Entran un nene y una mujer al local. Saludan, caminan despacio y con cuidado como si estuvieran en un museo y, un poco en voz baja, hablan: es el cumpleaños del chico y, como regalo, puede elegir cualquiera de las películas. Agarran cajitas, las dan vuelta, las vuelven a dejar; están así un rato, sin decidirse. “¿Cuál es más divertida, esta o esta?”, pregunta el chico. Nacho Orazzi, que sigue la secuencia desde atrás del mostrador, se acerca e interviene. Los acompaña, indaga en edades, gustos, descarta opciones y, finalmente, resuelve. Bajo la tiranía del algoritmo, el contacto humano es la última trinchera desde la que resisten los video-clubs, locales a cuyas puertas se congregaban en multitud las familias durante los fines de semana de los noventa y que hoy parecen haber trocado la masividad por la profundidad. Asediados primero por la piratería y luego por las plataformas on demand, algunos han decidido reinventarse y convertirse en negocios híbridos que combinan varios servicios, mientras que otros se aferran a la venta y alquiler de películas como actividad fundamental.
Sin embargo, cualquiera sea el modelo elegido para subsistir, hay algo en lo que Nacho, Polo y Marcelo -a cargo de Videoclip, Broadway y California, respectivamente-, coinciden: los clientes, hoy, buscan lo humano y lo simple; la recomendación, la charla y la orientación para elegir qué ver, por un lado, y la practicidad a la hora de sentarse y poner la película, sin perderse en un laberinto interminable de trailers y fragmentos del que salen sin haber completado nada.
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El fortín del cine arte
Quince años atrás, con el torbellino digital a punto de desatarse sobre el territorio de lo análogo, Víctor “Polo” Cicottino Oneill se sentó a pensar qué era lo que podría sobrevivir a esa tempestad. Los video-clubs estaban, de alguna manera, en el ojo del huracán: Blockbuster había sido sólo un pájaro de mal agüero frente al incipiente streaming de Netflix y su catálogo en constante actualización. En ese vertiginoso cauce de novedades, concluyó Polo, el cine de autor sería su ancla. No se equivocó. El Broadway cine-arte tiene aún sus amarras atadas en la esquina de Uriarte y Castillo, Villa Crespo, y su dueño asegura estar “tapado de trabajo”.
Los anaqueles del Broadway están minados de cartelitos de colores. “Cine polaco”, “cine checo”, “cine esloveno”; los letreros tejen un gran mapa a lo largo del local y ponen orden la extensa profusión de cajas. “Trabajo mucho con material europeo. Americano también hay, sobre todo de la década de los setenta y ochenta”, explica Polo.
“Ese tipo de películas no están en las plataformas. Si buscás cosas de Antonioni o de Rossellini no las vas a encontrar. Mi encare fue hacia ese lado. Tuve la visión de anticipar que ese tipo de material no iba a estar disponible y eso es lo que ahora trabajo, aparte de lo nuevo”, comenta el comerciante.
La estrategia de subsistencia del Broadway responde a un axioma evolucionista: hay que adaptarse o morir. Para su dueño, hay varios rasgos del viejo enfoque que hoy ya no son viables. Aunque todavía le quedan y cada tanto alguien los demanda, Polo ya no trabaja con el formato VHS; tampoco alquila, desde hace algunos años las películas se encuentran únicamente a la venta. Por otro lado, sumó a sus servicios la digitalización de cintas y la conversión de archivos.
Pero, al margen de las cuestiones técnicas, Polo hace hincapié en que el valor agregado del “conocimiento” es una de las claves del éxito para que el negocio siga en pie. “Saber qué director hace determinada cámara y por qué, qué diferencia hay entre Hitchcock y Fellini, por ejemplo, es información que cuando uno la brinda hace que la gente se sienta confiada y cómoda”, explica, y agrega que con el tiempo fue acercándose a directores de cine y de teatro y a nutrirse de esos intercambios.
“Yo creo que muchos de los que cerraron se quedaron en el cine americano de Schwarzenegger y de Stallone y eso para un video-club no va más”, sugirió.
