La paleta de colores de la Antártida es reducida. Con apenas un puñado de tonos se puede pintar el paisaje que se ve desde la Base Marambio. Azul oscuro en el mar, marrón en las alfombras de tierra barrosa y mucho blanco: en la nieve, en los bloques de hielo y prácticamente en todos lados, durante los días largos en que el viento cierra la vista con una cortina helada e impenetrable. Existe, sin embargo, un oasis en ese desierto pálido y sin fin. El Módulo Antártico de Producción Hidropónica (MAPHI) es un jardín pensado para brotar ahí donde todo parece oponerse a la vida. De una huerta sin tierra, escondida en un contenedor marítimo, sale la rúcula para el ritual pizzero que la delegación argentina comparte cada sábado en el fin del mundo.
El proyecto de una proveeduría de verduras y vegetales para el campamento nacional significó un cambio de paradigma en una alimentación que solía componerse en gran medida de enlatados y conservas. Pero, más allá de su implicancia en lo nutricional, el MAPHI se convirtió en un bastión de vida clavado en las entrañas del continente más inhóspito del planeta, un remanso verde que fisura la monocromía antártica y que los residentes visitan para sentirse menos extranjeros en la tierra helada.
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La idea del módulo de cultivos surgió del cruce entre las investigaciones del ingeniero agrónomo Jorge Birgi y la iniciativa de la ex Dirección de Asuntos Antárticos, cuyas autoridades pusieron en contacto al investigador con César Araujo Prado, encargado de la división Prevención de Accidentes, Seguridad e Higiene y Ambiental del Comando Conjunto Antártico (COCOANTAR). Impulsado por este organismo, el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), la Universidad Nacional de la Patagonia Austral (UNPA) y la Dirección Nacional del Antártico (DNA), el proyecto cosechó sus primeros vegetales en julio de 2022. Actualmente funciona otro módulo en la Base Esperanza y se trabaja en un tercero para el asentamiento más austral de nuestro país en la Antártida.
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El colmo de un ingeniero agrónomo
Cuando comenzó su tesis de posgrado, Jorge Birgi estaba más preocupado en poder ayudar a los productores agrícolas más viejos a no padecer tanto su labor que en establecer una huerta en la Antártida. Nacido y formado en Tucumán, trabajaba desde hacía un tiempo con las familias agricultoras de Santa Cruz. Ya había caracterizado a su universo de estudio: quienes cultivaban solían ser personas de muy avanzada edad. La cosecha en tierra requería agacharse, remover la superficie y manejar herramientas pesadas; trabajos que bajo el azote del frío austral castigaban severamente al cuerpo. La idea de cultivar sentados, sin maleza y con resultados más eficientes parecía salida de la ciencia ficción o de una fantasía de un agricultor extenuado, hasta que Birgi presentó la técnica hidropónica, una verdadera panacea contra el desgaste físico que usa soluciones minerales diluidas en agua en vez de tierra. Las plantas crecen en bandejas, tubos o bolsas que pueden instalarse en mesas o plataformas colgantes dentro de los invernaderos.
El método requería más desarrollo técnico, más observaciones y un entorno controlado, pero reducía brutalmente el trabajo físico y, sobre todo, resistía de manera excelente el inclemente frío del invierno y el viento seco del verano en Río Gallegos. “Logramos sacar la primera tanda de lechugas producidas en invierno con calefacción y luz artificial. Sin embargo, el costo era mayor, por lo que nos enfocamos en hacerlo extremadamente eficiente. Si íbamos a gastar energía en calefaccionar e iluminar, había que hacerlo en condiciones en las que cada watt genere un producto rápidamente”, explicó Birgi.
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Una vez comunicado el logro, recibió una propuesta para diseñar un modelo capaz de funcionar en un ambiente aún más hostil. La invitación que vino después, si se escucha descontextualizada, puede tomarse como un chiste de esos muy malos: “Me dijeron que el modelo que había diseñado se veía muy sólido, pero que le faltaba ajustar algunas cosas porque no conocía el territorio en el que se iba a aplicar. Y claro, ¿cómo iba a conocer?; ¿qué puede hacer un agrónomo en la Antártida? Parecía el colmo”, recordó Birgi.
Pero el planteo iba en serio. Birgi aún lo estaba pensando cuando César Araujo Prado lo apuró. Un vuelo del Hércules salía en quince días. Era eso o esperar hasta que surja otro, sin una fecha fija. “Llegué a la Base Marambio y hablé con todos. Con el usinista, el plomero, el electricista, los oficiales. Le fui explicando mi idea a todo el mundo. Imaginate que es gente que no está vinculada al sector agropecuario. Había que convencerlos de que plantar algo ahí era posible. Sin suelo, sin sol, en un lugar confinado, chiquitito. Parecía mentira”, detalló el ingeniero.
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César era uno de los motores operativos y espirituales del proyecto. Había sido, junto al jefe de la división de Gestión Ambiental, quien le había escrito a Birgi y lo había convencido de la necesidad del programa y de lo importante que era que conozca la Antártida. Sabía, por experiencia, que ese contacto con el territorio era clave y no únicamente por una cuestión técnica: “Viajé por primera vez un 20 de enero de 2011. Pasé mi cumpleaños allá y volví en marzo. Estando acá, algo de la Antártida quedó en mí. Algo de esa sociedad que se arma, del trabajo, de la unión, del aire que se respira”, contó César.
