Cuando en 1950 Elías Fernández Pato, de 18 años, se subió a un barco en el puerto de Vigo con destino a Buenos Aires, no se imaginó que toda la vida viviría de las lluvias. Sin embargo, 72 años después, Elías continúa observando el cielo y las nubes, esperando el próximo chaparrón.
La paragüería Víctor, ubicada en la esquina de avenida Independencia y Colombres, fue fundada por Elías y su esposa Haydee en septiembre de 1957 y es una de las pocas que queda en pie en la Ciudad de Buenos Aires. Es también la más grande y la más conocida, lo que le valió un reconocimiento por parte de la Legislatura Porteña que la declaró Sitio de Interés Cultural de la Ciudad el pasado 3 de octubre. En 2010, ya había sido distinguida como “Testimonio vivo de la memoria ciudadana” por el Ministerio de Cultura de la Ciudad.
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“Mucho diploma, pero llover no llueve, así que esto es una miseria”, se queja Víctor, el hijo único de Elías, y quien atiende diariamente el local que desde el primer día lleva su nombre.
“En Buenos Aires hay cada vez más viento pero menos agua. Hace 70 años que no había un período tan largo sin lluvias como ahora”, afirma Elías, de 91 años. Es que al negocio le va bien cuando llueve.
Un símbolo del barrio
La historia y su fachada convirtieron al local en un negocio distintivo del barrio porteño de Boedo y sin dudas busca sobresalir por la calidad de sus productos. Algunos detalles que conforman el carácter del negocio son el toldo en forma de sombrilla en la puerta, un cartel que dice “Paragüería Víctor” con la V diseñada con un paraguas, una amplia vidriera con algunos de sus principales modelos y un cartel que dice “La vida no se trata de esperar a que pase la tormenta sino de aprender a bailar bajo la lluvia”.
Venden paraguas de todo tipo, tamaño, diseño y color, pero además, ofrecen mochilas, bastones, abanicos, capelinas, sombrillas, bufandas, calzadores, cepillos y quita zapatos.
Abajo del local funciona el taller en el que reparan paraguas. Este espacio es un túnel en el tiempo en el que además de las largas mesas de corte, aún se guardan los moldes triangulares de paraguas que el matrimonio confeccionaba los primeros años y la máquina de coser Synger con la que Haydee le enseñó a Elías a coser. Hay cajas de tornillos, tijeras, destornilladores y empuñaduras. Allí Elías también cuelga menciones que recibió de parte de agrupaciones gallegas en Buenos Aires y algunos dibujos de paraguas que niños y niñas del jardín del infantes del barrio le alcanzan cuando llueve.
Víctor aclara que las reparaciones tratan de hacerlas con los paraguas que “realmente valen la pena”. “A casi un 70% de los que traen para arreglar les decimos que no les conviene. Si insisten, le aclaramos que se está arreglando un producto de mala calidad. Pero hay gente que tiene una especie de romance con el paraguas, porque era de un abuelo, o de la madre, de un tío”, detalla.
De Galicia a Buenos Aires
Elías nació en un pueblo llamado Loñoá, en Ourense, conocida por su sobrenombre “terra da chispa”, por la tradición de afiladores y paragüeros ambulantes. Es que su Galicia natal es una de las regiones en las que más llueve en el mundo.
Vino con dos cartas que eran los requisitos indispensables para acceder a la categoría de inmigrante en Argentina: una de intención de trabajo en la Bodega Peñaflor y otra de reclamo de su tío José Antonio Gómez. Sin embargo, unos días antes de arribar a Buenos Aires su tío falleció y, en su lugar, lo recibieron unos primos apenas más grandes que él y que eran paragüeros.
Al poco tiempo consiguió entrar a la Papelera Argentina en Bernal pero, como el sueldo no le alcanzaba, le preguntó a sus primos si podía salir a vender sus paraguas por la calle para hacer unos pesos extra. Fue vendedor ambulante en la zona de Ensenada y de Berisso durante los 15 días que tenía de vacaciones en los que, para su sorpresa, ganó más plata que durante seis meses en la papelera. Así que volvió, renunció y se quedó definitivamente a trabajar con ellos.
Durante esa época, Elías empezó a frecuentar los clubes gallegos y ourensanos donde conoció a la que después sería su mujer, Haydee Lidia Gómez Dopazo, quien también tenía un destino marcado por las lluvias: era hija y nieta de paragüeros.