Los años dorados del sector se encuadran, sin dudas, dentro de la década del noventa. Sin embargo, Polo es renuente a la nostalgia y no extraña el furor que el rubro supo tener. Cuenta que con el sistema anterior el ritmo de trabajo era más desgastante. Ahora, asegura, tiene igual o más trabajo, pero con otros tiempos y dinámicas.
A treinta años de haber comenzado en la industria, tener “carisma” y saber de cine son las dos fintas favoritas de Polo para esquivar los embates de las nuevas tecnologías y el riesgo de extinción. Además, relata, desde hace un tiempo comenzó a notar un fenómeno esperanzador para el negocio. Cada vez son más los clientes que comentan querer “llegar a su casa y ver la película sin estar buscándola tanto”.
“Creo que la gente se cansó un poco de tener las cosas en el aire, de preguntarse dónde está, si está en la nube, en qué plataforma, si la miran on-line o si la bajan”, sintetiza.
Al mal tiempo, muchas caras
Hasta las calles más transitadas se transforman en un desierto cuando juega la Selección argentina. Ni hablar cuando se trata de generaciones memorables. La de 1986 fue, quizás hasta hace algunos meses, la más hechizante. Apenas terminado un partido de esa formación, Marcelo Gasparini se lanzó a la calle junto a miles de personas que poco a poco volvían a volcarse sobre la ciudad de Buenos Aires. Iba hacia el videoclub del cual uno de sus amigos era socio para alquilar una película en su nombre. Al llegar a la puerta se sorprendió: parte del flujo de gente que paulatinamente le devolvía la vida al tránsito porteño formaba un gran coágulo en la entrada del local. Estaba repleto. “Yo tenía veintipico de años y dije: esto es un negoción", recuerda.
A partir de ese primer chispazo de interés, Marcelo comenzó a investigar el rubro. Visitó editoras, consultó los requisitos para ser cliente y buscó una ubicación atractiva. En agosto de ese año, junto a su hermano, abrieron por primera vez las puertas del California.
“Nos largamos. Al principio, fue mucho más duro de lo que yo pensaba. Pero le fuimos metiendo garra y al año nos mudamos a un local más grande. A lo largo de estos años, atravesamos todas las etapas. Las buenas, las regulares y las muy malas”, narra el dueño del comercio ubicado en Artigas 4845, Villa Pueyrredón.
Los mejores años, según él, fueron durante el alfonsinismo. En 1988, a causa de la crisis energética, el gobierno radical estableció una serie de medidas para restringir el consumo eléctrico. Entre ellas, estuvo reducir el horario televisivo a cuatro horas por día. “En ese año, la gente estaba desesperada. Venían y hacían dos filas en la vereda del local, una en cada dirección, incluso en días de semana. Se llevaban de a dos o de a tres películas. Era infernal”, rememora Gasparini.
La entrada al nuevo siglo fue con el pie izquierdo: coincidió la crisis económica con la llegada del formato DVD. Fue un período de transición en el que los casettes de VHS compitieron durante un tiempo con el nuevo soporte. A partir de 2003, Marcelo notó un repunte; el DVD se impuso y generó algo de estabilidad en el negocio, y la economía se reactivó.
El desembarco de la cadena Blockbuster, que para muchos significó el comienzo del fin, marcó un segmento “ni bueno ni malo” para el California. Si bien se trató de una competencia enorme, que ganó ubicaciones excelentes en las calles más comerciales, para Marcelo, el aterrizaje de la franquicia estadounidense se compensó con un efecto sistémico que refrescó el circuito de los video-clubs en un plano general, independientemente de si pertenecían a la cadena o no.
“Los tipos vinieron con toda la parafernalia, bien yankee. Pero quienes estábamos en el rubro sabíamos que había algo de ficticio en ese fenómeno. Era demasiada opulencia para un mercado que, si bien tenía cierto movimiento, no se correspondía con algo tan exagerado: editaban una revista, tenían gente de seguridad adentro, era una locura”, detalla Marcelo.
