Los jóvenes de entre 15 y 44 años que viven en pueblos fumigados tienen más posibilidades de morir de cáncer que quienes viven en otras zonas del país. En el caso de las mujeres, esa cifra es 2,48 veces mayor, mientras que en los varones asciende a 2,77 veces más. Asimismo, el porcentaje de fallecimientos por cáncer cada 100.000 habitantes en esas localidades fue del 30%, mientras que a nivel nacional la cifra fue mucho menor, de 19,8%. Los datos surgen del primer trabajo epidemiológico del país sobre esta problemática que ha sido publicado en una revista científica internacional, elaborado por investigadores del Instituto de Salud Socioambiental (InSSA) de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario (FCM-UNR), a partir de información de 27.644 personas de ocho localidades del área agroindustrial de la Provincia de Santa Fe, obtenida mediante encuestas sanitarias realizadas por alumnos del último año de la carrera de Medicina de esa facultad, entre 2010 y 2019.
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Las localidades Acebal, Arteaga, Chabás, Luis Palacios, San Genaro, Sastre, Timbúes y Villa Eloísa fueron seleccionadas por su intensa actividad agrícola, ya que hasta el 80% de la superficie que las rodea es destinada a la producción de cultivos asociados al uso de agroquímicos y las personas encuestadas viven a menos de 400 metros de los campos fumigados y tienen ocupaciones diversas, que no están directamente vinculadas con actividades agrarias.
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“No hay en la Argentina otro estudio epidemiológico que tenga una cobertura geográfica y poblacional como la de este que hicimos, porque esas 27.644 personas representan el 68% del total de las que viven en esos pueblos, es decir, que es altamente representativo: desde el punto de vista de la cantidad de personas entrevistadas, no tiene parangón en nuestro territorio, y desde el punto de vista de la extensión geográfica, tampoco”, subraya Damián Verzeñassi, director del InSSA y uno de los autores de este trabajo junto a Alejandro Vallini, Facundo Fernández, Lisandro Ferrazini, Marianela Lasagna, Anahí Sosa y Guillermo Hough.
Verzeñassi es un referente de la lucha de los pueblos fumigados y la denominada ciencia digna. Desde el InSSA, realizaron el primer campamento sanitario en 2010 y, a través de ese dispositivo de evaluación, junto con colegas, estudiantes y comunidades, produjeron una gran cantidad de información sobre los efectos que produce la aplicación de herbicidas y plaguicidas en la salud, en 40 comunidades rurales de Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos y Buenos Aires, adonde se aplica la mayor parte de los más de 130 millones de kilos de agroquímicos que se estima que anualmente se esparcen en el país, sobre los cultivos de soja, maíz y trigo.
Durante una década de trabajo, detectaron que en las comunidades rurales proliferaban los trastornos endócrinos, los padecimientos neurológicos, los abortos espontáneos y las malformaciones de fetos y el cáncer. La investigación, recientemente publicada con el título “Cancer incidence and death rates in Argentine rural towns surrounded by pesticide-treated agricultural land” (Tasas de incidencia y muerte por cáncer en pueblos rurales de la Argentina rodeados por cultivos agroindustriales tratados con pesticidas), se enfoca en estas ocho localidades donde el cáncer constituye la principal causa de muerte, a diferencia de lo que ocurre a nivel país, adonde ese lugar lo ocupan las enfermedades cardiovasculares.
¿Qué destacaría como lo más relevante de este trabajo que acaban de publicar?
En primer lugar, el hecho de que por primera vez se haya publicado en una revista científica internacional con evaluación de pares un trabajo con resultados de los campamentos sanitarios que hicimos durante 10 años. Si algo tenían nuestros detractores era la posibilidad de alegar eso para no dar crédito y no asumir la gravedad de la situación. A partir de esta publicación, podrán coincidir o no con la necesidad de eliminar o restringir el uso de agrotóxicos en el modelo de producción, pero ya no podrán decir que no hay evidencia científica validada a nivel internacional que demuestre que vivir en proximidad a los espacios de producción que dependen del uso de agrotóxicos es dañino para la salud, al punto de que incrementa específicamente la posibilidad de enfermar y de morir por cáncer, con respecto de la media nacional.
¿Por qué no publicaron antes algún trabajo con resultados de los campamentos? ¿Fue una decisión del grupo o hubo algún otro impedimento?
