¿Hubieran sido posibles cuarentenas más estrictas para evitar muertes?

Para algunos, una minoría “intensa” que se alineaba a un lado de la grieta convenció al resto de que su visión era la mayoritaria. Otros opinan que las razones de la “desobediencia sanitaria” son más complejas

12 de agosto, 2021 | 05.00

Con una estadística alta en muertos por millón de habitantes, el escenario pandémico local de estos días ofrece buenas y malas noticias. Entre las primeras, está el lento descenso de la notificación de casos, de fallecimientos y de uso de camas de terapia intensiva. Pero también hay de las otras: la amenaza concreta de la variante Delta (con mayores números de chicos hospitalizados y que resquebraja los éxitos logrados en otros países, como Israel), los cuadros de Covid persistente y la alta posibilidad de que el SARS-CoV-2 siga mutando y dé lugar a nuevos linajes. 

Por eso, desde el campo de las ciencias sociales algunas iniciativas proponen hacer balance de lo realizado en estos 18 meses. O, por lo menos, tratar de bucear en las motivaciones y comportamientos colectivos que promovieron o conspiraron contra medidas que en Oriente habían probado ser efectivas para reducir muertes y controlar el flagelo, como la cuarentena estricta. 

Una de ellas es una serie de encuestas realizadas por el Instituto de Economía y Sociedad en la Argentina Contemporánea (Iesac), de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ), encabezado por Javier Balsa, magister en Ciencias Sociales, doctor en Historia, investigador del Conicet y docente de sociología en esa universidad. 

Balsa, que presentó los resultados en el seminario de los jueves del Instituto de Cálculo y el Instituto de Ciencias de la Computación de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, desde la UNQ lideró tres encuestas realizadas entre el 9 y el 16 de enero, en 3244 mayores de 18 años residentes en CABA y la Provincia de Buenos Aires (PBA). Entre el 10 y el 12 de febrero, hicieron otro sondeo entre 2258 personas mayores de 18, también de CABA y PBA, en el que indagaban, entre otras cosas, sobre la conveniencia del inicio de clases presenciales. Y entre el 23 y el 28 de febrero exploraron en 1496 casos de la misma población sobre las opiniones en torno de los cierres estrictos y las reuniones sociales en pandemia. En todas, la captura de voluntarios fue a través de redes sociales, Facebook e Instagram. En este momento está en marcha la primera encuesta nacional, realizada en el marco de un proyecto dirigido por el propio científico, que involucra un grupo en el que participaron 200 personas de 18 universidades, la Escuela de Gobierno del Chaco y el Inadi.

“Como historiador creo que hacer balances es sumamente importante –dice Balsa–. La falta de una evaluación de lo que habíamos hecho en 2020 nos llevó a que nos tomara tan mal la segunda ola. Eso merece una reflexión como sociedad y como académicos: en qué fallamos que no pudimos ayudar a estar mejor preparados”. 

¿Estábamos anestesiados como sociedad? “Yo siento que sí –contesta el investigador–. Los argentinos no estábamos acostumbrados a tolerar muertes

Al ver cómo se toleraban números crecientes de fallecimientos, los estudios en parte surgieron de una pregunta: ¿estábamos anestesiados como sociedad? “Yo siento que sí –contesta el investigador–. Los argentinos no estábamos acostumbrados a tolerar muertes. Si había una tragedia en la que fallecían 100 personas, era una catástrofe. Sin embargo, de pronto nos acostumbramos a tasas de 500 muertos por día como si no se pudiera hacer nada. ¿Por qué?”

