“Me llevo mejor con las bacterias que con los humanos –bromea Eduardo Groisman, investigador argentino que lidera un equipo del Instituto de Ciencias Microbianas de la Universidad de Yale y se dedica a estudiarlas desde hace 40 años, cuando era estudiante de la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la Universidad de Buenos Aires–. Las entiendo bien, ellas me entienden bien… Mi tesis de doctorado fue acerca de cómo generar ‘genotecas’ [librerías de genes] sin enzimas de restricción [proteínas aisladas de estos microorganismos que cortan secuencias de ADN en sitios específicos]. Hace cuatro décadas, clonar genes era un arte. Contábamos con esta técnica, que era idea de mi mentor, y yo la implementé. Después tenía la fantasía de hacer cosas que fuesen útiles para la gente. Quería estudiar algo que causara enfermedad, entonces me puse a investigar la Salmonella, que normalmente contamina los huevos, el pollo, una variedad de animales. En la actualidad, deben morir por año más de cien mil personas por salmonelosis [casi un tercio son chicos menores de cinco años]. Casos que no se mueren debe haber decenas de millones. Pero hace algo más de una década decidí estudiar una de las bacterias buenas que viven en nuestro intestino, la llamada Bacteroides thetaiotaomicron”.
Las bacterias intestinales son en este momento uno de los focos de interés de la ciencia biomédica porque juegan un papel fundamental en la salud humana. Ensayos clínicos en curso analizan su rol en diferentes enfermedades e intentan manipularlas, pero todavía es limitado el conocimiento acerca de los factores y mecanismos que hacen que las más beneficiosas sean colonizadoras exitosas.
Bacteroides thetaiotaomicron es una de las aproximadamente cien especies que pueblan el intestino humano, y se encuentra en abundancia en individuos delgados y sanos. Ahora, Groisman y su grupo acaban de describir en modelos de ratón el proceso que le permite colonizarlo. El avance arroja sin embargo conocimiento valioso para su aplicación en posibles estrategias terapéuticas y acaba de publicarse en la revista Science (https://www.science.org/doi/10.1126/science.abn7229).
“Como los humanos carecemos de los genes que codifican proteínas para romper los enlaces de los polisacáridos [los carbohidratos más complejos], ésta es una de las bacterias de las que dependemos para digerir muchas de las verduras que comemos –explica Groisman–. Ellas se alimentan con una parte y otra la liberan para que las podamos asimilar”.
El estudio se centra en ciertas particularidades de estos organismos. Una es la “separación de fases”, algo similar a lo que ocurre cuando se vierten unas gotas de aceite en un recipiente con agua. “Es algo que se observa desde hace más de 100 años: cuando se miran a través del microscopio células eucariotas, se ve que tienen un núcleo separado por una membrana [y pequeñas estructuras] mitocondrias, retículo endoplasmático… –detalla Groisman, desde su oficina en Connecticut–. Teóricamente, las bacterias no tienen estas organelas, pero se viene viendo hace tiempo que pueden formar ‘agregados’ como gotas, en las que ocurren actividades bioquímicas”.
Precisamente, lo que demostraron los científicos es que los compartimentos por separación de fase son necesarios para que B. Thetaiotaomicron pueda colonizar el intestino de un ratón. “Debería tener importancia también en otros casos, lo que pasa es que es difícil demostrarlo”, comenta el investigador.
Otro aspecto que analizaron fue una proteína llamada Rho, que controla la terminación de la transcripción [el copiado de las instrucciones para sintetizar proteínas del ADN al ARN]. “En la Escherichia coli [otra enterobacteria] esta proteína tiene 419 aminoácidos [‘ladrillos’] –cuenta Groisman–, pero en Bacteroides ese número es casi el doble, 722. Cuando vi eso, dije ‘Mmmm... esto es algo raro’. Hay gente a la que le gusta estudiar las cosas que están conservadas y otros a los que nos gustan las raras. Yo siempre busco los ejemplos que van contra lo intuitivo. Esta proteína Rho está codificada por un gen que es esencial, no se puede mutar, pero en el laboratorio pudimos crear una cepa a la que le sacamos esos 303 residuos extras que no están conservados [por la evolución] en Escherichia coli, en Salmonella y otras. La buena noticia es que sobrevivió. Entonces me dije: ‘¿Y esto para qué sirve? Resulta que esa bacteria era defectuosa para colonizar el intestino del ratón, así que dedujimos que esa parte de la proteína ayuda precisamente a la colonización. Pero ahí surgió otra pregunta: ¿por qué?”.