Nosotros nos resistíamos a elaborar un trabajo científico porque los campamentos sanitarios eran dispositivos de evaluación y, por lo tanto, los datos y la información que recuperamos no la construíamos solamente los docentes sino también los estudiantes, los no docentes que nos acompañaron y la comunidad. Entonces, no nos parecía correcto publicar un paper con el dato simple del relevamiento si no poníamos el nombre de todos los que participaban en él, y eso era imposible. Ahora, en cambio, tomamos solamente los datos de cáncer que se construyeron durante esos campamentos y los analizamos, por eso los autores somos menos.
¿Los datos que fueron obteniendo a lo largo del tiempo les habían permitido intuir los resultados o las cifras que finalmente obtuvieron les sorprendieron?
Desde que iniciamos los campamentos, identificamos que las comunidades estaban advertidas y preocupadas fundamentalmente por el cáncer. En las 40 comunidades que hemos visitando, cuando en la encuesta les preguntábamos si había algún problema de salud en el pueblo, el cáncer era sin dudas el principal al que la comunidad refería. Y, cuando previamente a la encuesta hacíamos la entrevista y consultábamos qué problemas de salud habían padecido en el hogar en los últimos 15 años, el cáncer como enfermedad o como causa de muerte de alguien que había vivido en la casa aparecía con una presencia preocupante. Luego, cuando comparábamos con datos a nivel nacional, nos daba una diferencia de 1,68 veces más cáncer en estos pueblos que a nivel país, y cuando lo decíamos, la respuesta que obteníamos era: eso no es serio, el trabajo no está validado, ese dato es irreal o es erróneo.
Sin embargo, esa cifra resultó ser aún mayor.
Sí. Estas son las noticias que uno no quiere dar y son las situaciones en las que uno de verdad hubiera preferido decir: tenían razón, estábamos equivocados, los datos preliminares eran exagerados. Lamentablemente, estábamos equivocados pero porque subestimamos la gravedad del problema, pese a que nuestros resultados ya eran preocupantes.
Para llegar a esos datos, los compararon con los del Instituto Nacional del Cáncer…
Sí, comparamos nuestros datos con los datos publicados en las estadísticas oficiales del Ministerio de Salud de la República Argentina, que en el caso específico de cáncer los genera el Instituto Nacional de Cáncer, e hicimos comparaciones con los datos de la Agencia Internacional del Cáncer, para garantizar también la comparación a nivel internacional, pero finalmente decidimos concentrarnos en la Argentina, porque si no la diferencia era mucho mayor.
Se ha cuestionado la falta de un grupo control con el cual contrastar los datos obtenidos.
Sí, he leído algunos comentarios que reclaman eso, pero en epidemiolología no se trabaja con un grupo control sino que se hacen construcciones con información de lo que está ocurriendo en una comunidad. Nosotros comparamos los datos de esas comunidades con los de la Nación en donde esas comunidades están insertas porque nos interesa conocer qué pasa en el país.
Con respecto a los campamentos sanitarios que permitieron recolectar la información, fueron el dispositivo con el cual se recibieron más de seis mil médicos y médicas de la UNR durante diez años pero hoy ya no existen.
Así es. En el 2019 cambiaron las autoridades de la Facultad, que desde entonces es conducida por el Partido Comunista Revolucionario, y el nuevo decano tomó la decisión de eliminar el campamento sanitario como dispositivo de evaluación final de los estudiantes para cambiarlo por un examen de opciones múltiples o una entrevista en un simulador. Con mucha pelea, logramos que se mantenga el compromiso de hacer los campamentos hasta diciembre de 2019, porque ya estaban acordados con las comunidades, pero en marzo del 2020, antes de la pandemia, la gestión de la Facultad los eliminó. Lamentablemente, hoy no hay ninguna actividad académica curricular que vincule formalmente a la facultad con las comunidades y que genere información científica en términos de salud, en beneficio de las comunidades. Lo que sí está ocurriendo es que la UNR, no la Facultad, ha incorporado el concepto de actividades sociales curriculares dentro de la política académica y nos ha convocado para que aportemos ideas y experiencias, para generar dispositivos a nivel universidad e incorporar estas prácticas o actividades comunitarias con compromiso social.
¿Así fue como construyeron programa denominado Clínica Ambiental Sede Argentina (CASA)?