La hipótesis de Balsa y su equipo fue que se había construido socialmente la idea de que no había alternativa. “Uno se resigna a algo cuando piensa que no hay opciones –explica–. Los análisis internacionales planteaban que había tres grandes estrategias: no hacer casi nada y apostar a la inmunidad de rebaño, control (o aplanar la curva) para evitar el colapso sanitario, y aplastar la curva (eliminar la circulación del virus). Claramente la primera estrategia no funcionó y países que habían intentado aplicarla (Inglaterra, Suecia, Estados Unidos) giraron rápidamente a la segunda, porque estaban en 600 muertos por millón de habitantes para agosto, con colapso en los sistemas de salud…  El problema con la estrategia de aplanar la curva es que tiene un umbral de éxito muy bajo. Las tasas de mortalidad en terapia intensiva en la primera ola (hasta octubre de 2020) eran de aproximadamente el 35%. Los que apostaron a ésta, se conformaban con el segundo objetivo, pero implicaba aceptar también un alto nivel de muertes. Sin embargo, ni la comunidad científica, ni los políticos plantearon que esto era un error. La mayoría de los que emplearon esta estrategia estuvieron en 2200 muertos por millón. Mientras tanto, la tercera estrategia (aplastar la curva) fue invisibilizada en la mayoría de los países occidentales y esto generó la sensación de que daba lo mismo cualquier cosa. Al contrario, los que intentaron ‘circulación cero’, tuvieron entre 5 y 30 muertos por millón de habitantes e incluso crecieron económicamente”. 

Para el sociólogo, lo extraño fue que no buscáramos copiar estos modelos exitosos de cuarentenas de cinco o seis semanas, bloqueo de fronteras, rastreo de casos. “No hubo una discusión ciudadana de si eso estaba bien o mal”, destaca.

¿Pero era esta la idea que respaldaba la mayoría? En la primera encuesta, de más de un centenar de preguntas, encontraron que había sido un error basarse en la imagen de la ciudadanía que construyen los medios: que la mayor parte de la población no quería cuidarse. “Ese discurso se instaló tan fuertemente que cuesta refutarlo –dice Balsa–. Se construyó esa imagen mostrando las fiestas los bares, reuniones… aunque basta un mínimo análisis estadístico para darse cuenta de que si el 10% de los adultos argentinos sale, son tres millones de personas, si sale el 20%, son seis millones. Es mucha gente, pero del otro lado tenemos el 80% o el 90% que se cuida. Manipularon nuestra autopercepción”. 

Tras el cierre nocturno decretado después de un brote por las fiestas, el mismo grupo decidió sondear la opinión pública. Había que elegir entre varias opciones de respuesta, y solo el 21% optó por la de que era una decisión innecesaria que coartaba las libertades. El 37% contestó que era una medida correcta y pretender prohibir más era imposible, y el 42% que era una medida correcta, pero no alcanzaba, pensaba que había que limitar más la circulación. Frente a otra pregunta, si lo que debería haber hecho el gobierno era no inmiscuirse tanto, permitir que la economía siguiera funcionando y que se enfermasen los que tenían que enfermar, solo el 18% estuvo de acuerdo. “Es decir, que alrededor del 80% estaba en desacuerdo con esta propuesta”, resume Balsa.

En cambio, acerca de si en 2020 debería haberse prohibido toda circulación por dos o tres meses, con control más estricto de la policía y la gendarmería, el 29% opinó que eso era lo que debía haberse hecho, y el 48%, que hubiera estado bien, pero que en la Argentina no hubiera funcionado. Solo el 25% contestó que era una idea equivocada. Nuevamente, tres cuartas partes de los encuestados respaldaron la medida más estricta.

La semana anterior al comienzo de clases en CABA preguntaron si era mejor esperar que los docentes estuvieran vacunados. El 73% contestó afirmativamente. Solo el 27% dijo que había que empezar lo antes posible, aunque los docentes no se hubieran inmunizado. “Sin embargo, se instaló socialmente que los padres y madres querían que las clases empezaran a cualquier costo”, concluye.

En la última semana de febrero, se preguntó: ¿si fuera presidente, aumentaran mucho los casos y se empezaran a llenar las salas de terapia intensiva, ¿por cuál de estas propuestas se inclinaría?