La onda expansiva Blockbuster arrasó con los locales más chicos, pero reflotó la presencia de los video-clubs de una manera positiva. El California compitió con una sucursal ubicada a dos cuadras durante casi una década. Sin embargo, la empresa sí ultimó a las tres o cuatro editoras nacionales que vendían películas.
Para competir con las plataformas, el negocio de Marcelo tuvo que redefinirse. “El video-club sigue, pero no es la actividad principal. Fuimos agregando juguetería, accesorios de electrónica, servicios de cobro y de paquetería. Pero la parte de las películas sigue aportando lo suyo. Todavía hay clientes que vienen a alquilar y para ese caudal seguimos manteniendo la fisonomía tradicional del local”, expone el comerciante.
El chico de video-club
Todos los apasionados tienen su ficción de origen, ese momento epifánico en el que su obsesión se les aparece como un destino irrecusable. Nacho Orazzi conserva con mucho detalle ese instante revelador: haber visto Tiburón, de Steven Spielberg, a los once años en la casa de su abuelo. “En casi toda la película no se lo ve al bicho, es la música lo que funciona ahí como elemento clave”, dice entusiasmado.
A partir de ese momento, empezó su amor por el cine y su interés por entender cómo funciona. Una historia que tiene como hitos fundamentales las asiduas visitas a los video-clubs durante su infancia y adolescencia, las películas de terror con amigos, los estudios en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) y, por último, un currículum en el que el anterior dueño de Videoclip decidió confiar a la hora de contratar un nuevo empleado.
“Empecé a trabajar en el local en 2011. Siempre me gustó recomendar películas. Poco a poco fui conociendo el gusto de las personas y comencé a desenvolverme más. La gente se daba cuenta de ese interés y me fui haciendo una pequeña reputación entre los clientes. Además, como me encantaba estar en el local, miraba un montón de películas”, describe Nacho.
A diferencia de la mayoría de sus colegas, no vivió los años locos del sector. Más bien todo lo contrario: su trayectoria en el video-club fue creciendo a la par de Netflix; su comienzo en Videoclip coincide con el año en que el gigante del streaming llegó a Latinoamérica.
“A partir de ese momento el movimiento empezó a mermar. Antes, los viernes y sábados eran días en que te tenías que agarrar porque había fila hasta fuera del negocio. No tenías descanso y el teléfono tampoco paraba de sonar”, evoca el joven. A partir de esta pérdida de fuerza del sector, Videoclip entró en un proceso de achicamiento. Se mudaron a un local más pequeño y Nacho quedó como el único empleado.
En 2016, su jefe le ofreció el fondo de comercio y aunque el panorama parecía ominoso, decidió ir para adelante. Hoy el local ubicado en diagonal 73, entre 28 y 29 (La Plata), parece un portal hacia el pasado: los afiches en el frente, las filas divididas por género y hasta la fragancia en la que se condensa el olor a plástico de las cajas con algún aromatizador de ambientes, le dan al salón los toques característicos de los video-clubs a la vieja usanza.
Como pata complementaria, hace poco Nacho empezó a hacer reparaciones de consolas. Sin embargo, el fuerte del negocio sigue siendo el alquiler y la venta de películas. En este caso, no hay una temática característica. El material es variado y va desde clásicos y culto hasta las novedades más recientes. Para cada título, Nacho tiene un dato excéntrico, un detalle inédito o una cifra inaudita. “Algunos se quieren ir rápido, pero la mayoría se queda escuchando y después vuelve”, explica.
Es a partir de este acompañamiento que Nacho se ha convertido, para sus clientes, en “el chico del video-club”. Un guía que mina datos charlando y cuyas recomendaciones, a veces, no buscan reforzar los gustos consolidados, sino descentrarlos para abrir paso a lo desconocido, a contramano de la espiral ensimismante del algoritmo.
“Mucha gente no tiene la suerte de laburar de lo que le gusta y poder vivir de eso. A mí esto me encanta y la clave está en esa intensidad que le pongo a lo que hago. La gente se da cuenta cuando vos la recibís bien, le preguntás qué le gusta y le podés enseñar algo”, concluye Orazzi.