En las entrañas de la “fábrica” del agua

Su planta de Palermo toma del Rio de la Plata 40.000 litros por segundo y la potabiliza en un predio de 28 hectáreas; abastece a alrededor de seis millones de usuarios y participa en proyectos de investigación

07 de agosto, 2022 | 22.07

Louis Pasteur, el sabio francés (químico, físico, matemático y bacteriólogo) que vivió entre 1822 y 1895, y al que la humanidad le debe, entre muchos otros avances, haber desarrollado la vacuna antirrábica y haber refutado experimentalmente la teoría de la “generación espontánea” de las enfermedades infecciosas, pasó los siete últimos años de su vida en una casona de dos pisos del número 25 de la calle Docteur Roux, en París.

Hoy, el espléndido edificio, convertido en museo, no solo sorprende con una colección de cientos de instrumentos científicos y por la cripta de mármol en la que descansan él y, a sus pies, su mujer, Marie (que lo ayudaba en sus investigaciones siempre en las sombras y sin recibir ningún crédito), sino también por un pequeño detalle en el baño de dimensiones más que reducidas: una canilla de “agua corriente”. Parece que en esos tiempos era el colmo de la modernidad.

Por suerte, en el tiempo transcurrido desde entonces, disponer de agua segura y de calidad dejó de verse como un privilegio y pasó a considerarse un derecho humano. En la CABA y 26 partidos del conurbano, un conglomerado de unos seis millones de personas, ese servicio es responsabilidad de la empresa Agua y Saneamientos Argentinos (AYSA), cuya sede principal está ubicada en Palermo, al costado del Club Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires, entre la Avenida Figueroa Alcorta y el Río de la Plata.

Vsita a la planta central de Aysa, en Palermo

Río color de león

Con una superficie de 28 hectáreas, la planta histórica “General San Martín”, ocupa el cuarto lugar entre las más grandes del mundo. Empezó a construirse  en 1913 y se inauguró en 1928. Tiene a su cargo no solo la potabilización, sino también el saneamiento del agua que consumimos en esta parte del país. “Una vez utilizada, fluye por otra cañería (el desagüe cloacal) hacia alguna de las 20 plantas depuradoras que se encargan de tratarla para devolverla al Río de la Plata o a algún otro que atraviesa el Gran Buenos Aires en las mismas condiciones en que la sacamos”, explica la ingeniera en alimentos Yanina Barrio, jefa de la planta.

Una recorrida por sus instalaciones, que están activas las 24 horas todos los días del año, ayuda a entender el complejo proceso que implica disponer de agua potable en cualquier momento y desechar en forma segura las aguas servidas.

La primera planta potabilizadora, hoy reinstalada en el predio de Palermo

“La primera planta potabilizadora que tuvo la Ciudad de Buenos Aires [cuando no alcanzaba a los 200.000 residentes] estaba ubicada en Recoleta, donde hoy se encuentra el Museo de Bellas Artes –cuenta Fernanda Inunciaga, una de las guías del Programa de Visitas de la compañía–. Se inauguró en 1874 y producía 800.000 metros cúbicos por día”. Tenía dos bombas de vapor que se utilizaban para tomar agua del río y para distribuirla en la ciudad.

“Reemplazó a los aguateros que cargaban en sus carretas el agua del río (al lado de donde lavaban las lavanderas, se descargaban mercaderías, y se iban o llegaban los viajeros) –cuenta Alejandro Barrio, director técnico y de desarrollo tecnológico, y presidente del Consejo Federal de Entidades de Servicios Sanitarios (Cofes)–. Fue todo un adelanto para la época”.

Hoy, en la de Palermo y en otras dos potabilizadoras de agua superficial (una llamada “Manuel Belgrano”, situada en Bernal, que terminó de construirse en 1978, y una tercera denominada “Juan Manuel de Rosas”, en Tigre, que se concluyó en 2014 y que, a diferencia de las dos primeras, toma agua del Paraná de las Palmas), se procesa alrededor del 85% de la producción de la que consumimos en la zona urbana mencionada. Solo en Palermo se potabilizan tres millones de metros cúbicos por día.

