El magnífico auditorio del Centro Cultural de la Ciencia estuvo ayer colmado a tal punto que hubo quienes se sentaron en los pasillos para asistir a la entrega del premio más importante que otorga una fundación privada a la ciencia local. El Bunge y Born 2022, precedido por una prestigiosa lista de 59 ediciones, se otorgó esta vez en su versión mayor al investigador superior del Conicet y decano fundador del Instituto de Nanosistemas de la Universidad Nacional de General San Martín, Galo Soler Illia, y en la categoría “estímulo”, a la joven María Molina, investigadora independiente del Conicet en la Universidad Nacional de Río Cuarto. Ambos fueron reconocidos por sus avances en un área transversal a varias disciplinas científicas y con singular impacto tecnológico, como es la modificación de las propiedades de la materia interviniendo en escalas de la millonésima de milímetro.
“Es maravilloso ver tanta gente aquí para celebrar a dos científicos”, dijo Jorge Born en la apertura de la velada.
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Y cerró el ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación, Daniel Filmus: “Tenemos que aprender de la continuidad de este premio que se entrega ininterrumpidamente desde hace casi seis décadas. No hay que permitir que volvamos a políticas pendulares en ciencia”.
Soler Íllia, nieto del expresidente radical Arturo Íllia, se graduó como doctor en Química en la Universidad de Buenos Aires y luego viajó a hacer un posdoctorado en Nanomateriales en la Universidad de París VI. Es profesor asociado en la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA y académico titular de la Academia Nacional de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. El premio (cuyo monto no fue revelado), le llega cuando ya es una figura de referencia en esta área.
“La nanotecnología estudia lo que ocurre cuando uno pone a la materia en tamaños del orden de entre uno y 100 nanometros (millonésimas de milímetro) –explica–. La escala que nos interesa a nosotros es la que está justo por encima de los átomos (que se miden en ángstroms, que son fracciones de nanometros) y las moléculas. Las propiedades de los materiales no solamente dependen de su identidad, sino también del tamaño, de la forma de las partículas. Un ejemplo típico es el del oro. Todos sabemos que es dorado, que conduce la electricidad, que funde a 1064 grados. Lo cortamos en pedacitos y siempre tenemos polvillo de oro dorado, pedacitos de oro que tienen las mismas características fisicoquímicas. Incluso Arquímedes en su célebre demostración, pudo deducir si una corona estaba hecha de oro, o de una aleación de oro y plata, midiendo su densidad. Pero ¿qué pasa cuando el oro es nanométrico? Es una pequeñísima bolita de color rojo y ya no funde a mil grados sino a 900. Y ya no tiene la misma densidad. Cambian las propiedades físicas y químicas. Es interesante, porque si uno asocia una única propiedad a cada material, [en escalas nanométricas] se abren dos dimensiones más, que son dependientes de la forma y del tamaño”.
Un ejemplo permite hacerse una idea de la diferencia de tamaños entre la escala natural de nuestra vida diaria y las partículas con las que trabajan los nanotecnólogos: “es como si un ser del tamaño del planeta Tierra estuviera trabajando con mucha precisión, con una pelota de fútbol”, dice Soler Íllia.
Empíricamente, estas propiedades de lo pequeñísimo se utilizan desde hace tiempo en diferentes industrias, para hacer pinturas, fármacos, tecnología nuclear, catalizadores… Pero el énfasis en entender lo que sucede en esas nuevas dimensiones, poder “programar” materiales y aprovechar sus efectos empieza hacia finales del Siglo XX y principios del XXI. “Los primeros que avanzan en ese sentido son los Estados Unidos, cuando Clinton genera la iniciativa norteamericana de nanotecnología”, cuenta.