El 40% estuvo de acuerdo con “cuarentena bien estricta durante el mes, para que el virus desaparezca con policía y gendarmería en la calle”.  El 23%, con cuarentena intermitente de nueve días y luego 21 días de libre circulación hasta que estén todos vacunados. El 16%, con “solo volvería a cerrar algunas actividades recreativas y las escuelas, pero el resto lo dejaría como ahora. Y el 21%, con “ solo le pediría a la población que aumente los cuidados, pero no pondría nueva s restricciones”. 

Lo notorio es que cuando a ese 37% que no quería cuarentena le preguntaron qué pensaban que haría la gente si aplicara estas medidas de pocas o ninguna restricción, el 83% contestó que la mayoría lo aceptaría "porque están hartos de las restricciones impuestas por el Estado", o que solo una minoría se enojaría.

Esa minoría intensa cree que todos piensan como ellos –apunta Balsa-. Los convencieron de que son mayoría. En cambio, de los que opinan que hay que poner cuarentena (que son más), la mitad piensa que los respetarían y la mitad, que la mayoría estaría en contra de ellos. No se consideran mayoría”. Y concluye: “Me parece que fue un error no consultar más a la gente. La mayoría estaba en favor de políticas de cuidado y restricciones”.

En mayo, en el marco del proyecto federal, los investigadores también realizaron entrevistas semiestructuradas y preguntaron si el gobierno había intervenido por demás en la vida del participante y le había quitado libertades. “Casi todos envidiaban al ejemplo chino –dice Balsa–. De 46, solo tres se quejaron. Nadie valoró la forma en que Brasil o Estados Unidos abordaron la pandemia”.

Las respuestas no tenían relación con la edad, ni con el nivel educativo, ni con la clase social. Sí, con las preferencias políticas (más votantes de Macri se mostraban contrarios a las restricciones, y más votantes de Fernández, a favor). Pero incluso entre las personas que decía haber votado a Juntos por el Cambio, había una parte que estaba más bien del lado de las restricciones. 

Para Daniel Feierstein, investigador del Conicet en la Universidad de Tres de Febrero, que participó en una de las etapas, estos estudios conforman una excelente investigación y los resultados son confiables. “Se hicieron una serie de encuestas con métodos rigurosos y cubrieron una muestra adecuada CABA y PBA. Pero, además otras encuestas del período (de Opinaia, Management & Fit) encontraban lo mismo. La hegemonía se construye así: generando la percepción de que tu opinión es mayoritaria aunque no lo sea. La minoría intensa primó claramente en la Argentina por sobre las mayorías”.

Pero no todos están de acuerdo. Pablo Semán y Ariel Wilkis, de la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales (IDAES) de la Universidad Nacional de San Martín, indagaron sobre cuestiones similares en mayo y julio del año pasado, pero con resultados divergentes. 

“¿Por qué, a pesar de que todo el mundo conoce los riesgos del coronavirus, la cuarentena no se cumple?, se preguntaron Semán y Wilkis. “Aunque algunos insisten en reducir la explicación a una lectura política del tipo oficialistas-cumplidores / opositores-transgresores –escribieron en El Dipló–. Hay razones más variadas y complejas”. 

Después de una investigación que incluyó entrevistas, revisión de medios de comunicación y análisis de redes sociales, ellos llegaron a la conclusión de que las respuestas revelan menos la existencia de una población negacionista, que las dificultades de las condiciones de cumplimiento.

Para los científicos, cuando toman riesgos o desafían de manera extrema las normas establecidas las personas no se comportan como “idiotas sanitarios”, sino que esas conductas son una manera de construir “microcomunidad”.

“Las personas ven aflorar la crisis en sus vidas y asumen que no les queda otra alternativa que gestionarla. Es desde esta sede moral que se estructuran y plantean diversas lógicas, que combinan la aceptación de las políticas sanitarias y la necesidad o posibilidad de transgredirlas, superarlas o cuestionarlas –afirman–. Como parte de esa gestión se encuentra la salida irremediable de la casa para resolver los apremios económicos”.