El ingreso del agua a la planta se hace mediante ocho electrobombas

Captación

Todo empieza con la captación, que se hace a través de tres “torres-tomas” (las “casitas” que se advierten desde la Costanera, a unos 1200 metros de la costa) y que poseen dos aberturas cubiertas por rejas para impedir que ingresen residuos de gran tamaño que podrían dañar las maquinarias. Por un sistema de vasos comunicantes (con un conducto inclinado hacia el río), ingresan 40 metros cúbicos de agua por segundo. Desde la cámara uno, se distribuye a dos salas “de elevación” en las que hay ocho bombas, cinco de las cuales existen desde hace más de 100 años, y la dirigen hacia la planta por un conducto de hormigón pretensado que mide 5,4 metros de diámetro.

“Por su condición de estuario, el Rio de la Plata no tiene una corriente constante ni características fisicoquímicas y biológicas estables –explica Inunciaga–. Por eso, hay que monitorearlo constantemente para anticipar cómo viene la calidad del agua. Lo hace con un barco (“Orión”), que va tomando muestras mientras navega, y con estaciones automáticas (equipadas con medidores de carbono orgánico total, para sensar los componentes de materia orgánica e inorgánica, de amonio y de algas) ubicadas a lo largo del río Paraná, desde la localidad de Itá Ibaté, al norte de Corrientes, hasta el Náutico de San Isidro”.

Cuando Buenos Aires era una aldea, el agua la distribuían los aguateros, que ingresaban al rio para llenar sus toneles

Además, la empresa posee tres sistemas de control que funcionan en simultáneo. El laboratorio de planta controla todos los parámetros del agua y los insumos que se le van agregando. El “central” lo hace con mayor detalle y tecnologías de punta. Y, por último, hay un conjunto de controles que toman datos en continuado que se registran en computadoras accesibles desde cualquiera de los laboratorios.

Gracias a ocho electrobombas que elevan cada una 25.000 metros cúbicos (o 25 millones de litros) por hora, el agua ingresa a los espacios de potabilización.

Coagulación

El agua que se toma de nuestro rio “color de león”, tiene abundante materia orgánica en suspensión y también arcillas, un tipo de sedimento compuesto por minerales de grano muy pequeño que se comportan como “coloides” (término que deriva del griego "kolas" que significa “que puede pegarse”; es decir, que tiende a agregarse). En la vida diaria los encontramos en geles, gelatinas, cremas y emulsiones. “Son partículas muy chicas que tienen cargas superficiales y que interactúan entre sí, por eso el agua se ve turbia y no cristalina –prosigue Inunciaga en su descripción–. Entonces, si uno pone el agua ‘cruda’ en una botella y la deja quieta para que decante, pueden pasar años sin que termine de sedimentar”.

Controles y sensores automáticos

Para poder separarlas, es necesario agregar un coagulante. En la planta de AYSA se utilizan dos que funcionan del mismo modo: sulfato de aluminio y policloruro de aluminio. Son moléculas grandes, con carga positiva (al contrario que las de arcilla) y que se pueden polimerizar (formar cadenas). Se incorpora el coagulante al agua por medio de un dispersor en un equipo que los mezcla muy rápido para desestabilizar los coloides y que empiecen a aglutinarse en partículas más grandes conocidas como "flocs".

Se neutralizan las cargas y cuando se esté llegando a la decantación se le agrega otro compuesto (un polielectrolito), que ayuda a que varios flocs se aglutinen, adquieran un tamaño de entre 1,5 y 2,5 mm, y sean más densos que el agua, lo que acelera la decantación.

Decantación

Unas máquinas con paletas que agitan el agua (llamadas “floculadores”) permiten que el contacto del coagulante con las arcillas sea mejor y que éstas se vayan hundiendo, detalla Matías Terracina, otro de los guías de visitas de Aysa. Mientras en los 20 grandes piletones de seis metros de profundidad por 10 metros de largo, 25 m de ancho y 18.000 metros cúbicos de capacidad, el líquido permanece en una semiquietud, se va formando una capa de barro. Son las arcillas que caen hacia el fondo, y deben ser removidas cada cierto tiempo y devueltas al río. “Así, eliminamos entre el 93% y el 97% de la turbiedad y, también, materia orgánica”, explica el ingeniero Barrio.