El científico se sintió cautivado por estos mundos liliputienses desde que era estudiante. Se convirtió en ayudante del Departamento de Química Orgánica, Analítica y Química Física e ingresó en el grupo de investigación de Miguel Blesa, premio Houssay 1988. “Con un gran colega, Roberto Candal, cursábamos 30 horas por semana. Y quien dice 30 dice 40 –bromea Soler Íllia–. Ahí empezamos a trabajar con óxidos de cobre. En ese momento, interesaba hacer partículas pequeñas de tamaño homogéneo y perfecto. ¡Era hermoso ver esa bolitas al microscopio, todas iguales! Me apasioné. Después me puse a mezclar cosas y un día tenía una tesis en química de materiales en la que habíamos empezado a entender los fenómenos que había detrás de su construcción”.
Hijo de un abogado (que le regaló su primer juego de química, con el que, como suele recordar, prendieron fuego la mesa del comedor) y de Emma Íllia, de inclinaciones artísticas, habla de la ciencia que practica con el mismo entusiasmo y pasión que lo atrajeron desde sus primeros años: “Lo bueno que tienen los científicos es que a uno le pagan por seguir siendo niño –comenta–. Newton lo expresó muy bien. El decía que cada vez que hacía algún descubrimiento se sentía un chico que encontraba en la playa un caracol más bonito, pero que ante él estaba el océano infinito de la verdad. Y nosotros somos un poco así. Cada vez que encontramos algo interesante, algo lindo, nos entusiasmamos. Poder explorar y descubrir esos hermosos mundos microscópicos, entender porqué ocurren es un desafío intelectual tan complejo que da alegría enfrentarlo”.
Para generar partículas nanométricas, los científicos ponen en práctica diferentes herramientas. Pueden lograrse ensamblando átomos y moléculas, con una técnica llamada "de abajo hacia arriba" (bottom/up) o miniaturizando objetos grandes. “Muchas veces es como hacer un bonsai, como hacer crecer un árbol, pero de a poquito. Primero armamos el objeto y luego lo controlamos. Hoy, ya estamos diseñando verdaderos nanosistemas –detalla–. Solo estamos limitados por la imaginación”.
Uno de los últimos trabajos de su equipo fue generar una partícula nanométrica de oro y recubrirla con un polímero, de tal manera que cada uno de los dos nanocomponentes tuviera su propia característica. “La partícula chiquitita es como una ‘nano cocina’ –ilustra Soler Íllia–. Si se la ilumina con luz verde, toma energía de la luz y la disipa en forma de calor. O sea que esa diminuta pepita de oro se calienta, hace que las partículas del polímero que la ‘visten’ se contraigan y expulsen las moléculas que hay adentro. Es decir, que estamos programando objetos y les estamos dando cierta inteligencia, capacidad para responder a estímulos externos”.
“La alegría que sentí cuando recibí la llamada diciendo que me habían adjudicado el premio fue enorme. Justo estaba manejando, tuve que pedirles que me esperaran un poquito hasta poder frenar. ¡No lo podía creer! –cuenta María Molina (31), nacida en Venado Tuerto, doctorada en la Universidad Nacional de Rio Cuarto y posdoctorada en la Universidad Libre de Berlín, donde se especializó en la utilización de nanogeles como sistemas de liberación controlada de drogas en terapias anticancerígenas–. Es algo muy especial porque uno no se presenta, la Fundación elige un área y forma un comité de expertos independientes. O sea que lo otorgan los propios colegas”.