En 1957 abrieron su primer negocio de compostura y venta de paraguas en avenida Independencia 3910. Con el tiempo, compraron otro local que es el que funciona actualmente, a dos cuadras de aquel, sobre la avenida a la que vieron convertirse en mano única y asfaltada.
Su único hijo cuenta que nació en el medio de la paragüería y que a los 5 años daba vuelta las fundas ya terminadas de los paraguas y por cada una le pagaban diez centavos.
“Cuando terminé la facultad me puse a trabajar por mi cuenta pero después de que falleció mi mamá, en 1994, mi papá se quedó solo y terminé trabajando en el negocio. Al final, es llevar adelante la historia de la familia”, relata el hijo del paragüero.
El local funciona de lunes a viernes de 10 a 19 horas y los sábados de 10 a 13. Elías, de 91 años, vive al lado, pasa todos los días un rato antes o después de su siesta, y le gusta mostrarles a los clientes cómo usar correctamente los paraguas para que duren más tiempo. “Tratamos de vender los que no se rompen de tanto abrirlos y cerrarlos”, afirma.
Sobrevivir a todos los pronósticos
En un principio, había una persona que confeccionaba la vara, otra las varillas, otra las terminaciones y otra que se ocupaba de la tela. Los antiguos paragüeros compraban las distintas partes, lo armaban, lo cosían y luego lo vendían. Esto fue así hasta, aproximadamente, 1978, cuando el ministro de economía de aquel entonces, Martínez de Hoz, decidió abrir las importaciones.
“Empezaron a llegar al país paraguas que en ese momento se fabricaban en Taiwán. Quince de esos salían lo mismo que uno de nuestro local y bajó mucho la producción del negocio. Hubo que adecuarse a la situación y empezamos a vender también cosas importadas como sábanas y cubiertos”, rememora Víctor.
Luego, durante el alfonsinismo hubo problemas cambiarios, el dólar se encareció mucho y la familia retomó el camino de la industria nacional. “En los ’90, con Menem y Cavallo, todo eso se acabó, los paraguas dejaron de fabricarse y vino el monopolio de China continental. Tuvimos que empezar a vender paraguas chinos que, al principio, la calidad era mas o menos. Con el tiempo se fueron perfeccionando”, admite el vendedor.
Padre e hijo no solo aprendieron a surfear los vaivenes económicos del país sino que también aprendieron a romper con el presagio de la supuesta mala suerte que trae abrir un paraguas en espacios cerrados. “Hemos tenido que salir a mostrar paraguas afuera por personas que no querían saber nada con abrirlo adentro del local. ¡Yo le tengo que mostrar al cliente que el producto funciona! Para nosotros mala suerte es no abrir el paraguas porque significa que no lo vendemos”, relata Víctor entre risas.
Distintos tipos de paraguas
Existen dos categorías de paraguas: los que se pliegan y los que no. Los más largos, que suelen llevar el mote de “ingleses” son los más elegantes, los más resistentes al viento y por eso los más recomendables, pero son también los más incómodos a la hora de llevarlos todo el día. En cambio, los plegables son más fáciles de trasladar. “Esos son para los días que no está lloviendo pero está pronosticado para más tarde. Pero si salís un día de tormenta conviene llevar uno de los largos porque el viento va a romper más rápido a uno de los chicos. Una sola pieza es más duradera que una que está dividida en tres. Todas las partes movibles le agrega una posibilidad de rotura”, explica el vendedor. Ambos modelos están disponibles en el negocio y los precios están ligados al producto. “No tenemos paraguas de moda. En base a la calidad está el precio”, resalta.
Luego, existe otra línea importada de Austria y que, para Víctor, “son maravillosos”. El origen es chino pero fabricado con las condiciones que ponen los europeos que son “más exigentes”. Son de tela loden, que es la que usaban los soldados austríacos.
“Antes, comprar un paraguas era como comprar una reliquia, lo revisaban de punta a punta y se compraba para la eternidad”, afirma el paragüero.
Actualmente, además de su hijo, trabajan dos chicos que aprenden este oficio en extinción. No pasa un día sin que Elías, antes o después de su siesta, se de una vuelta por el negocio y esté pendiente del pronóstico del tiempo. “Uno quiere que el trabajo de uno de buenos resultados, pero quién hubiera pensado que esta paragüería iba a durar tanto tiempo?”.