En la calle Lavalle al 700 hay olor a café. Es una zona en la que abundan negocios de venta de accesorios para celular y regalerías de todo tipo al ritmo del grito de “cambio” de los arbolitos. El único local que sobrevive hace más de 60 años es el café notable Le Caravelle.
El que entra y sale de la cocina del bar es Ángel Soria, siempre vestido con camisa blanca y saco o chaleco negro. Es canoso, alto, habla bajito y le gusta que lo vean preparar su especialidad: el capuchino. Coloca los ingredientes en una taza y, a medida que va vertiendo el café, una impresionante espuma de leche se eleva hasta convertirse en una nube blanca, espolvoreada con cacao y canela, que sobresale la taza por tres centímetros. Es su truco de magia.
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El último café de paso
Le Caravelle fue fundado en 1962 por una familia italiana de apellido Rocca y luego lo continuaron sus hijos. Ángel trabaja ahí desde 1991. Las puertas están abiertas y la gente entra y sale permanentemente, aunque en menor cantidad que en otra época. Ángel está atento a todos los movimientos y los clientes históricos, antes de irse, lo saludan con un “chau, hasta mañana”.
La disposición de Le Carvelle es parte de su sello particular. Es un bar con dos barras alargadas sin mesas ni sillas, solo algunas banquetas sin respaldo. Ofrecen medialunas, empanadas, licuados, sándwiches y hasta hace algunos años también pizzetas y una variedad infinita de tragos. Es un auténtico “café de paso”, para tomar de parado y acodado en la barra. Además, tiene a disposición de los clientes cualquiera de los principales diarios papel: Clarín, La Nación, Página 12, Crónica y Diario Popular.
De Tucumán a Buenos Aires
Ángel nació y se crió en la ciudad de Concepción, provincia de Tucumán, junto a sus once hermanos y hermanas. De joven trabajó en una finca, en tareas vinculadas a la caña de azúcar. Hizo la “colimba” y estuvo a punto de participar de la guerra con Chile.
Llegó a Buenos Aires a principios de los años 90, en busca de nuevas oportunidades laborales. Todavía en esa época, la calle Lavalle conservaba algo del esplendor que la caracterizó a fines de la década del ’70, cuando se convirtió en peatonal y fue bautizada como “la calle de los cines”. En menos de cinco cuadras había quince salas y filas interminables para entrar a las librerías, disquerías, y restaurantes.
La cafetería comenzó a hacerse conocida hasta formar parte de ese paisaje folkórico. En la década del 80, la zona se fue poblando también de oficinas, lo que la convirtió en una de las calles emblemáticas del microcentro porteño. Los peatones se amalgamaban hasta conformar una especie de marea amorfa y densa que arrastraba a cualquiera que pasara, en medio de vendedores ambulantes y negocios de todo tipo, color y sabor.
En paralelo, Ángel iba aprendiendo el oficio de mozo. Comenzó lavando copas, platos, fue “sandwichero”, encargado del negocio y cajero. Hasta que le agarró la mano al café y aprendió a hacerlo “all’italiana”. Eso lo convirtió en su marca registrada. “La gente que viene, entra y pregunta por mí”, dice tímido y orgulloso. En su mejor época, llegó a preparar entre 3 mil y 4 mil cafés por día.
Ángel cuenta que era habitual ver entrar a Le Caravelle a distintos actores y actrices de la talla de Guillermo Francella, Amalia “Yuyito” González, Carmen Barbieri, “Panam”, Luis Landrisina y Coco Silly, entre muchos otros. También era común encontrarse con turistas italianos que, vestidos con los típicos trajes blancos y sombreros, se acercaban a tomar un whisky o una ginebra. “No se podía entrar de la cantidad de gente que había”, asegura.
La transformación de la calle Lavalle
A fines de los 90 y principios de los 2000, el país se hundió en una fuerte crisis económica que impactó en la fisonomía de los barrios porteños. La mayoría de los cines de Lavalle cerraron para convertirse en negocios variopintos y uno de ellos devino en iglesia evangélica. Esta transformación le sacó el brillo y el glamour que tanto habían caracterizado a la zona. Sin embargo, Le Caravelle fue uno de los pocos locales que se mantuvo abierto hasta 2016, cuando los antiguos dueños se vieron obligados a venderlo. El dueño actual es un antiguo contador de la firma que compró el local en ese entonces y lo volvió a abrir en 2017.
El hombre, además, es dueño de otra cafetería ubicada en la moderna y ostentosa zona de Puerto Madero a la que le puso el mismo nombre. Allí hay un mozo que intenta copiar su forma de hacer y servir los capuchinos. “No creo que haga tantos como los que hago yo acá. Podrán imitarme pero igualarme jamás”, asegura Ángel entre risas.
Con la pandemia, el cierre del turismo y la pronunciada baja de transeúntes en el centro porteño, pasó a hacer cerca de 100 cafés por día. “Era para llorar”, recuerda. Durante los primeros meses de la cuarentena, le preparaba cafés a los encargados de edificios de la zona y a los empleados de las farmacias. Él mismo hacía los deliverys, un poco a escondidas por miedo a que clausuraran el local.
El oficio de hacer café
“El otro día vino un turista italiano, pidió un ristretto y luego de probarlo me dijo: ‘inigualable’. Lo mismo sucedió con una turista mexicana hace pocos días. La gente entra y pregunta por mis capuchinos”, dice orgulloso.
El cafetero explica que la máquina de café tiene que estar a 60 grados. “Primero vierto la espuma de la leche, luego le agrego un toque perfecto de canela y cacao y por último echo el café”.
Ricardo es un cliente que frecuenta el bar desde la década del 70, cuando trabajaba en una junta de carne ubicada en la calle Florida. Conoció a los dueños originales y fue testigo de cómo se formaban tres filas adentro del local desde donde las personas estiraban la mano para agarrar la taza de café. Cuenta que el bar tenía relojes con la hora de las principales ciudades del mundo y unas carabelas talladas que hacían honor al nombre del lugar. Pascual, otro habitué del local, dice que no pisa otra cafetería que no sea esa. “Es un arte hacer café y ninguno es como el de acá. El café no se toma, se saborea”, asegura.
El 26 de septiembre, Le Caravelle cumplió 60 años y fue distinguida con una placa en la que se lo reconoce por hacer “el famoso capuchino alla italiana”, en honor al histórico cafetero.
El negocio abre a las 7:30 pero Ángel, que desde que se divorció vive en Nueva Pompeya, llega a las 10 y se queda hasta las 19. Tiene una hija, un hijo y una nieta de tres años que viven en Castelar. “La vedad es que no me imagino trabajando en otro bar que no sea este”, sintetiza.