Una novela de misterio
En esta parte de la trama cobra protagonismo la participación de una de las becarias posdoctorales de Groisman, la joven griega Emilia Krypotou, primera autora del trabajo. A ella se le ocurrió que a lo mejor esto tenía que ver con la separación de fases e hizo todos los experimentos que finalmente lo probaron.
“Según [la teoría de la evolución de] Darwin –explica el científico–, se generan variantes y después se seleccionan aquellas con más capacidad de sobrevivir en su ambiente. Hay mutaciones y selección. Pero en bacterias, se da lo que se llama ‘horizontal gene transfer’ [transferencia genética horizontal], o sea que adquieren genes de otros microorganismos. Esto se ve mucho en la resistencia a antibióticos: bacterias que se convierten en patógenas porque adquieren ciertos genes. Lo interesante de este ‘horizontal gene transfer’ es que la bacteria recibe el paquete de genes todos juntos y ya funcionando; no necesita mutar y evolucionar a algo nuevo. Volviendo a nuestro caso, lo llamativo es que el gen que codifica la proteína Rho en Bacteroides de alguna manera adquirió una región correspondiente a 303 aminoácidos, que se incorpora en una proteína conservada en distintas bacterias y le da ciertas propiedades. Le permite, bajo ciertas condiciones, aislarse, hacer separación de fases y tener mayor actividad bioquímica que promueve la colonización del intestino en el ratón”.
Es más, esta separación de fases está inducida cuando en el laboratorio a la bacteria se la priva de una fuente de carbono. Las bacterias intestinales tienden a multiplicarse cuando el hospedador ingiere cierto tipo de alimentos. Si cambia la dieta, también lo hace la composición del microbioma. Pero ningún animal come 24 horas por día y lo que especulan los científicos es que durante las 10 o 12 horas en que no lo hace, las bacterias están sufriendo la falta de nutrientes y eso les sirve como señal para producir factores de colonización que les permiten mantenerse allí.
“Si uno sabe que ésta es una bacteria buena, porque está asociada con gente saludable y es la que nos permite ingerir fibra, podría llegar a crear un organismo que produzca esos factores de colonización a piacere”, comenta Groisman.
Aunque admite que no se preocupa mucho por las aplicaciones de sus descubrimientos (“estoy en la universidad para crear conocimiento, no para desarrollar un producto”, aclara), concibe algunas posibles; por ejemplo, mejorando las condiciones para que estos microbios sobrevivan en nuestro intestino en forma de probióticos.
“Creo que deberían poder crearse versiones de las bacterias buenas que se comporten de manera predecible y tengan estabilidad –especula–, aunque no todavía. Hay que entender un poco más. Hoy, este tipo de terapias todavía está en una etapa muy primitiva”.
Para Graciela Boccaccio, jefa del Laboratorio de Biología Celular del ARN de la Fundación Instituto Leloir (FIL) que no participó en la investigación, “El trabajo es altamente relevante –opina en un comunicado de la Fundación Instituto Leloir–. Es un ejemplo contundente de que la separación de fases y la formación de biocondensados ocurre en Bacteroides, lo que expande el alcance de este mecanismo bioquímico a lo largo de la evolución y apoya la idea de que es ‘tan antiguo como la vida’ (…) Es un aporte muy valioso no sólo desde lo teórico, sino también con perspectivas futuras en biomedicina”.
Eduardo Groisman es egresado de la UBA. Realizó su doctorado en la Universidad de Chicago y un posdoctorado en el Instituto Pasteur. Después, trabajó tres años en San Diego y 20, en la Universidad de Washington en San Luis. Desde hace 13 años investiga en la Universidad de Yale. “La idea original era volver a la Argentina –cuenta–. Se lo había prometido a mi mujer. Nos casamos un sábado y el lunes salimos para los Estados Unidos pensando que en un par de años volvíamos. Hace más de 40 años que estoy acá y ella sigue casada conmigo”.