Juan José Brusasca viajó en varias oportunidades a la Antártida por su labor como especialista en telecomunicaciones. Participó tanto en campañas temporales como invernales brindando apoyo logístico durante años. Sin embargo, su gran hazaña se dio en 1999 al ser partícipe del último gran evento de exploración antártica realizado por argentinos. Una epopeya de siete hombres luchando por la supervivencia en un medio extremadamente hostil. Una proeza casi irrepetible para conservar la soberanía en el sexto continente. A pesar del paso del tiempo, personas como Juan, buscan sacar a la luz las miles de historias fundadas en los rincones más inéditos.
El protagonista de esta historia nació en Alcira Gigena y a los pocos años se radicó con su familia en Río Cuarto, Córdoba. “Tanto mi hermano como yo estudiabamos en una escuela técnica y éramos unos apasionados por la electrónica. Pero un día nos enteramos que podíamos estudiar telecomunicaciones -una especialidad vinculada a la electrónica- dentro de las Fuerzas Armadas y no lo dudamos”, señaló Brusasca, quien a los 15 años se mudó a Buenos Aires con su hermano con el objetivo de ingresar al Ejército y realizar un recorrido más que importante en expediciones continentales.
Juan se desempeñó como especialista en sistemas de comunicaciones, como técnico en electrónica y como técnico superior en telecomunicaciones. Luego de unos años escribió “Antartandes” y “La ruta del sastrugi”, dos libros que relatan expediciones terrestres al Polo Sur Geográfico.
Su esmero y compromiso se vieron plasmados desde el momento en el que Juan José decidió dejar su hogar, su familia y amigos para convertirse en un hombre capaz de luchar por la soberanía del país. “Para obtener y mantener una porción del territorio antártico tenes que realizar acciones reales; tanto institucionales como de exploración”, mencionó el argentino que obtuvo el título en las Fuerzas Armadas y se presentó como voluntario para trabajar en la Antártida.
Exploración antártica: el viaje a la Base Belgrano II
En 1999, tanto Juan como otras 24 personas fueron seleccionadas para viajar a la Base Belgrano II. A su vez, el comandante antártico -que es quién decide hacer la expedición al Polo Sur y quién arma el equipo- llamó a siete hombres de la lista y les preguntó si querían formar parte de la operación. Como nadie se negó, instantáneamente se puso en marcha el plan. “El primer año hicimos un curso pre antártico en Buenos Aires y el segundo año hicimos la invernada en la Antártida; es decir, fueron dos años en los que nos mentalizamos y preparamos para ir al Polo Sur”, enfatizó Brusasca.
Los relevos de dotación se hacen en verano ya que el hielo es más frágil y por lo tanto el rompehielos puede acercarse a la base sin tantas dificultades. Por ende, en febrero se emprendió viaje hacia el sur. En el barco viajó la nueva dotación con sus artículos personales y también con un cargamento extra de aproximadamente 350 toneladas. “La Base Belgrano II siempre tiene una reserva de materiales por si el buque no puede acercarse y en consiguiente el helicóptero hacer el traslado. Cuando se da este imprevisto, inmediatamente se crea una dotación de emergencia; es decir, quedan 6 o 7 hombres a cargo de la base, y el resto se traslada a otro lugar”, comenzó relatando Juan. “Cuando nosotros fuimos para allá, llevamos la carga duplicada para reponer lo que habían gastado. Osea llevábamos elementos para subsistir un año y también las reservas para otro año”, detalló.
La travesía y sus complicaciones
Aunque todo parecía ir encaminado, se les presentó un obstáculo. Tal vez el menos deseado para toda la tripulación. El buque no pudo llegar a la base. “Como en este caso no se podía generar una dotación de emergencia, había dos alternativas: cerrar la base o realizar la descarga en el punto que se pudiera y luego trasladar todo en motos de nieve”. El equipo tomó las riendas del asunto y pidió que el barco dejará todo el material a 118 kilómetros de la base. Desde febrero hasta mayo -momento en el que comienza la noche polar- la dotación se encargó de transportar el cargamento al refugio.
“Cada salida al terreno no era algo tan sencillo como agarrar los vehículos y partir; sino que había que prever muchas cosas. Cuando íbamos con los tractores -por ejemplo- viajábamos por doce horas hasta la barrera de hielo. Al llegar, cargabamos los materiales en el coche, dormíamos y al otro día regresabamos a la base”, confesó el argentino. Sumado a esto, en la zona de descarga había nevadas entonces el personal tenía que ir con tiempo para destapar la carga, identificar los elementos esenciales y volver a tapar todo. “Los artículos personales de muchos de nosotros los pudimos recuperar después de cuatro meses ya que no eran una prioridad”, mencionó.
En agosto, luego de la noche polar, el equipo retomó las patrullas ya que seguía quedando material en la zona. “Vivimos casi todo el año en terreno; siempre estábamos preparándonos para una próxima salida. Es más, los hombres que íbamos a participar de la expedición al Polo Sur aprovechamos esta situación para encontrar la excelencia del equipamiento. Probábamos las mudas de ropa, los amortiguadores para los trineos, las antenas. Es decir, estos viajes fueron nuestro campo de entrenamiento”.
Ya en noviembre, los integrantes de la expedición habían sumado más kilómetros en esas patrullas que en su próximo viaje al Polo Sur. No obstante, a finales de ese mes, comenzó la travesía más esperada. “Cuando haces este tipo de viajes no podes calcular cuánto vas a tardar en llegar porque marchás sobre barreras de hielo o sobre la plataforma continental pero cubierta de hielo; y en el medio también tenes que sortear muchos obstáculos”, señaló Brusasca. A pesar de ello, el equipo planificó un viaje en el que la ida duraría 45 días. Finalmente, llegaron a la base en 39 pero el trayecto fue una prueba de supervivencia extrema.
