En el barrio porteño de Boedo, el jueves 12 de noviembre hubo un grito de gol. No jugaba San Lorenzo, no era el fútbol la excusa. A las 00 de ese día, el Boletín Oficial con la firma del presidente de la Nación, Alberto Fernández, decretaba la modificación de la ley 27.350 que permite -de ahora en adelante- el cultivo de cannabis medicinal, personal, solidario y asociado y, también, la compra de preparados y fármacos en farmacias.
En un PH al fondo, en la calle Castro, Ana y Alejandro, compañeros de vida, abren las puertas de su casa, ventilan los ambientes y diagraman la distancia social para contar las sensaciones que se desprenden de la flamante noticia que los expulsa de la clandestinidad a la que estaban subyugados por cultivar cannabis para su hijo Fidel. Ambos son docentes. Ella se define como una poeta del cotidiano y él, jardinero por andanzas, como un amante de la pacha.
Las experiencias que narran son cicatrices de una crianza compartida. Un sistema de salud muchas veces hostil, el desamparo y las burocracias estatales y la criminalización hacia los cultivadores, los llevaron a emprender una red donde pregona la empatía y el compañerismo. La Negra y El Grandote -como se llaman entre sí, con la complicidad a flor de piel- son uno de los tantos casos en Argentina y en el mundo, que encuentran en la marihuana una mejora sustancial en la calidad de vida de su hijo que llegó al mundo con síndrome de Angelman. Mientras Lila, la perra, se sacude por el piso exigiendo mimos y Fidel juega en la bañadera, Ale y Anita cuentan su viaje familiar de lucha, amor y clandestinidad.
- ¿Cuándo y cómo nació su relación con el cannabis medicinal?
Alejandro: Mi relación con la planta nació cuando quise cultivarla y compartirla. Después vino Fidel que -a parte de toda su magia- trajo con él el síndrome de Angelman, que acarrea, entre otras cosas, trastorno de sueño y, en algunos casos, convulsiones. Nos habían contado de un caso de Angelman que había comprado un aceite y había dormido 6 horas. Por lo que salimos a comprarlo en busca de que Fide pudiera conciliar el sueño. Para nosotros, el cannabis medicinal apareció en la clandestinidad y la clandestinidad es un camino oscuro y difícil.
Ana: Esto también nos llevó a pensar que la medicina iba a acompañarnos en la crianza. Y cuando nos encontramos con el fitopreparado (aceite magistral de cannabis) nos dimos cuenta que no sabíamos quién lo había preparado, si era correcto o cuál había sido su recorrido. Ahí pensamos en hacer la prueba nosotros y, a partir de eso, se nos abrió un mundo.
- ¿Cómo fue adentrarse en esa comunidad clandestina?
Ana: Empezamos a entender de qué se trataba esa clandestinidad. Comprendimos que los que ya habían hecho nuestro recorrido nos invitaban a cultivar nuestra propia medicina.
Alejandro: En esa búsqueda y en esas andanzas, Fidel en vez de dormir cuatro horas empezó a dormir dos, con un cannabis clandestino que no sabíamos de qué estaba hecho. Era un mundo nuevo para nosotros. Nos miramos con La Negra y empezamos a investigar. Estudiamos sobre qué es un ratio, qué es el THC y qué es el CBD. Como familia nos gustaría rescatar que no hay cannabis medicinal y cannabis recreativo. Es cannabis, marihuana y es espiritual. No necesitás un certificado de discapacidad ni médico. Es un empoderamiento de la salud. Ser los protagonistas, ser quienes tomamos las decisiones.
- ¿En qué momento percibieron que la planta empezaba a cambiar la calidad de vida de Fidel?
Alejandro: Primero sentimos que lo más importante fueron las personas que encontramos en ese mundo. Valeria Vidal, fundadora de la ONG Incamed, nos acompañó siempre y acompaña a muchas familias. También, Julieta Veneziano, médica especialista en endocannabinología y muy empática. Junto a ellas aprendimos a hacer nuestra propia medicina con una cosecha muy fuerte que nos brindó dos años de tratamiento para seis familias. Lo más lindo es ver cómo van mejorando. Que te manden un mensaje que diga: “Che mi hijo durmió 8 horas por primera vez en su vida”. Fidel, por ejemplo, convulsionaba cada vez que tenía fiebre y en el último año pasó de convulsionar una vez por mes a convulsionar dos veces en todo el año. Y no solo eso, las convulsiones duraban cuatro o cinco minutos y con cannabis las cortamos a treinta segundos. Una convulsión es algo muy duro que ningún padre, ninguna madre, ni ningún niño debería atravesar. Los que lo hemos padecido, sabemos que te parte al medio, te desarma el corazón ver a tu hijo así.
- La nueva ley comprende el autocultivo, pero también, el cultivo solidario. ¿En qué consiste este proceso?