Jorge viajó en 2019. Una vez ahí, eligieron uno de los contenedores marítimos y lo equiparon. Hizo falta vaciarlo, revestirlo con lana de roca, hacerle una barrera de vapor, un piso con suelo vinílico y montarle estantes con pallet de aluminio. Trabajo. Todo es trabajo en la Antártida. Para bañarse hay que derretir hielo; para lavar hay que buscar agua en la laguna; para tener energía la usina debe funcionar perfecto. Eso, la labor colectiva, va cimentando a esa comunidad. “Todos ayudan. El que no trabaja sabe que es una carga para el grupo”, explicó Birgi.
La comunidad antártica
César recuerda la fecha exacta. La primera cosecha fue el 17 de julio de 2022. Habían plantado lechuga y rúcula. Ese sábado, como tantos otros, los cocineros repartieron la tradicional pizza de fin de semana a los residentes. El destello verde arriba del queso coronaba cinco años de trabajo, infinidad de correcciones en los modelos, pruebas, errores y ensayos. “Era una cosa de otro mundo. No lo podíamos creer. Ni en la Neumayer, ni en la McMurdo, que son las dos super bases de Alemania y Estados Unidos, respectivamente, tenían algo así”, detalló Araujo Prado.
Había, ese sábado, operarios que contaban ya cuatro meses en la base. Un tercio de año sin comer nada fresco. La hazaña, para Birgi, se resume en la cara que ponían algunos comensales. “Ese aplauso de la gente es lo que yo me llevo”, contó.
En la Base Marambio viven, dependiendo de la estación del año, entre 60 y 170 personas. Viajan desde todo el país. No hay comercios, cines, plazas y el dinero prácticamente no sirve para nada. Durante la mitad del año los días apenas duran y prima una oscuridad interminable; durante la otra, hay tardes en que el sol parece caer en un pozo de poca profundidad en el horizonte del que sale muy rápido, casi sin dejar lugar a la noche.
“De pronto hay gente que pasa un año de su vida ahí. Con las mismas 50 personas, en un entorno en que, si bien te podés mover, no se parece en nada a una ciudad. Vas de un lugar a otro y muy rápidamente empezás a repetir los lugares”, señaló el ingeniero. Para sostenerse emocionalmente, subraya, el grupo es fundamental.
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César, a su vez, también insiste en lo extraordinario de experiencia antártica. Invita a conocerla, recomienda no dejar pasar la oportunidad de visitar el lugar más inhabitable del planeta. Eso que había quedado germinando en él cuando volvió de su primera expedición fue despuntando, con el tiempo, en la forma de un amor. En el comedor de la base, contó, hay un cartel que bien resume ese proceso. Habla, a través del letrero, esa tierra helada en primera persona: “Cuando llegaste, apenas me conocías. Cuando te vayas, me llevarás contigo”.
“Quien llega rápidamente ve la dinámica que tiene el personal. Los abrazos, el compartir la mesa, el hablar con el otro como si fuera un amigo de toda la vida. Después, cuando uno vuelve a casa, se acuesta, se queda mirando el techo diciendo: «Fua, estuve en la Antártida». Y ahí es cuando uno cae y de eso no te vas a olvidar nunca en la vida”, desarrolló Araujo Prado.
En el blanco ubicuo, con mínimas de 35 grados bajo cero y vientos de hasta 120 kilómetros por hora, la imagen de algo tan frágil como el brote de una planta se vuelve difícil de imaginar. “Al principio, cuando empezamos, empezó a circular una cargada dentro del grupo. Nos decían, «¿Y cómo van las plantitas, ya tenemos cebolla, ya está lista la ensalada?». Para los dos o tres que estábamos en módulo y veíamos el proceso era algo increíble. Así que cuando los otros pasaban cerca y decían algo yo los invitaba a pasar, les pedía que me den una mano, que rieguen las plantas, les decía cómo, que agarren la jarrita y echen agua hasta la medida que está marcada en la bandeja. Ahí las veían y me decían «¡es verdad!», y se iban alucinados”, rememoró César.
Entrar en ese refugio cálido donde la vida florece ignorando la agresividad del afuera, es —según comentan quienes estuvieron ahí— poner un pie en otro mundo; el contenedor funciona como un portal a otro territorio, a una porción de eso que los residentes suelen llamar el “continente”.
El año pasado se terminó el MAPHI II en la Base Esperanza. En ese asentamiento se hiberna con familias, hay chicos y hay escuela, por lo que el invernadero es más grande y está preparado para tener otro tipo de sembrado —pimientos, tomates cherry, frutillas— aunque César advierte que todavía falta, que eso es un escalón más alto, otro capítulo al que hay que llegar. Araujo Prado también lanzó una primicia: ya se está trabajando en un módulo para la Base Belgrano II, la más austral con la que cuenta nuestro país.
“Yo quisiera que todo el que tenga la posibilidad de ir lo haga. Es una experiencia increíble. En un ambiente muy hostil se logra estar a gusto. Me llevo un grupo muy importante de amigos y el haber visto cosas que muy pocos ven”, sintetizó Jorge, mientras que César, por su parte, garantiza que el que va a la Antártida vuelve enamorado. Destaca además, la impronta nacional y a pulmón con la que se levanta el MAPHI, una verdadera barricada contra el ambiente adverso: “Nosotros compramos la luz de alta presión en una ferretería que puede estar en cualquier esquina, en bases de otros países eso se los hace Phillip; lo mismo con los sensores y el contenedor. Las plaquetas las soldamos con el ingeniero. Está todo hecho nacional, todo es de acá. Y eso también es parte de la riqueza del proyecto y de esta historia”, concluyó.