“Generalmente para estas expediciones se solicita un apoyo aéreo. Los aviones dejan la carga necesaria en distintos puntos del recorrido. Entonces vos siempre vas para adelante, no tenes que retroceder. En nuestro caso, pedimos ayuda pero no la obtuvimos”, confesó. Ante esta realidad, todo lo que necesitaban para sobrevivir en la intemperie debían arrastrarlo ellos. “La complicación más grande que tuvimos fue el combustible. Como no podíamos parar y cargar en una estación, lo teníamos que llevar con nosotros en el trineo. Imagínate combustible para hacer 3000 kilómetros entre ida y vuelta”, destacó el riocuartense.
La travesía los obligó a avanzar 50 kilómetros, frenar para descargar los trineos, retornar al punto anterior para volver a cargar el material restante, y avanzar nuevamente hacia el próximo punto de descarga. Esta dinámica la mantuvieron durante todo el recorrido. “Uno está acostumbrado a las rutas que hay en un país y dice que 1500 kilómetros se hacen en uno o dos días pero imaginate una moto tirando de tres trineos con kilos y kilos de carga; es como manejar un camión con un acoplado. Hacíamos con suerte 15 kilómetros por hora, y en el medio esquivabamos sastrugis, grietas y deformaciones”, observó Juan.
A la cabeza iba el hombre más experimentado: el guía polar. Generalmente son personas de montaña así que ya tienen conocimiento del espacio. En segundo lugar estaba el jefe de expedición y en tercer lugar el encargado de las comunicaciones. Los demás puestos podían variar. Sin embargo el último tenía que ser el mecánico ya que, en caso de que se rompiese un vehículo de adelante o incluso el propio, podía arreglarlo.
39 días y cada vez más obstáculos
Los 39 días consistieron en desayunar temprano y potente, marchar durante 12 horas y cenar cuando bajaba el sol. A la noche algunos se encargaban de armar las carpas mientras otros preparaban el equipo de comunicaciones para pasar un reporte a la Base Belgrano II y a Buenos Aires. No obstante, cada día que pasaba era un incremento del deterioro físico y mental. La falta de sueño, comida y calor se hacían cada vez más presentes cuando los muchachos avanzaban hacia el sur.
“Cuando marchas tenes que estar atento a tantas cosas del momento que no tenes tiempo de relajarte. Vivís bajo constante presión porque estás manejando un vehículo y en el mientras tanto te fijas que no se desaten los materiales, que no tropieces con una grieta o que no se te baje el cierre de la campera; es decir, tu mente está concentrada en eso. Si te distraes un segundo, la Antártida te devora”, subrayó Juan José Brusasca.
En el medio del viaje se toparon con un nuevo obstáculo: el clima. Tuvieron temporales durante siete días seguidos por lo que no podían salir de la carpa ya que, de hacerlo, ponían en riesgo su vida. “Esta situación nos perjudicó la llegada”, comentó Juan José haciendo referencia al deseo que tenían de llegar antes del cambio de milenio. Fueron días interminables pero los aprovecharon para descansar y recargar energías. Pese a ello, el 5 de enero del 2000, luego de tanto sacrificio, los siete argentinos pisaron el Polo Sur.
La llegada y la recompensa: hacer valer la soberanía
“Al llegar a la base Amundsen-Scott todos se sorprendieron”, dijo el riocuartense. Nadie podía creer que siete personas habían viajado en motos durante tantos días; ellos mismos tampoco podían creerlo pero allí estaban. Se quedaron en la base durante cuatro días para reponerse físicamente y para bajar a tierra todo lo que estaban viviendo. No obstante, los días pasaron rápido y la vuelta ya era un hecho. “Los expedicionistas no entendían porque nos estábamos subiendo a las motos nuevamente. Como allí había aviones, pensaban que nosotros usaríamos ese medio para volver a nuestra base de origen”, comentó Juan. Sin embargo, la expedición ya estaba planificada y no estaba entre las opciones cambiar el medio de transporte. Es por ello que los argentinos comenzaron su viaje de regreso; marcharon durante 11 días pero, esta vez, con los trineos livianos y con la pendiente descendente.
“Cuando hicimos los cálculos de los kilómetros que recorrimos, el resultado no fue 2500 o 3000 sino que el doble”. El desgaste físico tuvo consecuencias -en mayor o menor medida- en los expedicionistas. El hecho de viajar durante tantas horas y no poder hacer las cuatro comidas les provocó una disminución de peso corporal. “Algunos bajaron 7 kilos y otros llegaron a perder 16”, subrayó Juan José. Pese a ello, fue un viaje que los marcó para el resto de su vida: “Estar en una base con las mismas personas, durante tanto tiempo, y enfrentando situaciones extremas te une y crea una hermandad muy fuerte”.
“Jamás hubiese pensado en escribir un libro. Pero acá estoy escribiendo mi tercera edición ya que en la Antártida se viven muchas experiencias que merecen no quedar en el olvido sino más bien formar parte del legado histórico”, confesó Brusasca,uno de los siete argentinos seleccionados para realizar esta travesía que los ponía entre la vida y la muerte. No obstante, el compromiso y amor por la patria hizo que estos hombres dejasen de lado sus afectos y pusiesen en primer lugar la bandera albiceleste. A pesar de los obstáculos que se les antepusieron, lograron su cometido: hacer valer la soberanía de Argentina en ese territorio.