Tres cajones en la sala velatoria; la cruz plateada, una chapa con la fecha de fallecimiento equivocada y el nombre de cada una sobre las tapas. Tres cajones juntos y en el medio una mujer que camina entre ellos, les habla como si fuera al oído, los acaricia, se queda en silencio. Es Sofìa Cortés Riglos, la sobreviviente del ataque lesbicida de Barracas, la única de las cuatro que vivió para contar que fue “como una bomba” lo que les tiraron, una cantidad suficiente de combustible y fuego que quemó hasta la muerte a Pamela Cobbas, Roxana Figueroa y Andrea Amarante. Era la madrugada del 6 de mayo. Fernando Barrientos, el perpetrador, luchó con una de ellas para volver a tirarla sobre la hoguera. Después se hizo unos cortes superficiales sobre el cuello. Está detenido desde entonces. Los cuerpos de las víctimas, hasta la tarde del miércoles, estuvieron en ese limbo llamado morgue, donde descansan quienes no descansan en paz porque podría requerirse sobre esos restos alguna otra pericia. Y todavía ahora, que están en la tierra del Cementerio de Chacarita, podría pedírseles en nombre de la Justicia que digan algo más. Pero Sofía vive y ella quiere ser la voz de su amor, de sus amigas.
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Fernando Barrientos está procesado y con prisión preventiva por homicidio (en tres casos) agravado por premeditación y alevosía y lesiones graves; como si a Sofía no la hubiera querido matar también. Las acusaciones son gravísimas pero insuficientes. Este hecho de extrema crueldad no se ejecutó porque sí y hay suficientes indicios que señalan que éste es un crimen de odio, odio por la orientación sexual tal como lo señala el artículo 80, inciso 4to del código penal argentino. Y también por identidad de género, porque estas cuatro mujeres lesbianas que compartían la precariedad después de haber vivido en la calle, en paradores, expulsadas de todo sistema de bienestar eran tratadas de “engendros” por el hombre que las atacó; entre otros insultos. Eran acosadas permanentemente, como dice Sofía. Y es por eso que en la ronda que se armó entre familiares y muchas otras lesbianas que vienen acompañando a la sobreviviente y denunciado el hecho, una ronda lo suficientemente grande como para abrazar las tres fosas todavía abiertas a las tres de la tarde de un miércoles helado, se levantaron carteles que decían “fue lesbicidio”. Y también: “Esto no es libertad, es odio”, para señalar la responsabilidad del gobierno en la permanente estigmatización de la comunidad lgbtiq. Enterrar estos tres cuerpos, que Sofía pudiera sentir el calor de una organización lesbiana y popular que devolvió dignidad a esas existencias, es apenas un respiro, una pausa para un camino todavía largo: el del reconocimiento de una violencia de odio, instigada y amparada por discursos también de odio.
Los tres autos funerarios tienen sus puertas traseras abiertas, los tres cajones emergen de esas bocas abiertas para que un cura vestido de blanco los bañe en agua bendita que queda sobre la madera iluminada por el sol. La ceremonia es al costado de la capilla del Cementerio de Chacarita, al aire libre. Hay demasiados entierros el miércoles y hay que apurar los responsos. A los pies del cura, una bandera de colores que van del rosa al naranja pasando por el blanco pone en escena la identidad lésbica de las fallecidas. Un niño de 14 llora ruidosamente, es el hijo de una de ellas, Roxana. Lo abraza su hermano mayor y su otra madre, Marisa. Después dirá que su ex pareja era divertida, que le gustaba bailar, que se reían mucho, que jugaban igual que los chicos. Y que también peleaban. Habían estado 18 años juntas, los últimos siete la separación las había distanciado. Mientras el cura bendice, una lesbiana acomoda el cartel sobre la bandera. Insiste: Esto no es libertad, es odio. Fue lesbicidio. Al final del Padrenuestro que pocas bocas pronunciaron se gritaron los nombres de las víctimas. Por ellas, cada vez, se dijo “¡Presente!”.
La caravana que siguió a los autos fúnebres desde el costado de la capilla del cementerio hasta el sector donde los féretros serían enterrados fue a pie. Casi un centenar de lesbianas autoconvocadas en la asamblea que se formó para romper la insensibilidad general, para que esta historia no sea solamente una historia de lesbianas sino un triple crimen atroz por razones de odio, caminan agarradas a la bandera de colores. El silencio entre las tumbas no alcanza para honrar a estas víctimas. Alguien arranca a cantar Puerto Pollensa, el tema de Marilina Ros que después inmortalizó Sandra Mihanovich, un himno de las lesbianas desde los primeros años de la democracia. El hermano mayor del hijo de Roxana -los dos son hijos de Marisa- dice “a mi mamá le encanta Sandra”, y se ríe. Se le ven las ganas de cantar. Es un pibe de 23 amoroso con su familia en este acto, protector. “Lo más duro para nosotros es que nos enteramos cuando todos los medios dieron la noticia. Pienso que ella a lo mejor estuvo deseando el abrazo de su hijo, pero no sabíamos”. Roxana fue la segunda en morir, dos días después del ataque. La canción troca a “Soy lo que soy”, muchas gargantas desafinan y hay risas. La bandera y los carteles siguen altos. Cuando la caravana se detiene a la espera de que termine otro entierro, la mirada se despliega por lo que parece un mar de cruces, flores de plástico, molinetes desteñidos que giran con el viento. Un mar de historias enterradas. “Lesbiana, lesbiana, lesbiana; decirlo tantas veces como se calló”, recita alguien los versos de la poeta neuquina Macky Corvalán. “Yo siempre supe, me daba cuenta”, dice el hijo mayor de Marisa.
El frío es helado y hay que cerrar las sepulturas. El cajón de Pamela Cobbas está cubierto de pétalos blancos, pronto de tierra. Sofía arroja una flor roja sobre el cajón de Andrea Amarante, “adiós, amor mío”, le dice otra vez, como si fuera al oído. Hay una cosa que quiere contar de ella: “Era muy humanitaria, siempre estaba dispuesta a ayudar. A mí me salvó del acoso de los tipos. Pero antes, cuando estaba sola, capaz me decían piropos. Después, cuando estaba con ella, en los paradores, nos eructaban encima”.
El intervalo de la despedida se termina. Sofìa volverá a la intemperie de sus afectos, aunque se siente reconfortada: “ Creo que ellas están contentas; a nosotras que tanto nos maltrataron en la calle, que ahora nos den tantoamor y acompañamiento, es para sentirse bien”. Sofìa está viviendo en un departamento que se alquiló con lo juntado por la asamblea que también paga sus gastos y su acompañante terapéutica. La cuida un equipo de salud del Hospital Bonaparte, amenazado por los despidos masivos de este gobierno. Sofía, en tanto víctima de un crimen de odio, no ha recibido ningún acompañamiento del Estado. Nada. Aun cuando el Estado está obligado por tratados internacionales, por el propio artìculo mencionado en esta nota, a prevenir la discrimnación, a sostener a las víctimas. Sofía no sólo perdió a su comunidad y lleva la herida de haber sobrevivido. Es, todos los días, agredida por el estado que no la reconoce. Por ella y por la memoria de las que no están, después del intervalo, seguirá el camino por Justicia.