En el mundo vivimos rodeado de miles de millones de imágenes e información que se crean a cada segundo y le dan sentido a las cosas. Pero atravesamos una crisis del criterio de verdad sin precedentes, en la que las instituciones tradicionales tienen cada vez menos capacidad de representación, y se han diluido las categorías taxativas y ordenadoras que permitían asignarles valor, credibilidad o validez. A diferencia de otros momentos donde la historia y la realidad eran narradas por los libros, lxs grandes pensadorxs, lxs científicxs, lxs maestros, los partidos políticos o lxs referentes intelectuales; el siglo XXI se presenta como un mar de datos en el que se pierden los criterios de verdad. La conversación social está compuesta por experiencias biográficas, contenidos virtuales de Instagram y YouTube, y textos sin vínculo aparente, que le hablan por separado a segmentos sociales diferenciados.
Creer que esa información que circula se instala en la opinión pública o crea sentido por el solo hecho de que existe e interpela a la población sería un grave error. No existe la autodepuración informativa o el mérito en las redes sociales . La sistematización de los datos, la forma en que son ordenados por agrupamiento, los procesos de automatización y homogeneización, dependen de los algoritmos, cuyo poder ha mutado y ya no solo miden comportamientos, sino que también los crean. La perversidad del sistema reside en que logra intervenir de forma directa sobre nosotrxs y nuestras vidas, y sin embargo no podemos verlo o tocarlo, y mucho menos detenerlo. El poder real existe por fuera de los Estados o el sistema democrático. El poder real no tiene nada que ver con lo que votamos o elegimos, y hasta pareciera ser un poder fuera del alcance del control humano. ¿Quién lo controla? A quién llamamos para quejarnos de un algoritmo?
La película de Adam McKay, ¡No mires arriba! (Don’t Look Up!), recientemente estrenada en Netflix es una muestra brutal de cómo interviene este poder en la creación de subjetividades y en la producción de comportamientos. El filme protagonizado por Leonardo Di Caprio, Meryl Streep, Jennifer Lawrence, Jonah Hill, Cate Blanchett, Ron Perlman y Timothée Chalamet, nos propone vivir, a través de la ficción y con cierto grado de exageración, lo qua podría pasar si, en las actuales condiciones de la cultura y el capitalismo, la humanidad enfrentara un desastre natural catastrófico. El guion funciona como una parodia aumentada y al mismo tiempo marca un límite, una señal de alerta, un canal de denuncia. El mensaje es contundente: si seguimos igual no será necesario que caiga un cometa para destruir el planeta tierra. El meteorito es solo una metáfora.
En 2020, por primera vez en la historia, el "Barómetro de Confianza Edelman", que hace 20 años mide la confianza en las instituciones centrales, evaluó cómo analizan los sujetos al propio capitalismo. El estudio incluyó a más de 34 mil personas en 28 países. El resultado fue más que llamativo: un 56% afirmó que "el capitalismo tal como existe hoy hace más daño que bien en el mundo". No obstante, una cosa es votar una encuesta online o manifestar preocupación, y otra muy diferente es configurar un movimiento catalizador que movilice la energía acumulada y las ideas, y eventualmente las traduzca en una propuesta electoral o política. La esencia del malestar de la Cultura radica en ese vacío, ese bache entre la emoción y la acción, es la imposibilidad de capitalizar las reacciones sociales en una mayoría social representativa.
Tal como se ve en Don’t Look Up!, el rol de los medios de comunicación es vital para que este fenómeno sociocultural y político ocurra. Me refiero a los tradicionales, como la TV o la radio, pero sobre todo las redes sociales y plataformas que funcionan como cortinas de humo e instaladores de chivos expiatorios que logran desviar la atención. Los temas de agenda son discutidos en programas y formatos que simulan espacios de debate abiertos e independientes. Sin embargo siempre son ideológicos y reproducen ideas ancladas en un sentido que se convierte en común por efecto identificatorio. Los medios concentrados son emisores continuos de mensajes que fragmentan los vínculos sociales, producen pasiones tristes y disminuyen la potencia de actuar de los sujetos.
En su libro “Subjetividad Confinada”, el sociólogo Sacha Pujó se pregunta “dónde está la voluntad del sujeto, la potencia de la política y de los Estados en el marco de la globalización tecno-financiera. ¿Qué lugar existe en el mundo en crisis, atravesado por la pandemia, para el despliegue del sujeto colectivo, a través de la política como praxis para determinar el rumbo económico social?”. Justamente uno de los rasgos más peligrosos de la cultura neoliberal es el adormecimiento consumista, hedonista y despolitizado. Lo que se consolida es un tipo de sujeto social fragmentado que piensa la libertad no como posibilidad de transformar su contexto, sino como un mercado sin límites y el consumo como ley fundamental que ordena la cultura. El marketing se disfraza de política y transforma a los ciudadanos en meros consumidores.
Nos hemos convertido en una sociedad de meros espectadores de lo que pasa. La matriz de la realidad, creada por los medios y plataformas, conforma una maqueta de imágenes virtuales superpuestas que instalan prejuicios, slogans y creencias que actúan como certezas, aunque sean incomprobables. ¿En qué se asienta la fascinación por las imágenes virtuales? Nora Merlin en su libro “Colonización de la subjetividad” indica que el individuo espectador pone a los medios en el lugar de Ideal del Yo y luego desarrolla un mecanismo de identificación entre espectadores. Los noticieros, los programas de ‘información’ y plataformas producen muchas veces relatos falsos y teorías conspirativas, no comprobadas, de sospecha y complot, instalando sentimientos persecutorios y la hostilidad entre los sujetos. Todo se resume a la idea de que “la apariencia de la verdad de una cosa es más importante que la propia verdad”.
En este momento histórico sobran pruebas científicas, sociales y medioambientales que evidencian el daño que el sistema de producción y consumo le produce al planeta y a la vida de los pueblos. La posibilidad de que continúe la vida humana en el planeta entra en contradicción con un modelo depredador de las personas, nuestra salud mental y física, y la naturaleza. Sin embargo nadie pareciera sentarse a discutirlo. La rueda sigue girando. Y es que el sistema ha asegurado su permanencia en el tiempo en términos antropológicos, a través de la creación de subjetividades garantes de su reproducción. Ha diseñado un orden que produce a sus propios sujetos.
Podemos pensar entonces que la crisis del coronavirus se trata de un anticipo, una prueba, y que si no logramos reconstruir los lazos de una sociedad fragilizada el futuro no será promisorio. Si, como sucede en la película, todos sabemos que el planeta no aguanta más, que es imposible sostener este nivel de producción y consumo en el tiempo, que la ciencia y el desarrollo sostenible son los únicos paradigmas que van a permitir mitigar los daños producidos: ¿cómo es posible que no seamos capaces de recuperar la rienda y retomar el control? La voluntad de transformación y emancipación debe pensarse como la posibilidad de retomar cierto control de la forma en que habitamos el planeta y que vivimos nuestras vidas, para producir un modelo alternativo cercano y concreto.