¿Qué están haciendo los países para emitir menos gases de efecto invernadero, capturar dióxido de carbono de la atmósfera y detener el ritmo vertiginoso del cambio climático? ¿Da resultado? ¿Qué debería hacerse de aquí en más?
Para contestar estos interrogantes, desde el 21 de este mes y hasta el 1º de abril está reunido el Grupo III del Panel Intergubernamental de Cambio Climático que, en sesiones maratónicas, como de costumbre, aprobará un informe que evalúa medidas para reducir emisiones y eliminar de la atmósfera gases de efecto invernadero (conocidas como de “mitigación”). El reporte se hará público el lunes 4 de abril y, aunque su contenido se mantiene bajo estricto embargo hasta ese día, según la agencia SINC, contiene 15 capítulos que abarcan desde la cooperación internacional hasta la innovación tecnológica, redactados por 239 investigadores de los cinco continentes. En noviembre del año pasado, cuando se envió el último borrador a los gobiernos, había recibido cerca de 70.000 comentarios.
El estudio, sobre el que los científicos llevan trabajando más de tres años, seguramente aportará precisiones sobre las experiencias exitosas que se están ensayando, y también sobre las que no funcionan. Pero dado el impacto que el calentamiento ya está mostrando en los sistemas terrestres, la lentitud de las negociaciones y los cambios, hay quienes proponen medidas más drásticas de intervención.
La mitigación del cambio climático es el conjunto de acciones destinadas a reducir los efectos potenciales del calentamiento global. Incluye desde la reducción de las concentraciones de gases de efecto invernadero mediante la disminución de emisiones o la absorción de dióxido de carbono por distintos medios, hasta nuevas tecnologías que deberían implementarse en una escala nunca vista como el "secuestro" de carbono o el manejo de la radiación solar. Estas últimas, englobadas bajo la denominación de “geoingeniería” todavía no cuenta con la aprobación de la mayor parte de la comunidad científica internacional por el alto riesgo (o costo) que implican, pero están empezando a captar el interés de algunos audaces que piensan que no reduciremos las emisiones de carbono lo suficientemente rápido como para evitar todo tipo de catástrofes en las próximas décadas.
La idea de la modificar la radiación solar o influir en el clima en escala planetaria no es nueva. Ya en 1965, el comité científico que asesoraba al presidente norteamericano Lyndon Johnson sugirió que podría ser necesario aumentar la reflectividad de la Tierra para compensar las crecientes emisiones de gases de efecto invernadero. Desde entonces, el voltaje controversial de estas ideas las convirtió en un “tabú” científico, pero poco a poco están empezando a dejar de serlo y hay quienes piensan que merecen atención.
“Un número creciente de investigadores está ejecutando simulaciones por computadora y proponiendo experimentos al aire libre en pequeña escala”, escribe James Temple en la MIT Technology Review.
En principio, la geoingeniería abarca dos grandes áreas: extraer dióxido de carbono para que la atmósfera atrape menos calor y reflejar más luz solar hacia afuera del planeta. Incluye ideas como colocar protectores solares en el espacio o dispersar partículas microscópicas en el aire para hacer que las nubes sean más reflectantes.
Uno de los conceptos más visitados de la geoingeniería solar se basa en rociar partículas en la estratósfera, un procedimiento llamado "dispersión de aerosoles estratosféricos". Sus defensores se basan en que la naturaleza ya mostró que sirve cuando la erupción del Monte Pinatubo, de Filipinas, en el verano de 1991 arrojó al espacio unos 20 millones de toneladas de dióxido de azufre. Como resultado, los termómetros globales disminuyeron alrededor de 0,5 °C, en promedio, durante los siguientes dos años. El concepto ganó atención hacia finales de 2006, cuando Paul Crutzen, ganador del Nobel por su investigación sobre el agujero de ozono, pidió en un artículo que se investigaran estas técnicas.
Uno de los proyectos emblemáticos en este tema es el “Scopex”, financiado por Bill Gates y desarrollado por el científico de Harvard David Keith. El plan consiste en esparcir materiales como carbonato de calcio para atenuar la radiación solar. Estaba previsto que este año se realizaría un experimento pequeño que consistía en remontar un globo con hélices y sensores a alrededor 20 km de altura para liberar entre 100g y 2 kg de materia a lo largo de un kilómetro. Luego, la aeronave volaría a través de la columna e intentaría medir qué tan ampliamente se dispersan las partículas, cómo interactúan con otros gases y qué tan reflectantes son.
Otro megamillonario, Elon Musk, está apostando 100 millones de dólares a una visiión diferente. Es la que se está desarrollando, entre otros lugares, a pocos kilómetros de Reikiavik, Islandia, donde se instaló una gigantesca central que se propone “aspirar” dióxido de carbono del aire y convertirlo en piedra.
Se trata del proyecto Orca: una instalación que mezcla el CO2 con agua y lo deposita bajo tierra para que se mineralice. La ecuación, por ahora, es viable gracias a que utilizan la abundante energía geotérmica de la zona, ya que de lo contrario la planta produciría más contaminación de la que puede eliminar. Sin embargo, la idea todavía no es verdaderamente eficaz: se necesitarían miles de estas plantas para que hicieran una diferencia.
Mientras tanto, los investigadores de la Universidad de Washington, en asociación con el Centro de Investigación Xerox de Palo Alto y otros grupos, propusieron que dispersar diminutas partículas de sal del agua de mar hacia las nubes bajas podría formar gotas adicionales, aumentando el área superficial y, por lo tanto, la reflectividad de las nubes. Se preveía probarlo en algún lugar de la costa del Pacífico de los Estados Unidos.
Otras propuestas se basan en experimentos de fertilización del océano con hierro para estimular el crecimiento de fitoplancton, lo que extraería el dióxido de carbono del aire, pero son muy resistidas por la incertidumbre acerca de su real efectividad. Con resultados no concluyentes, Estados Unidos y China, entre otros, incursionaron en la “siembra de nubes” con partículas para aumentar los niveles de lluvia o nieve.
Por ahora éstas y otras técnicas se estudian mayormente en simulaciones por computadora o experimentos de laboratorio y muchos advierten que ninguna de estas tecnologías se convertirá en una “bala mágica” tan rápido como para liberarnos de la necesidad de reducir las emisiones. Y son muchos los críticos que advierten que incurrir en semejantes modificaciones de los ecosistemas terrestres es temerario. Otros, sin embargo, están empezando a considerarlo ante las evidencias de que, a falta de un cambio de rumbo, estos riesgos empalidecerán frente a los desastres que se anticipan por el calentamiento.