En 1609, Galileo Galilei se enteró de un invento que no era mucho más que un juguete de feria: un tubo con dos lentes que permitía ver mejor (más cerca) objetos distantes, el telescopio. Hábil artesano, construyó uno de ocho aumentos (dicen que con un tubo de órgano, de 1,27 m de largo) y ese mismo año demostró ante las autoridades de Venecia su potencial utilidad para estudiar el cosmos. Con ese instrumento, vio las manchas del Sol, las montañas y cráteres de la Luna, y las lunas de Júpiter (que llamó “planetas medicianos”, en honor de los Medici).
Cinco siglos más tarde, la humanidad se prepara para lanzar al espacio el telescopio más grande, complejo y potente jamás construido. Una maravilla de la tecnología que no solo nos permitirá observar muy lejos en el espacio, sino también hacia atrás en el tiempo, nada menos que hasta el momento en que se encendieron las primeras estrellas y galaxias, alrededor de 250 millones de años después del Big Bang, la explosión inicial.
El James Webb Telescope, un prodigio de la ingeniería, desarrollado por la NASA, la Agencia Espacial Europea y la Agencia Espacial Canadiense, está listo para despegar de la base aeroespacial de Kourou, en la Guayana francesa. Si la meteorología acompaña, será el sábado de Navidad, lo más temprano posible dentro de una ventana de tiempo que va desde las 9.20 hasta las 9.52 de la Argentina.
Una vez ubicado a más de un millón y medio de kilómetros de la Tierra, un lugar hasta donde tardará un mes en llegar, y después de otros seis que le llevará terminar de desplegarse, reducir su temperatura y poner a punto sus sistemas operativos, tendrá una ubicación privilegiada para observar el universo, sin las distorsiones y las barreras que impone la luminosidad de nuestro planeta y la Luna.
A un costo de 9.700 millones de dólares (y 800 millones más para su operación), el Telescopio Espacial James Webb es una de las misiones más difíciles que se hayan intentado. Después de más de veinte años de desarrollo y de numerosos retrasos (a diferencia del Hubble, que está a unos 550 km de distancia, no se pueden enviar astronautas para que lo arreglen si algo falla), se puede decir sin exagerar que se trata de un reto sin precedente.
Es tan grande, que los ingenieros lo diseñaron para que se lanzara plegado como un origami en la punta de un cohete Ariane 5. Su despliegue implicará cumplir con una compleja coreografía, "una serie de movimientos más complicados que cualquier otro que se haya intentado en el espacio, con 344 'puntos únicos de falla', en la jerga de la NASA, y lejos de la ayuda de cualquier astronauta o robot en caso de que las cosas se compliquen", subraya Overbye. Y después de finalizada esa danza, los 18 espejos hexagonales que en conjunto miden cuatro veces más que el del Hubble deberán ser alineados por medio de motores, ajustándolos al milímetro para que funcionen como uno solo. Sus cámaras infrarrojas requieren temperaturas más frías que la que se registra en la superficie de Plutón y para mantenerlas en ese nivel está provisto de un parasol del tamaño de una cancha de tenis.
A través de esa ventana a horizontes nunca antes vistos se espera observar la tenue luz de galaxias que se formaron hace 13.500 millones de años y estudiar exoplanetas, que hasta ahora se detectan por la leve variación en la luz de una estrella cuando pasan por delante, y sus zonas de gestación. Hay muchas teorías sobre su formación, pero no datos para corroborarlas.
“Nos permitirá registrar el nacimiento de las primeras estrellas y galaxias que empezaron a brillar después del Big Bang –se entusiasmaba Matthew Greenhouse, director científico de la misión, durante una visita a Bariloche hace unos años para para asistir a una conferencia internacional sobre “Galaxias distantes”–. Y no solo eso. También observará la atmósfera de planetas de fuera del Sistema Solar en busca de la huella química de la vida”.
Ojo titánico
Desde el amanecer de la humanidad, siempre nos preguntamos por la naturaleza de esas luces que alumbran el cielo nocturno. “Las galaxias distantes cuentan el principio de la historia –comentó la astrónoma Karina Caputi, licenciada en física del Instituto Balseiro y que ahora trabaja en la Universidad de Groningen, en los Países Bajos, organizadora de esa reunión científica–. En el inicio, el universo era demasiado caliente y caótico como para formar estrellas y galaxias. Había una ‘sopa’ de partículas elementales (protones, electrones) y también radiación. Pero cuando empieza a inflarse y se enfría lo suficiente, los protones y los electrones se recombinan para dar lugar a los átomos de hidrógeno, que son opacos a la luz y no dejan pasar la radiación. Empieza lo que se conoce como ‘la edad oscura’ del universo”.
Las hipótesis existentes sugieren que el medio interestelar contiene nubes gigantes de gas y polvo. A veces, éstas colapsan y empiezan a calentarse hasta el punto en que se desata la fusión nuclear y comienzan a brillar.
Ardieron con fuerza y murieron rápidamente en espectaculares explosiones de supernova, disipando la tenebrosa niebla de gas que quedaba de los fuegos artificiales primordiales conocidos como el Big Bang hace 13.800 millones de años. "De esas chispas surgió todo lo que nos interesa en el universo: la larga y continua cadena de evolución cósmica que ha producido todo, desde galaxias y planetas hasta microbios y nosotros", escribe Dennis Overbye, en The New York Times.
