Partear fue durante siglos un oficio pura y exclusivamente “femenino”, siendo además la principal actividad laboral fuera del hogar de las mujeres. Las mismas fueron médicas sin título y transmitieron estos conocimientos heredados de generación en generación. Las parteras no siempre tuvieron ese nombre ni fueron consideradas de la misma manera. Su lugar en la sociedad evolucionó a lo largo del tiempo y estuvieron atravesadas, según la época, por el patriarcado, la repoblación y la brujería.
En “La mala obstetrix y la buena matrona. Estereotipos femeninos en la medicina medieval”, Paloma Moral de Calatrava, expresa que hasta el siglo XI, las actualmente nombradas como “parteras” eran mencionadas con el término “mulier” y su labor era, además de asistir el parto, inspeccionar y operar a mujeres que tenían dificultades para “consumar su matrimonio”. Un rol similar tuvieron las “matronas” hasta entrado el siglo XIV, ya que, socialmente, “educaban” al marido para que pudiera “inseminar” a “su mujer”, mientras que para la Iglesia, actuaban como “peritas”, tanto para comprobar si llegaban o no “vírgenes” al altar, como también para evitar y denunciar abortos.
En los siglos XVI y XVII las parteras (mujeres con conocimiento médico), “matronas” (encargadas de los cuidados de las personas gestantes, no del parto en sí), obstetras (de moral incierta que la sociedad no estaba convencida del todo de su intervención en el proceso) y “comadres” (lo que en la actualidad se nombraría como “madrina”) eran figuras centrales en la vida de las comunidades y tenían cierto poder social, porque eran expertas en partos, en particular, y salud “femenina” e infantil, en general. Por lo tanto su papel era clave en términos religiosos y médicos.
Según explica Teresa Ortiz Gomez en “Protomedicato y matronas. Una relación al servicio de la cirugía”, la labor de las matronas empezó a cambiar a partir del siglo XVII, cuando comenzó a llevarse adelante un control de la academia médica, lo que significó que el parto se convierta en trabajo exclusivo de los cirujanos, reafirmando, de modo profesional y científico, la cirugía y empeorando la “partería” y el lugar social de las mujeres que la practicaban.
Fue así como se les exigió rendir un examen frente a médicos y cirujanos para ser habilitadas por una credencial, lo que les quitaba libertad para trabajar, ya que siempre eran supervisadas por los mismos médicos que les daban dicha autorización. Esto significó que, con el correr del tiempo, una práctica mayoritariamente ejercida por mujeres, tenga renombre, saber y camino científico visiblemente masculino.
La prueba se basaba en una cartilla dirigida a las parteras, publicada y difundida por Antonio Medina (médico de los reales hospitales y de la Familia Real) en 1750, que, a pesar de estar escrita en preguntas y respuestas breves y claras, no tenía en cuenta que la inmensa mayoría de esas mujeres apenas tenían la capacidad de leer y escribir. Esto se relaciona directamente con las ideas mercantilistas y poblacionistas de la época, dejando de lado el rol social de las matronas para convertir esa labor en una tarea en la que necesariamente intervengan los Estados.
Pero ¿qué tienen que ver las brujas? En “Comadronas-brujas en Aragón en la Edad Moderna: mito y realidad”, María Tausiet Carles destaca que en Europa se creó un mito alrededor de las parteras, basado en información tomada de procesos abiertos por la justicia episcopal contra la brujería. Esto terminó en una exclusión y demonización de los conocimientos de las mujeres, que mutó en la institucionalización de los saberes, pero también en una herramienta de control.
Por lo tanto, la acusación de brujería beneficiaba a la iglesia (en términos de saberes religiosos) y a los médicos (como únicos “expertos” en la materia).
Sin embargo, estas mujeres continuaban siendo utiles a los poderes de turno que necesitaban fomentar una política natalista, para que no exista una escasez de mano de obra, la cual estaba constantemente en disminución como consecuencia de, en gran parte, pestes como la tuberculosis, la lepra o la peste negra, responsables de que la población europea se redujera en más de un 40%.
Siguiendo esta línea, como se plantea en “Brujas, parteras y enfermeras: Una historia de sanadoras” (de Barbara Ehrenreich y Deirdre English) las brujas, parteras y enfermeras eran científicas que poseían un saber no institucional, ya que que tenían negado el acceso a la educación. Ellas utilizaban hierbas curativas analgésicas, digestivas y tranquilizantes que la iglesia se negaba a estudiar o a fomentar su análisis por considerar su uso sospechoso. Así, se convirtieron en una amenaza política, religiosa y sexual debido a que “promovían” la libertad.
En esa misma época (entre el siglo XVII y el XVIII), del otro lado del mundo la vida cotidiana pública de este tipo de sabias estaba enfocada en la curandería, en principio aceptada e incluso celebrada por la sociedad. Sin embargo en México, por ejemplo, existieron documentos inquisitoriales donde las nombraban como “supersticiosas y embusteras”.