Sí, con CASA estamos cruzando datos epidemiológicos de las comunidades afectadas por los incendios de los humedales en la isla El Espinillo, frente a Rosario. Además, en la universidad ganamos una convocatoria de la Secretaría de Ciencia con otro proyecto de investigación interdisciplinario en el que estamos trabajando con la Unión de los Trabajadores de la Tierra (UTT) a nivel nacional, para establecer comparaciones entre quienes siembran de modo agroecológico y quienes lo hacen de modo convencional. Ya sabemos que vivir cerca de lugares donde se usan agrotóxicos genera más posibilidades de morir de cáncer y ahora queremos ver si trabajar con o sin ellos marca una diferencia en los modos de enfermar y de morir en quienes producen los alimentos que llegan a nuestras mesas.
¿Cuál es la relevancia de que las universidades públicas desarrollen este tipo de actividades y qué dificultades enfrentan para poder llevarlas adelante?
El hecho de que datos como los nuestros se hayan podido construir y difundir a través de una revista científica internacional con referato es la evidencia más acabada de la importancia de que la universidad pública tenga la misión y su objetivo central puesto en construir información y generar tecnologías que estén al servicio de las comunidades y de los pueblos, y no de las corporaciones y las empresas. El discurso de la alianza público/privada muchas veces termina fortaleciendo a empresas como Bioceres y haciendo que la universidad pública, es decir, el Estado, financie con dinero público el desarrollo de tecnologías que después sólo sirven para generarle mucho dinero a alguna empresa privada que compra algunos derechos, sólo de lo que salió bien, pero que no se hace cargo de todo lo que salió mal en la investigación previa ni del dinero que eso costó, y que además lleva a la generación de tecnologías como el trigo transgénico, por ejemplo, asociado a un incremento en el uso de agrotóxicos que son dañinos para la salud, como acaba de demostrar nuestro trabajo.
En ese sentido, también hay una tendencia a continuar sosteniendo el modelo agroindustrial hegemónico, a pesar de que cada vez existe más evidencias de sus efectos nocivos.
Durante mucho tiempo se nos mintió sobre los venenos que se usan para la agroindustria. Primero, cuando se instalaron los transgénicos en Argentina con la soja RR, que tiene un evento transgénico creado por una empresa para que su producto pueda resistir al veneno que vendía, se nos dijo que era un producto para que se usaran menos venenos, y algunos lo creyeron. 20 años después, no hay dudas de que eso era una falacia, porque se incrementó en más de 1100% el uso de estos productos, a partir de la instalación de ese evento transgénico y todo lo que vino después. La segunda falacia era que estos productos no son tan nocivos como los anteriores, pero todos los procesos de reclasificación de estos productos químicos han demostrado que son cancerígenos, probablemente cancerígenos o posiblemente cancerígenos, y que el 100% de estos productos son disruptores endócrinos, o sea que son dañinos para la salud, incluso en concentraciones muy bajas. Y la tercera falacia fue cuando ya no podían negar todo lo anterior y dijeron: bueno, pero si se usa bien no sale de donde se aplica. Sin embargo, Damián Marino, por ejemplo, con su investigación en aguas de lluvia, en los sedimentos del Río Paraná y en los alimentos que llegan a nuestros platos, demostró que todo tenía presencia de químicos y venenos.
Similar a los trabajos que se difundieron recientemente, que dan cuenta de los elevados niveles de contaminación en el agua y del exceso de sustancias químicas en los peces del Río Salado, en Santa Fe, elaborado por investigadores de la Universidad Nacional del Litoral (UNL), liderados por Rafael Lajmanovich, que desde hace décadas investiga los efectos de los agroquímicos en anfibios.
Exacto. Todo eso demuestra que no es cierto que no existe la deriva y que se puede controlar el uso de estos químicos, y nuestro trabajo se suma al de la doctora Delia Aiassa y Fernando Mañas, entre tantos otros, que ya habían demostrado el daño genético en quienes viven más cerca de los espacios donde se fumiga. Ya no hay margen para que quienes defienden este modelo se hagan los distraídos. Hablo fundamentalmente de los que tienen que tomar decisiones políticas al respecto, legisladores, funcionarios del Ejecutivo y también de la Justicia: tienen que sincerarse y decir que no les importa la salud de la población sino los números de la macroeconomía, que favorecen a algunos pocos vendedores agroindustriales y le permiten tener algo de rentabilidad al país, pero que claramente esos números macro no se ven reflejados en una mejora en la calidad de vida, ni en los índices de malnutrición o de pobreza, y mucho menos de salud.
Con información de la Agencia TSS