Ana: La experiencia del cultivo solidario nos regaló la posibilidad de hacer nuestra propia medicina. El círculo que formamos con la gente que transitaba el mismo camino, nos acompañó y nos empoderó. En esa circularidad, nos dimos cuenta que era importante crear una cadena de favores para una medicina consciente que nos vuelva a vincular con nuestros cuerpos y nuestras decisiones. Supimos que había que armar una red de cultivo, acompañar a otras familias y nos dividimos las tareas. Ale abordó desde la parte verde y yo desde el sentir de la lucha.
Hay una anécdota que no puedo no contar. La terapeuta que nos acompañó durante la crianza, dijo que nos quería presentar a alguien y nos presentó a Valeria Vidal. Ahí conocimos también a familias que nunca habían visto una planta en directo o no sabían qué era una flor.
- Había prejuicio en esas familias?
Ana: No, había mucha esperanza. Había quienes transitaban el síndrome de Angelman con niños más grandes, con crisis más fuertes o con trastornos de sueño muchísimos peores que el de Fidel. Entonces, estábamos en el patio las cinco familias tomando unos mates y, de repente, Ale dijo que iba a regalar las flores para que todas las familias que estábamos ahí tuviéramos un año de medicina. Todos quedamos atravesados. Ahí dije “este es mi compañero, sin dudas”.
A partir de ese momento, se abrió un camino. Nuestro patio se llenó de familias cortando y armando nuestra propia medicina. La casa estaba repleta de vida y había marihuana por todos lados en plena clandestinidad.
- En los últimos años hubo una fuerte criminalización y, también, muchos casos de presos por cultivar cannabis. ¿Tuvieron miedo en algún momento?
Alejandro: La clandestinidad te hace más fuerte y vale la pena porque viene de una prohibición insólita del país del norte. La Negra no, porque es más corajuda, pero yo me levantaba a las 2 o 3 de la mañana y le decía: “Tenemos un montón de plantas, si nos vienen a buscar, ¿qué hacemos?”, y ella me decía: “Grandote, quedate tranquilo que somos un montón”.
- Se dice que este decreto viene a saldar las deudas de la ley anterior. ¿Por qué?
Ana: Por la amplitud. Ahora no hay patología. Abrieron el juego para todos a través del autocultivo.
Alejandro: Ya no se trata de aceite medicinal, es marihuana medicinal. Se puede vaporizar, si tenés un cáncer muy fuerte la podés comer, la podés fumar o podés hacer tintura madre. Hay mil cosas para hacer. La ley también vino a democratizar. Antes, podías recurrir a un fitopreparado Charlotte (su nombre es en honor a una niña estadounidense de 13 años que tenía síndrome de Dravet), ese aceite en Argentina -con todos los costos- te salía $30.000. El autocultivo es popular, nos da lugar a todos.
- Hace tiempo que, en las calles y en internet, circulan aceites y cremas cannábicas. Muchas veces, en la popularización de un producto, se pierde la noción de lo que se consume. ¿Qué hay que saber a la hora de comprar estos artículos?
Ana: Es importante que los fitopreparados sean medidos, que estén analizados y que estén correctamente compuestos.
Alejandro: El asunto es que al estar en la ilegalidad depende de la consciencia de cada cultivador. Hay cosas muy bien hechas de gente que labura a conciencia y hay cosas muy mal hechas de gente que se aprovecha de una necesidad medicinal.
- ¿Qué opinan de la venta de los productos cannábicos en farmacias?
Alejandro: Hay gente que no quiere cultivar y está bien. Hay una frase muy linda que nosotros les decimos a las familias: “La farmacia es el jardín”. Una manzanilla, un poleo, un burrito o un cannabis. Nosotros, para nuestro hijo, vamos a la farmacia y le damos la dosis mínima y necesaria para un montón de situaciones, y vamos a nuestro jardín para acompañar y mejorar nuestra calidad de vida. Esta ley nos da el derecho a generar nuestro autocultivo, a no usar agrotóxicos, a tener un compost, a trabajar nuestra tierra. Cultivar sana. Si hay un síndrome, si hay una enfermedad, si hay una patología, si hay un ataque de pánico, cultivar y hacerse cargo de una planta que te da una responsabilidad es parte de la sanación. Que esté en una farmacia, está bien, pero esta ley nos deja el autocultivo que es por lo que luchamos.
Ana: El autocultivo también nos permite ir al jardín y tomar las mezclas que precisamos, porque el fitopreparado no es universal. Somos completamente diversos y las respuestas dependen de un montón de factores donde la salud es integral pero se compone de forma diferente en cada cual. Esto abre la posibilidad de poder jugar con la planta, poder armar un botiquín canábico.
- Ahora salió esta ley. ¿Cuál es el próximo paso?
Alejandro: Ojalá aparezca una liberación de los bancos de semillas. Gente que labura consciente, con los ratios, la genética y nos brinde una opción más popular. Falta un mayor acceso a la salud. El sistema público debería preparar a los médicos y las médicas para recibir la vulnerabilidad de los que siempre están olvidados.