Investigadora independiente del Conicet en el Instituto de Investigaciones en Tecnologías Energéticas y Materiales Avanzados (Iitema) de la Universidad Nacional de Río Cuarto (UNRC), su trabajo consiste en explorar nanogeles inteligentes multifuncionales. “Son partículas poliméricas que absorben mucha cantidad de agua y sirven como vehículo de principios activos –explica–. Trabajamos en tres líneas de investigación principales. Una es la que inicié estando en Alemania, en la que intentamos utilizar estos nanomateriales en terapias anticancerígenas, como vehículo de fármacos oncológicos, para aumentar la eficacia terapéutica y disminuir los efectos adversos. Diseñamos terapias combinadas (quimioterapéutica con fototérmica), lo que nos permite eliminar las células cancerígenas no solo por la droga, sino también porque estos nanomateriales son capaces de absorber luz y calentarse. Entonces las células sufren un shock térmico y se mueren. La segunda línea la desarrollamos por completo en la Universidad Nacional de Río Cuarto, en colaboración con la doctora Inés Islas, y consiste en la utilización de nanomateriales para disminuir la resistencia a los antibióticos. Y en la tercera trabajamos con Fabrisio Alustiza, del INTA de Marcos Juárez, donde poseen una estación experimental agropecuaria. Con él, estamos diseñando nanogeles como vehículos de antígenos vacunales para tratar la pleuroneumonía en cerdos. Desarrollamos la plataforma vacunal e inmunizamos a los cerdos por aspiración de estos nanogeles que llevan adentro el antígeno. Pudimos ver que tienen resultados inmunogénicos similares a los que se observan en vacunas comerciales, pero producen menos inflamación”.
Madre de dos hijas de cuatro y siete años, Molina dice que el mayor desafío que enfrentó en su carrera fue liberarse de lo que se conoce como “el síndrome del impostor”; es decir, sentirse segura de que el lugar ganado responde a méritos propios y no a la suerte, el cupo femenino o cualquier otro sesgo. “En la época en que me decidí a estudiar este tema, había muy pocas mujeres en ciencia que fueran conocidas como modelos a seguir –cuenta–. Es más, todavía estoy rodeada de científicos varones. Creo que hay que romper con este esquema. La mujer tiene que trabajar dos, cuatro o cinco horas más, porque tiene que ocuparse mucho de la familia y por ahí le cuesta producir tanto como un varón (especialmente mientras sus hijos son chicos) en la vida académica. Y eso, a la hora de la producción, pesa. Si bien hoy es más fácil, hay muchas mujeres muy conocidas y que están haciendo excelente ciencia en la Argentina, me parece que es importante visibilizarlo más. Si tuviera que dar un mensaje a las jóvenes, les diría que se animen”.
A la hora de los agradecimientos, Molina recordó a sus mentores, compañeros de trabajo y amigas. Y por supuesto, a la familia: “A mis padres. A mis hijas, Julia y Anahí, que me llenan de alegría, me enseñan, interpelan y desafían –dijo, muy emocionada–. Este premio les pertenece por todas las horas robadas. Y también a mi esposo Juan, compañero y colega, que siempre está a mi lado”.
Por su parte, Soler Íllia, también padre de tres hijas, reconoció: “Este momento es impresionante para mí por todos los nombres que nos precedieron –dijo–. Somos pioneros, los primeros que recibimos este premio por la nanotecnología. Es como dar el primer paso en la Luna. Cuando recibí el llamado y hablé con el jurado, toda mi vida me pasó por delante. Es una experiencia transformadora”.
Y más adelante agregó: “Arthur Clarke decía que las tecnologías avanzadas son indistinguibles de la magia. Cuando construimos sistemas a control remoto que se desplazan por el cuerpo, cuando inventamos superficies que toman decisiones o cuando recuperamos metales preciosos de la basura, estamos haciendo un poco de magia. Pero cuando lo hacemos desde un país periférico en ciencia, como el nuestro, sujeto a crisis y cambios de rumbo, eso puede calificarse casi como un milagro (…) Decía Ray Bradbury: ‘salta del precipicio y ve construyendo tus alas mientras caes’. Bueno, eso describe muy bien mis últimos 20 años. Pero como ya les dije, es un gran viaje y sigo aquí (…) Quiero agradecer a todos y nuevamente a la Fundación Bunge y Born por premiar a este chico de rulos que un día quemó la mesa del comedor con su juego de química y que seguirá recorriendo los caminos de este hermoso y vasto arte, juntando preguntas, divirtiéndose y transmitiendo el conocimiento a futuras generaciones mientras construye castillos nanométricos”.