También explican que “El distanciamiento social es vivido como si fuese una desfraternización, una quiebra de una economía moral de la proximidad que funciona de forma inversa a los imperativos sanitarios” y que existe dificultad para evaluar los riesgos acompañada de una creencia en la excepcionalidad: “A mí no me va a pasar”. 

También, se relativiza la información oficial adjudicándole una supuesta aleatoriedad al contagio y la gravedad de la enfermedad que hace inútiles las estrategias de cuidado. Y por último, impera la lógica de la insubordinación, el desconocimiento de las directivas oficiales apelando a conspiraciones, complots que “pueden parecer ridículos y que, sin embargo, para muchísima gente tienen estatuto de saber y de realidad”. 

Sol Minoldo, también socióloga e investigadora del Conicet en el Centro de Investigaciones y Estudios sobre Cultura y Sociedad, que no participó en ninguna de las dos investigaciones, opina que el cumplimiento o no de las medidas restrictivas no responde simplemente al individualismo. Para Minoldo, el problema de las encuestas es que una cosa es lo que la gente piensa, otra lo que dice y otra lo que hace. “La gente puede decir que le parece importante el cuidado, que estaría de acuerdo con medidas restrictivas, pero en la práctica no vemos un nivel de adhesión tan fuerte”.

Según la especialista, que forma parte del Comité de Emergencia de Córdoba, los mecanismos típicos de persuasión mediante el control/sanción tienen un papel, pero “Sería insensato esperar que con el temor a que nos pesquen y a las consecuencias punitivas (sociales e institucionales) alcance. Incluso con una coacción alta, permanente y de gran alcance, las personas pueden intentar rebelarse si se sienten lo suficientemente motivadas. Algunas normas sanitarias ponen en tensión intereses que no comparten diferentes sectores sociales. O sea, lo que para unos es lo más importante, puede ser secundario para otros. No sólo porque no todos tenemos idénticos valores, también porque no todos tenemos los mismos problemas. En un mundo donde, en general, unos pocos se benefician a costa de muchos, la legitimidad se construye a menudo con un fuerte esfuerzo simbólico para convencer al conjunto de que los problemas e intereses de algunos son los de todos.  Siempre que un actor social o político, incluso el Estado, promueva una política o regulación que afecte los intereses de sectores con poder y privilegios, su mensaje no se producirá en el vacío. Será un combate simbólico, muchas veces desigual, con la ‘reacción’ y sus voceros. Y ello ocurrirá sin importar cuán enorme y cierto sea el beneficio para las mayorías, para los más vulnerables y/o para cuestiones tan relevantes como la vida, respecto del costo para otros. Aunque seamos millones aquellos a quienes ni se nos ocurre y quizás ni podemos tomar un vuelo internacional en pandemia, florecen relatos que buscan que empaticemos con ‘los varados’, que son ‘como todos nosotros’.  Aunque seamos decenas de miles quienes podemos morir con una ineficaz contención del ingreso de variantes,  nos aseguran que la regulación es la peor opción, intentando conmovernos con al menos una historia dramática (que, claro, alguna habrá). Habrá también quienes impugnen una iniciativa o norma aunque no les perjudique en absoluto, sólo para debilitar a su oponente político. Y así sembrarán dudas sobre la seguridad o efectividad de las vacunas que su contrincante podría capitalizar como un logro. Es central conseguir, en medio de los pataleos, los gritos y la confusión, transmitir mensajes claros, amigables, contundentes. Porque aun coincidiendo en que una norma es ‘correcta’, podría importarnos poco en lo personal cumplirla. Y ese apego (o su falta) tiene que ver no sólo con rasgos individuales de carácter, sino también con el paradigma individualista, que es el egoísmo hecho filosofía de vida”

Por lo pronto, tal vez la encuesta nacional que Balsa lideró en todo el país, y en la que participaron 6000 personas, ayude a saldar esta controversia, a plantear mejores estrategias sanitarias y a comunicarlas correctamente.