Argentina tiene dos grandes problemáticas que se han vuelto estructurales a lo largo de las últimas décadas: la pobreza y la inflación. Esta semana se conoció que la aceleración de la inflación de febrero fue particularmente abrupta y sobre todo en el rubro de los alimentos donde trepó al 7,5%, la cifra más alta de los últimos cinco años. La consecuencia directa es un golpe al bolsillo y a la mesa de las grandes mayorías de los sectores populares que básicamente gastan la mayor parte de sus ingresos en alimentos y productos de higiene de primera necesidad. En este contexto el Gobierno Nacional intenta dar una respuesta eficaz y política a la suba, potenciada por el aumento en el precio de los commodities por el conflicto entre Rusia a Ucrania que ha impactado en los alimentos en todo el mundo.
En un primer momento se había hablado de la posibilidad de aumentar retenciones a las exportaciones para desacoplar los precios internacionales. Es que el aumento de los precios del maíz, el trigo, la soja o las carnes en el mercado internacional, se trasladan a los precios locales, y esto se potencia ya que nuestro país exporta mucho de los productos que comen todos los días las familias argentinas. La respuesta del campo, la oposición y los sectores más conservadores ante esta última posibilidad fue abroquelarse para enfrentar al Ejecutivo amenazando con una nueva 125.
El sector corporativo que conforma al “Campo” y todo lo que ello implica pareciera administrarse en un país aparte. Algo muy similar a lo que ocurre con el emporio Clarín. Vive, se mueve y negocia al margen de lo que ocurre en las casas de los argentinos y en el resto del mundo, y reacciona brutalmente ante cualquier intento de intervención estatal. Y no sorprende que suele gozar de cosechas récords mientras aumentan los niveles de pobreza e indigencia. Si viajamos hasta 2008, vemos que en medio de una crisis económica internacional, que por supuesto afectaba a nuestro país, el Campo fue protagonista de una rebelión que incluyó cortes de ruta, piquetes, tirar leche en las rutas, y desabastecimiento, aunque solo del mercado local, ya que el acuerdo con Europa se cumplía a rajatabla con la cuota Hilton que implicaba mandar 30 mil toneladas de los mejores cortes bovinos.
La construcción de una nueva “125” y la búsqueda de la memoria colectiva reciente
El eje de todos los debates durante esta última semana en los medios de comunicación corporativos y en los discursos de la oposición, liderada por Juntos por el Cambio, estuvo centrado en enaltecer la figura del campo como la víctima de todo el asunto, y despertar las marcas del conflicto por la 125 que permanecen todavía frescas en la memoria colectiva de un amplio sector social. La estrategia es reinventar el conflicto y capitalizar políticamente todo lo que ello produce a nivel emocional. Es que además de una fuerte crisis institucional durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, el conflicto de 2008 que se extendió durante cuatro meses culminó con la conformación del “campo” como sujeto político, “homogéneo”, activo y legítimo. Un sujeto además que resultó amigable o a primera vista "inofensivo” para casi todos los sectores sociales, sobre todo las clases medias urbanas que viven rodeadas de cemento, y salieron a sostener sus reclamos y banderas.
Los titulares elegidos evidencian una postura voluntaria de Clarín y La Nación por erigirse como defensores del campo y el relato del país de la buena gente: “La oposición cruza al Gobierno por el aumento de las retenciones: ‘Con el campo, no’; “El campo huye hacia delante”; “Vamos a otra 125: la “guardia de productores que ya anticipa un conflicto con el Gobierno”, “La fascinación de entender por qué el campo es el motor de la economía”. El ex presidente Mauricio Macri se hizo presente en Expoagro y manifestó: “El campo es el gran motor que tenemos los argentinos”. No fue el único ya que el ministro de Agricultura, Julián Domínguez sostuvo que el campo “Es constitutivo de nuestra identidad”.
La Argentina Potencia y el campo como gran protagonista
En algo Domínguez tiene razón, y es que la identidad argentina este atada a los imaginarios del campo, y en ese anclaje reside su poder y legitimidad discursiva. “La Argentina Potencia” y “El granero del mundo” son dos de los mitos vertebrales que conforman los imaginarios sociales de la argentinidad. Si bien nacieron a la luz del siglo XX y la utopía agraria, en un contexto mundial y local completamente diferente, son utilizados hasta el día de hoy como ideas ordenadoras, simplificadoras de una realidad social muchísimo más compleja y heterogénea. Como dice Claude Lévi Strauss “los mitos son relatos antiguos pero simultáneamente se refieren al presente y al futuro, y cobran vida por un proceso de transformación de uno en otro’”. La clave está entonces en identificar cómo, quién y para qué se construyó el mito, y desentrañar cómo busca condicionar el desarrollo del modelo económico argentino.
