Un viernes de 2011, el matemático Sebastián Ceria y el arquitecto Rafael Viñoly mantuvieron una audiencia con la presidenta Cristina Fernández acompañados por el ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, Lino Barañao, y el entonces decano de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, Jorge Aliaga, para proponerle la construcción de un nuevo pabellón en la Ciudad Universitaria que albergaría los departamentos de Computación y Ciencias de la Atmósfera, y el Instituto de Cálculo.
Viñoly dirige una conocida compañía de arquitectos que lleva su nombre (con filiales en Londres, Los Angeles, Abu Dhabi, Dubai y Bahrein) y es el creador de algunos de los edificios más notables del mundo, como el Foro Internacional de Tokio, entre muchos otros. En ese momento se comprometió a donar el diseño (calculado en un 4% del valor de la obra, que costaría unos 30 millones de dólares). Y Ceria, fundador de la empresa de software Axioma, es reconocido como una autoridad en el campo de la "optimización" [la rama de la matemática que intenta dar respuesta a problemas en los que se desea elegir el mejor entre un conjunto de elementos], donaría los costos netos del proyecto, equivalente a unos 150.000 dólares.
Los exitosos caminos profesionales de Viñoly y Ceria, que en ese momento residían en Nueva York, fueron diferentes, pero tenían algo en común: ambos se habían graduado en la Universidad de Buenos Aires y sentían que tenían una deuda con el país.
Hoy, ese edificio (listo, pero aún no habitado) no solo brilla al lado del algo vetusto Pabellón I, sino que acaba de ser incluido en el reducido grupo de finalistas del Festival Mundial de Arquitectura (WAF, según sus siglas en inglés), en la categoría “Edificios finalizados de educación superior e investigación”. El proyecto se presentará en vivo a un jurado durante el festival que este año se realizará en Lisboa entre el 1 y el 3 de diciembre próximos.
Se trata de una construcción trapezoidal de 17.000 metros cuadrados cubiertos, planteada en planta baja y primer piso, que alberga aulas y laboratorios, dos patios interiores con forma de elipse y el signo del infinito especialmente diseñados para preservar los árboles nativos que ya había en el terreno e ilustran el poder de crecimiento que brinda la ciencia. Es de bajo mantenimiento, amigable con el ambiente, integra en un mismo ámbito la docencia y la investigación, y se espera que propicie la colaboración entre la universidad, el aparato productivo y el Estado.
La historia de este edificio, que incluye sensatez, audacia, riesgo calculado y generosidad por partes iguales (más algunas rencillas inexplicables), comenzó a gestarse alrededor de 2006, cuando la estructura de Exactas, a 50 años de haber sido construida, empezaba a sufrir problemas serios. Los laboratorios, al borde del hacinamiento, presentaban problemas de higiene y seguridad, y el tendido eléctrico y los caños estaban al borde del colapso.
“Cuando me hice cargo del decanato de esa facultad, lancé un plan de obras e hice un compendio de todo lo que había que arreglar –recuerda Aliaga, hoy secretario de Planeamiento y Evaluación Institucional de la Universidad Nacional de Hurlingham–. Pero en ese contexto surgió otro problema: estábamos en pleno inicio del período de expansión del sistema científico y se acrecentaba la falta de espacio”.
Resolver ese asunto era un rompecabezas. Por un lado, el Conicet sumaba anualmente cientos de becarios e investigadores, pero no se ocupaba de proveerles el lugar de trabajo y a veces ni siquiera del sueldo. Y en la UBA, el criterio predominante para asignar fondos era la masividad del alumnado, sin tener en cuenta que una facultad como la de Ciencias Exactas debe mantener espacios para laboratorios, instrumental y oficinas. “A nosotros nos criticaban que teníamos más metros cuadrados que Económicas, pero el 10% del alumnado –explica Aliaga–. Mientras tanto, aumentaba sin parar la cantidad de investigadores. Para hacerse una idea, cuando empecé como decano, la Facultad tenía 300 investigadores del Conicet; cuando me fui, 700. A eso había que sumarle becarios, equipos… se me quemaban los cables de electricidad por el alto consumo”.
Así las cosas, la posibilidad de obtener financiación por el lado de la universidad era casi nula. De modo que Aliaga hizo un pacto de caballeros con el entonces rector, Rubén Hallú, para buscar fondos sin interferir con otros usos.
