acción colectiva. En una Argentina donde a las grandes mayorías la vida se les presenta como  una carrera permanente de obstáculos, un camino de avance y retroceso constante y agotador, pareciera no haber tiempo para planificar el futuro.

Es que lo que vivimos hasta hoy no es casual, es uno de los mayores logros de la fragmentación social y el proceso instaurado por la última dictadura cívico militar, un modelo social automatizado que debilitó la materialidad de las relaciones sociales que anteriormente unificaban y organizaban las dimensiones clave de la vida de las personas. El mero cortoplacismo también fue alimentado durante los cuatro años que gobernó Mauricio Macri, flagelo que continua en muchas dimensiones hasta el día de hoy, básicamente porque a pesar de perder el ejecutivo los sectores del poder concentrado siguen manejando espacios clave que restringen la vida democrática como la economía, la justicia y los medios de comunicación. Se hace evidente que la dinámica política de lo posible se ve condicionada por el bloqueo permanente de las élites a reformas fiscales, judiciales o económicas que buscan generar una forma más progresiva de redistribución y un sistema más justo. Sobre todo porque el poder está inserto en las relaciones sociales y no necesita una plataforma institucional donde pararse, como sí lo requieren los proyectos de corte popular o comunitarios como el que encabeza el Frente de Todos. Para desordenarnos la vida el poder es sumamente efectivo y rápido, pero un proyecto que pueda volver a ordenarla puede tardar décadas.

Horacio González y una reflexión sobre la utopía

El siglo XXI nos enfrenta a desafíos para los cuales pareciera que nos faltan herramientas, o no las hemos encontrado todavía. La imagen distópica o difusa puede funcionar como advertencia, o como síntoma de lo que está por venir. El sentimiento que nos envuelve sobre la inminencia del futuro ha pasado de la esperanza al miedo, de la certeza a la incertidumbre, de la abundancia de sentido al nihilismo o en principio a cierta sensación de vacío. En esta línea Horacio González, sociólogo y pensador nacional a quien despedimos con mucho tristeza esta semana, ya se preguntaba en una nota publicada en Página 12 en 2018, incluso antes del coronavirus: “¿Se acabaron los planes? ¿Viviremos en trasfondos históricos abismales, con democracias sometidas a las presiones restauradoras de las nuevas derechas, de las corporaciones de interesas y de los insustanciales que por doquier pontifican sobre la securitas? Toda sociedad –toda historia–- puede tener un plan, sin acaso animarse a computarlo como quinquenal, siquiera trienal. Pero lo que seguramente no debe dejar de tener es un rasgo de utopía. Proyectos caen, fenecen, cuando se agota la veta soñada, la vislumbre utópica. Se trata de lo que no está visible pero que representa la cauta esperanza de los pueblos, que se halla en tempo presente y no en el futuro, que exige una preciosa valentía colectiva”. 

La incertidumbre en la actualidad se ha instalado como un valor en muchos casos positivo, lo cual constituye un género novedoso que consiste en desentenderse de los últimos vestigios del modelo de Estado de Bienestar y las luchas revolucionarias del siglo XX. Simultáneamente la independencia y disociación del capital con respecto a lxs trabajadorxs, y su capacidad ampliada frente a la política e instituciones, ha fundado un panorama basado en la inexistencia de normas, una baja credibilidad en las instituciones tradicionales y una población dócil. A falta de seguridad a largo plazo nos consolamos con la “satisfacción instantánea” del consumo, por lo que la mayoría de la población es integrada en el papel de consumidores, ya no de productores o ciudadanos. Esto  colabora con una política de la vida privatizada y la retirada de la “comunidad política” y la acción colectiva, junto con la configuración de un nuevo orden mundial sustentado en la profundización de las asimetrías y nuevas formas de exclusión social.

Horacio González tal vez haya sido uno de los últimos pensadores acerca de un mundo intelectual, político y cultural que se va apagando, que está en crisis y comienza a transformarse en algo que aún no conocemos. Justamente la confianza fundamental en el futuro es la que se ha disuelto y es esa condición de  impotencia e  inadecuación lo que caracteriza al malestar de la cultura. Podemos preguntarnos entonces qué pasa si por el devenir de la sociedad contemporánea o modernidad “líquida” como ingrediente fundamental del cambio  de mentalidad dejamos de pensarnos como sujetos y ciudadanos, dejamos de pensar sobre el futuro en términos colectivos, si abandonamos por completo el ejercicio de reflexionar e imaginar y diseñar el país que queremos.  Cuando aceptamos la impotencia, la sociedad deja de ser autónoma, de definirse y dirigirse a sí misma. Si no lo pensamos y empujamos desde la política con una mirada nacional y regional, ¿entonces quién lo piensa?

En septiembre de 2019 Horacio González planteaba, en una entrevista en la revista Paco Urondo, que “si realmente ocurre este formidable episodio de la derrota electoral del macrismo, a la Argentina le cabrá luchar en condiciones muy desfavorables para establecer una posición original, soberana y de corte humanístico que tenga en cuenta el sufrimiento de las grandes poblaciones, no sólo de la Argentina sino del mundo. Es decir, hay un proyecto que puede reformularse de la Argentina en su intervención de la política mundial que herede las mejores tradiciones del modo en que Argentina ha opinado sobre el mundo en toda su historia”. Un movimiento en este sentido se vislumbró en la necesidad de Cristina Fernández de Kirchner de explicitar en el marco de un acto de inauguración de un Hospital en la Provincia de Buenos Aires un mensaje que puede parecer infantil o hasta cliché en el contexto que vivimos pero que funciona como un espacio de maniobra en la lucha por el sentido: "Vamos a salir con la vacuna, vamos a volver a ser felices". Ya no suena como una pregunta, que puede ser el lenguaje del pensamiento, sino como una certeza, una señal de re largada de un camino político que fue interrumpido por cuatro años regresivos y luego por  la pandemia, y puede ser retomado, sometido a una dura prueba de realidad, pero con definiciones atrevidas, y nuevos lenguajes. ¿Tenemos la fuerza política y los recursos suficientes para empezar a re-pensar el futuro de la Argentina? ¿Será el peso de la calle el que empuje hacia esos horizontes?