En principio la repetición de figuras mitológicas como aquella sirve como disparador de resentimiento y emociones violentas de los sectores agrario concentrados de la economía, pero sobre todo de un sector de las clase media argentina que interpretan la realidad a imagen y semejanza de un país en “decadencia”. El mito originario marca el punto máximo de una Argentina potencia con un destino imperial y glorioso que fue destruido, arruinado. Como dije anteriormente la fortaleza de estas expresiones e imaginarios recae en su simpleza, eficacia y cercanía, ya que los hemos escuchado hasta el hartazgo desde hace más de un siglo. Parecieran ser más reales que la realidad, que en muchos casos evidencia lo contrario.
Argentina como supermercado del mundo ¿y de los argentinos?
A fines del siglo XIX y principios del XX los cambios en el mercado internacional crearon un escenario novedoso y prometedor para la Argentina. En Europa con la consolidación de la Revolución industrial muchos campesinos que trabajaban sus tierras debieron trasladarse a las grandes ciudades para trabajar en las fábricas. Países como Alemania, Inglaterra y Francia necesitaban nuevos mercados donde adquirir materias primas y al mismo tiempo vender sus manufacturas. La posibilidad económica de crecimiento impulsaba en nuestro país la necesidad de construcción de un modelo político, una nación, tarea que por supuesto llevarían a cabo los intelectuales liberales. El modelo del progreso civilizatorio significaba aprovechar las oportunidades que el capitalismo le daba a la Argentina, el desarrollo de la producción orientada a la exportación, mirando hacia fuera, hacia Europa.
Eso implicaba la puesta en marcha de dispositivos políticos y culturales. Uno de ellos fue el proceso de saqueo y privatización de la tierra, encabezado por el propio Estado, y el modelo de creación del ciudadano a seguir, el buen argentino, el argentino sano, frente a la demonización de los pueblos originarios, los gauchos y los criollos que eran considerados bárbaros, “atrasados”. La política incluyó poblar el territorio con inmigrantes europeos, civilizados, de buena sangre, en comparación con la muchedumbre, el espíritu rebelde del gaucho, los criollos, que resultaban inadecuados para emprender la tarea de levantar una Nación. Muchas veces los lideres políticos acudían a explicaciones raciales para explicar porque Argentina no estaba tan desarrollado como Europa o EUA. Las bases políticas de nuestro país se asentaron sobre dos grandes basamentos: el lugar de la Argentina en el mundo es el de exportar alimentos; el racismo y la actitud anti popular por la superioridad de los blancos y europeos.
El argentino del campo era quien adhería a la cultura del trabajo 24/7, no se metía en política, no protestaba, y profesaba sentimientos patrióticos y de sumisión ante el orden social. Unas décadas después, con la segunda ola inmigratoria, para las clases dominantes fueron los socialistas y anarquistas, y luego el peronismo, los responsables de un país 'anormal'. No eran solo lemas. Estos discursos del argentino del bien y el campo como última reserva moral se reprodujeron en los consumos culturales, en la literatura, el cine, la TV, los diarios, hasta convertirse en el sentir común.
El hambre es político
Desde la primera fundación de Buenos Aires que la Argentina vive en una constante contradicción a la vista de todxs: la escasez de alimentos, la pobreza y la indigencia, conviven con la abundancia. Y no se trata solo de cantidad, sino de la calidad de lo que diariamente llega a nuestra mesa y a nuestro sistema digestivo. “Argentina produce alimentos para 10 veces su población”, es otro de los mitos que nos constituyen: la idea de la Argentina como granero del mundo y el campo como productor de la riqueza nacional. Lo hemos escuchado como un mantra cientos de veces en boca de políticos, funcionarios, especialistas, economistas. Sin embargo son los mismos que luego resisten las medidas que intentan trastocar y modificar modelos de producción y consumo que nos han traído hasta acá.
Según información del Censo Agropecuario de 2018 en los últimos 30 años las explotaciones agropecuarias con límites definidos, es decir productores de pequeña escala, pasaron de 378 mil a 222 mil, por lo que se perdieron 156 mil. Al mismo tiempo la superficie productiva para cultivos anuales como soja, trigo y maíz pasó de 7,67 a casi 23 millones de hectáreas (creció del 23% al 69%), destruyendo otras producciones como las pasturas y las producciones regionales (vitivinícola, la fruticultura, la caña de azúcar o la yerba). La imagen de Argentina como granero se completa con otro mito que afirma que el crecimiento de la economía resuelve por sí solos los problemas. Pero el problema es que el proceso de concentración del campo es avasallador. Como dice Gerardo Cabail en su libro “Alimentación y Barbarie”, el hambre se hizo político cuando las hambrunas dejaron de tener como causa la falta de alimentos en cantidades que compensaran el aumento poblacional, y esos alimentos pasaron a cotizar en el mercado de las materias primas de forma semejante a otras materias primas como petróleo, oro, cobre, plata, sólo que estas últimas no se comen”.