La doctora en historia e investigadora Estela Roselló Soberón resalta que la curandería surgió de dos cuestiones típicas de “lo femenino”: los cuidados del hogar y la intuición o emoción, lo que deja completamente de lado a la razón. Pero además la visión de mundo de estas “curanderas novohispanas” se relacionaba directamente con que eran “parleras”: hablaban con mucha gente, herramienta útil para recolectar saberes que las hizo conocidas en sus comunidades, obteniendo prestigio y autoridad. A pesar de esto último, perdían esa imagen cuando “no cumplían” y se las apuntaba como brujas (“hechiceras”, en el caso de esa parte del planeta).
En el caso de esa región, llamada entonces “Nueva España”, más allá de buscar la salud sexual y reproductiva de las mujeres, las curanderas tuvieron un rol fundamental en su sociabilidad, realizando reuniones similares a una “terapia” de grupo para quienes estaban gestando, maternando o en busca de conocer su cuerpo de otras maneras.
Esas culturas ancestrales le daban importancia, como pocas otras, la preparación del parto. En la cultura colla, por ejemplo, las embarazadas reciben cuidados acompañadas de varias personas que realizan vahos con manzanilla en un ambiente cálido, para que las personas gestantes se sienten abrigadas sobre un cuenco contenedor dando paso al vapor hacia el útero. Asimismo, una vez ocurrido el parto, la placenta es entregada al padre o quien ocupe ese “cargo”, quien la entierra para agradecer a la Pachamama por el nacimiento de un ser fuerte.
Por otro lado, volviendo a Europa, la cosmovisión alrededor de la idea de “mujer auxiliar” (enfermera) y del médico varón había nacido y crecido en la competencia entre el hombre y la mujer curandera. Es en este punto donde es más prudente hablar de patriarcado: a lo largo de la historia de la medicina, la represión de las mujeres se dio en torno a la censura de sus saberes y oficios: “nuestra subordinación se ve reforzada por la ignorancia, una ignorancia que nos viene impuesta. Las enfermeras y parteras aprenden a no hacer preguntas y a no discutir nunca una orden. Las trabajadoras de la sanidad se ven apartadas, alienadas de la base científica de su trabajo. Reducidas a las femeninas tareas de alimentación y limpieza, constituyen una maquinaria pasiva y silenciosa”, explican Ehrenreich y English.
El ejercicio de las matronas quedó entonces subordinado a la autoridad de los “especialistas”, como resultado del menosprecio del saber de las parteras (por ser vistas como “mujeres no formadas”). Sin embargo, el biólogo e investigador Eduardo Wolovelsky destacó que a finales del siglo XIX seguían existiendo tensiones en los hospitales europeos entre las salas de parto atendidas por parteras y las atendidas por los médicos varones. En esos ámbitos las mujeres preferían atenderse con las parteras a morir por septicemia en las manos de un médico que las atendía luego de realizar autopsias sin lavarselas, ya que higienizarlas era una práctica fuertemente rechazada por los médicos de la época por considerarla vulgar.
A partir de la segunda mitad del siglo XX cambia lentamente la atención al parto, a medida que las personas gestantes y las familias demandan la humanización del nacimiento. De esta manera la cesárea y la anestesia epidural mejoraron el llamado “tratamiento del dolor”, a la vez que significaron violencia obstétrica para personas gestantes pertenecientes a culturas ancestrales. En la investigación “Saberes ancestrales y prácticas tradicionales: embarazo, parto y puerperio en mujeres colla de la región de Atacama”, Viviana Rodríguez Venegas y Cory Duarte Hidalgo explican que el momento del parto marca tensión entre el mundo colla y el sistema biomédico, razón por la cual el parto en los hospitales es recordado como una experiencia violenta, discriminatoria y “desconectada” de sus tradiciones. El parto en casa expone, por lo tanto, a las personas gestantes a riesgos (tanto médicos como legales) y a no cumplir con la tradición de acompañamiento colectivo.
En la actualidad, la opción de parir en un hospital es la más implementada (en Argentina los llamados “partos domiciliarios” constituyen el 1% aproximadamente de los alumbramientos) y las mujeres colla en particular piden un trato diferenciado que incluya a las parteras.
Esa es la mayor diferencia entre el parto que hoy se considera seguro y cuidado con el de cierta cosmovisión andina, donde se prioriza la comunidad, la cercanía o conexión con el entorno y el respeto por la dignidad de quien gesta.
Las parteras ocupan un lugar importante en la configuración que el pueblo colla hace del parto, siendo un oficio tradicional, humanizado y respetado, pero a las generaciones actuales se les hace casi imposible acceder a un proceso respetuoso con su cultura, ya que quienes se dedicaban a eso están avanzadas en edad o murieron, casi extinguiéndose la práctica.