Alcalinización

El coagulante que se agrega para remover las arcillas hace que el agua se acidifique. Y aunque nadie lo notaría al tomarla (una bebida gaseosa tiene un pH, o coeficiente de acidez, mucho mayor), eso con el tiempo puede corroer las cañerías, que están hechas de concreto. Para evitarlo, se procede a la alcalinización. “Trabajamos con cal viva que nos llega desde San Juan en bolsones de una tonelada –cuenta Terracina–. Acá primero se “apaga” agregándole agua, un proceso durante el cual libera calor, y luego se le sigue agregando agua y agitando hasta lograr una ‘lechada de cal’, que se administrará en las reservas buscando no neutralizar el pH, o sea, no llevarlas a una acidez neutra, sino a lo que se conoce como ‘pH de saturación’: se le echa cal hasta que ya no puede disolver más sin que se deposite”.

El proceso de filtración permite quitarle todo remanente de turbiedad

Filtración

Para remover lo que queda de turbiedad, el agua debe atravesar 130 filtros de dos tipos compuestos por un manto de arena de igual granulometría (0,9 mm). Unos son lentos: el manto de arena es de 60 cm y se encuentra apoyado sobre un sostén de rocas de granulometría creciente (de arenas gruesas a gravas).

Otros son rápidos: solo cuentan con el manto de arena, que en este caso mide alrededor de un metro y se apoya sobre una placa de hormigón en la que hay unas boquillas de metal que solo permiten el paso del agua.

Una vez que pasó por los filtros, en los que quedan los flocs que no retuvieron los decantadores, el agua clarificada se dirige a las galerías de reserva subterránea. Pero aunque la turbiedad ya está dentro de los parámetros que exige la ley para el agua potable, todavía no está lista para ingerirse. Queda por resolver el aspecto microbiológico; es decir, eliminar las posibles bacterias patógenas.

Cloración

Para desinfectar el agua, se le agrega cloro, una técnica que empezó a utilizarse alrededor de 1907. Todos los días llegan a la planta de Palermo 40 toneladas de cloro líquido en tanques de una tonelada cada uno. Este se vaporiza y se mezcla con agua filtrada para formar lo que se denomina “solución clorógena”.

“Es algo así como una súper lavandina, mucho más potente que la doméstica –ilustra Terracina–. De esa forma el agua no solo será cristalina, sino también potable, y libre de bacterias y microorganismos”.

Se utiliza el cloro y no otro método de desinfección por varias razones; entre ellas dos principales. La primera es que permite potabilizar grandes volúmenes de agua a diario. Y la segunda es que tiene una acción residual, prosigue Inunciaga. No solo actúa en los tanques de reserva subterráneas, sino que sigue haciéndolo durante la distribución hasta la puerta de nuestras casas.

De este modo, aclara, si abrimos una canilla y sentimos olor a cloro, significa que el agua está apta para consumo (en todo caso, podemos dejarla reposar unos instantes a temperatura ambiente y se disipa). La ley exige una cantidad mínima de cloro en el agua, pero no dispone un límite máximo. O sea, que tiene que llegar al último de los usuarios con 0,2 miligramos por litro. Cuánto se le agrega depende del estado del agua. Eso lo van midiendo múltiples sensores y lo controla el personal del laboratorio de planta, que hace un millón de determinaciones por año y es considerado uno de los más avanzados de América latina.

“Luego de clorarse, el agua sale de las plantas por verdaderos ríos subterráneos. Son caños de cuatro o cinco metros de diámetro, enterrados a 30 metros de profundidad y que recorren 90 kilómetros por debajo de la ciudad –subraya Alejandro Barrio–. Cada tanto, hay una estación elevadora que absorbe agua y la inyecta a presión en la red para que llegue a cada hogar. Esas estaciones tienen un sistema de recloración, por si hiciera falta”.

Una vez utilizada, AYSA también debe hacerse cargo de devolverla limpia al rio, un proceso que se realiza en 20 plantas depuradoras.

“Esta instalación está continuamente en obra –comenta Yanina Barrio–. Sufre adecuaciones y optimizaciones tecnológicas constantes para poder entregar un servicio cada vez mejor, que cumpla con los estándares de calidad definidos por el marco regulatorio y asegure inocuidad, seguridad y salud de los trabajadores y el ambiente”.

Sus especialistas, junto con los  del Instituto Malibrán y el Conicet, intervienen en proyectos de investigación para la detección de bacterias resistentes y virus, como el de la polio y el Covid, en aguas residuales, entre otros.