“Lo primero que hice, en 2008, fue pasar una resolución en el Consejo Superior, que aprobó que el Ministerio de Economía avalara el estudio de prefactibilidad, que es lo primero que se pide para solicitar financiamiento –rememora el exdecano–. En cuanto logré obtener 100.000 pesos, contraté a la Facultad de Arquitectura [que también está en la Ciudad Universitaria] para hacer un preproyecto. Mi idea era mudar a un nuevo edificio el Departamento de Computación (para sacarlo del subsuelo en el que está hoy, que era un estacionamiento y donde eventualmente se podrían ubicar laboratorios de física que requieran menor circulación de personas) y el de Ciencias de la Atmósfera, para que estuvieran cerca de los físicos. Además, agregar aulas. Una distribución más pensada desde el punto de vista disciplinar”.
Estaba en eso, cuando se entera de que había un exalumno interesado en hacer una donación para construir un nuevo edificio para Ciencias de la Computación: Sebastián Ceria. Allí la idea toma otro cariz. Ante la dificultad para financiarlo, Aliaga inicia conversaciones con Lino Barañao para solicitarle colaboración y Ceria propone contactarlo a Viñoly para que se haga cargo del proyecto. “Se me ocurrió que a veces es más fácil conseguir financiación para una obra ambiciosa, que se destaque, que para algo que va a pasar desapercibido”, cuenta Ceria desde Londres, donde reside en la actualidad. Lino estuvo de acuerdo. Ceria habló con Viñoly y éste le contestó que aunque la obra nunca se iba a construir, iba a hacer su parte para demostrarlo. “Fue una apuesta”, recuerda Aliaga.
Lo que siguió fue un largo camino que atravesó dos administraciones diferentes y en el que colaboraron personas que hoy no son precisamente cercanas en lo ideológico. Después del diseño general, hubo que preparar los pliegos licitatorios en los que tiene que constar hasta la última llave de luz. “Eso costaba mucho dinero que salía del presupuesto de la Facultad –subraya Aliaga–. Era 2011 y le dije a Lino que no podía pagar asesores si no tenía una cierta garantía de que la obra se iba a hacer. Así se decidió pedir la reunión con la presidenta, terminamos los pliegos, conseguimos un préstamo del BID y después de la Corporación Andina de Fomento”.
La construcción finalizó hace más de un año. El resultado fue un edificio “verde”, de 17.000 metros cuadrados, que gasta mucha menos energía que uno convencional, con amplias superficies vidriadas, jardín en el techo. Y como en el transcurso de la construcción sobrevino la devaluación, el crédito permitió pagar también el equipamiento (los muebles), la Internet y la automatización del complejo.
Sin embargo, desde su finalización, Cero + Infinito (que no fue construido por la UBA, sino por el Ministerio de Ciencia) es motivo de tironeos entre la facultad y el rectorado, que reclama una parte. “Estamos en una dura negociación –cuenta Juan Carlos Reboreda, el actual decano de Exactas–. La UBA lo que quiere es dejar de alquilar propiedades para dependencias que no están en el rectorado, pero cuando se construyó la expansión de Económicas no se le reclamó nada”.
Listo para habitarse, la inauguración estaba prevista para agosto, pero debió ser postergada por la segunda ola de la pandemia. Después llegó la veda electoral y la idea era organizar la mudanza para noviembre. “Ahora, espero que podamos hacerlo antes de fin de año, pero los cambios ministeriales no ayudan”, comenta Reboreda.
“Jorge Aliaga inició el proyecto –cuenta Ceria–. Yo me incorporé después, se sumó Viñoly, cuya participación hay que destacar. Lino tuvo la visión de hacerlo con financiamiento externo, lo que permitió no estar atado a los recortes presupuestarios de las distintas gestiones, algo que fue fundamental durante el gobierno de Macri, porque a pesar de que disminuyeron los presupuestos, como eran dólares que ingresaban al país, se mantuvo la posibilidad de seguir con la obra. Me parece interesante destacar eso: que es una de las pocas cosas que se hicieron en la Argentina a través de dos gobiernos de signos totalmente opuestos. Eso muestra que es posible encarar proyectos a largo plazo que se mantengan en distintas administraciones”.