Al nacer, las estrellas están muy calientes y emiten luz ultravioleta; pero cuando ésta viaja hacia nosotros a través del universo en expansión, sus ondas se alargan, por lo que se desplazan hacia el extremo infrarrojo del espectro.
“Decimos que hay un corrimiento al rojo por algo que se conoce como ‘efecto Doppler’ –explicó Caputi–. Es similar a lo que ocurre cuando uno escucha una sirena de ambulancia cuya tonalidad cambia cuando se está alejando o acercando y las ondas de sonido son emitidas por un cuerpo en movimiento. En el cosmos lo que se está moviendo es el universo mismo”.
Según la astrónoma, hasta donde se sabe, las primeras galaxias eran bastante distintas de las que vemos hoy. El universo era un lugar mucho más activo, la formación de estrellas sucedía muy, muy rápido, y las galaxias eran más irregulares. “El universo joven era un lugar muy violento“, subraya.
“El Webb será ideal para entender la dinámica de la formación estelar hasta un punto que todavía no podemos prever –aseguró Greenhouse–. Más cerca de casa, permitirá estudiar el disco de residuos que hay alrededor de nuestra propia estrella, la materia primordial que quedó de la formación de nuestro Sistema Solar.”
Claro que todo esto es más fácil decirlo que hacerlo. Cuando los científicos e ingenieros trazaron sus ideas en lápiz y papel por primera vez, se dieron cuenta de que necesitarían siete veces la capacidad del Hubble para observar esa luz extremadamente débil.
Esto exigía un espejo muy grande, lo que a su vez entrañaba otros dos desafíos: cómo enviar algo tan voluminoso al espacio y, dado que cualquier cuerpo caliente emite radiación infrarroja, cómo mantenerlo suficientemente frío.
“Todo lo que está por encima del cero absoluto emite luz infrarroja –detalló Greenhouse–. De modo que si no lo enfriábamos bien, el telescopio se enceguecería con su propia emisión.”
Tuvieron que diseñar un sistema que pudiera mantenerse a ¡232 grados bajo cero! Era impensable encontrar un refrigerador mecánico para congelar un objeto de seis toneladas, de modo que fue necesario pensar en algo inédito: lo pondrán en un punto especial del espacio, a 1.609.000 km de distancia en dirección opuesta al Sol (el segundo punto de Lagrange del sistema Sol-Tierra, donde las fuerzas gravitacionales se combinan para crear una órbita estable alrededor de nuestra estrella).
Ese sitio tiene una propiedad especial que hace posible la misión: todas las fuentes de calor (el Sol, la Tierra y la Luna) están en la misma dirección. “Pero además nos dimos cuenta de que necesitaríamos un escudo solar gigantesco que permitiera mantener al telescopio a la sombra –agregó el investigador–. Tiene cinco capas de 24 por 12 metros, de un material plástico muy liviano, Kapton, recubierto de aluminio y silicio. Y como fue necesario darle cierta curvatura para que no refleje la luz hacia el telescopio, entonces cada una consiste de 50 piezas cosidas. Es suficientemente grande como para que podamos apuntar el telescopio cinco grados hacia el Sol y 45 grados en dirección contraria sin que deje de estar a la sombra. Así, cada seis meses podrá observar cualquier punto del cielo mientras se mantiene en la oscuridad”.
Un gigantesco origami
Otra dificultad que debieron resolver fue cómo encajar un espejo de grandes dimensiones en el cohete. Optaron por una arquitectura segmentada; es decir, que combina 18 hexágonos que viajarán plegados para luego ser desplegados en órbita.
“Este origami involucra 40 estructuras y 176 mecanismos de liberación –detalló Greenhouse–. Y ninguno puede fallar. Mecanizamos la parte trasera de cada uno de los segmentos para que tengan siete grados «de libertad». Desarrollamos un procedimiento que permite ajustar todas esas imágenes individuales y crear otra compuesta casi perfecta. Todo el procedimiento demandará un mes.”
Dado que el espejo está sometido a cambios de temperatura, fue imprescindible encontrar un material que no se expandiera a menos de 200 grados bajo cero: berilio cubierto de oro. Fabricarlo fue una proeza que llevó nueve años.
La estructura que sostiene los 18 fragmentos es otra maravilla de la ingeniería. Como sufre cambios de temperatura de 300 grados, fue necesario diseñarla para que sus más de 3000 piezas tuvieran un índice muy, muy bajo de expansión.
La principal cámara infrarroja es otro instrumento notable. Está hecha de una cerámica avanzada y permite tomar el espectro de 100 fuentes diferentes en una sola exposición y 100 veces más rápido.
Para hacerse una idea de la proeza tecnológica que implica, baste con mencionar que antes de que los astrónomos pudieran siquiera soñar con tener este ojo en el espacio, fue necesario crear y perfeccionar diez tecnologías que no existían. Entre ellas, materiales revolucionarios capaces de no deformarse más que una diezmilésima del grosor del cabello humano a temperaturas cercanas al cero absoluto. Se espera que funcione durante cinco a diez años. Pero por ahora, celosamente custodiado, el James Webb Science Telescope aguarda imperturbable el instante en que irá en busca de su destino en el espacio.