Desde hace un tiempo que en Argentina los femicidios y la violencia de género dejaron de estar en las sombras para pasar a ser parte de la agenda pública diaria y la conversación social. A partir del surgimiento del Ni Una Menos en 2015, encabezado mayoritariamente por los colectivos de mujeres y feministas pero acompañado por diferentes sectores sociales, los asesinatos y episodios de violencia machista se convirtieron en prioridad para el tratamiento institucional y sobre todo mediático. Sin embargo, a cinco años de ese momento, todavía prevalece una mirada espectacularizadora que no logra construir una narrativa referida a casos de violencia que pueda complejizar los hechos e integrarlos a una trama social y cultural machista que es el resultado de años de naturalización de un ordenamiento social desigual y excluyente.
Hace unos días la profesora de inglés Paola Estefanía Tacacho fue asesinada a puñaladas en pleno centro de la capital tucumana por Mauricio Parada Parejas, un ex alumno que la acosaba sistemáticamente hacía varios años. Después de matarla, y al encontrarse retenido por un grupo de vecinos, el femicida se suicidó con el mismo cuchillo. Esta semana, no casualmente, la escena se repitió en el “Club de Danza”, un instituto del barrio porteño de Belgrano. Juliana Antón, bailarina y docente del espacio, fue atacada con un cuchillo por Sebastián Damián Villarreal, un alumno que también “la acosaba desde hace tiempo”. Antes del ataque Villarreal le había pedido a Julieta una foto con él, imagen que luego subió a sus redes. Tanto Antón como la dueña de la escuela, que trató de protegerla, sufrieron algunas heridas en el cuerpo pero sobrevivieron, y el atacante fue detenido por efectivos de la Policía de la Ciudad. Este segundo caso en particular suscitó mayor interés dado que la víctima es una persona conocida: participó en el "Bailando por un Sueño", tiene más de 80 mil seguidores en Instagram y es parte desde 2017 del elenco artístico que acompaña a la cantante Tini Stoessel en sus giras y shows.
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En ambas situaciones las coberturas periodísticas redundaron en detalles policiales, información sobre el procedimiento de los femicidas, injerencias falsas sobre supuestos vínculos con el victimario, entrevistas con familiares, allegados y testigos de los hechos. A esto se suma en los canales de TV la reproducción durante horas enteras en loop de los videos del momento de los ataques provenientes de cámaras de seguridad, la policía o un testigo de la situación, acompañados siempre por una música de fondo atrapante que nos traslada directamente a la sección “policiales – inseguridad”. La evidente puesta en escena, la espectacularización, y la semántica frivolizadora, se repiten en la mayoría de las coberturas reproduciendo violencia simbólica sobre las mujeres y víctimas. Los medios de esta manera anteponen la necesidad de creación de un público cautivo y el uso indiscriminado de la biografía y cuerpo de una persona, a la posible construcción de un espacio de reflexividad y análisis de las estructuras sociales y culturales, y el rol del estado en la reproducción de los mismos, que favorecen el feminicidio. Se convierten ya no solo en mediadores de la violencia simbólica, sino en productores de un tipo específico que es la “violencia mediática” contemplada por el marco normativo vigente, específicamente la ley 26.485 de Proyección Integral para Prevenir, sancionar y erradicar la Violencia contra las Mujeres.
La violencia de género, una problemática estructural
Lo primero que debemos subrayar es que todas las situaciones de violencia de género son multidimensionales y complejas. Sin embargo parten de un denominador común que es la desigualdad social estructural y la especificidad del sexo‐género del sujeto víctima. Pero en el marco de la ola de ficcionalización y dramatización que utilizan los noticieros, el tema de género pasa como un dato más que extiende el tratamiento sensacionalista . Los femicidios se narran de forma aislada para exprimir el interés de la audiencia y la potencia de la historia hasta la última gota, evitando historizar o relacionar de modo complejo estos sucesos. Muchísimo más cuando la noticia se construye en base al sufrimiento de una persona pública cuya vida despierta interés por su fama, como es el caso de la bailarina de showmatch. Una vez que se multiplica en las pantallas pierde vigencia el femicidio anterior, y así en un continuo para siempre. Ante este panorama cabe preguntarse: ¿por qué no se crea un hilo conductor en las narrativas que ubique las escenas casi calcadas y el carácter mimético de la violencia? ¿Qué marco de sentidos producen estas narrativas deshistorizadas? ¿Qué condiciones de posibilidad generan para que esto se vuelva sistemático?
Si bien siempre hubo violencia de género, en la actualidad se juega una tendencia nueva: según estadísticas hace más una década que en los países de nuestro continente los femicidios están en aumento. La forma exprés de tratamiento sobre todo en medios audiovisuales no permite ni da tiempo a una reflexión respetuosa y asertiva. En una entrevista con la Agencia Nacional Telam, la antropóloga y activista feminista Rita Segato advierte que los medios no consideran el “efecto de contagio” que generan sus relatos: “El femicida está monstruoficado por la noticia, demonizado, pero es un monstruo potente y a lo que aspiran los hombres es a la potencia, no importa que sea demonizado, monstruoficado, pero si es potente vale, les vale. No a todos, pero sí a muchos. Entonces se produce esa imitación que es lo que reproduce esa violencia”. Y agrega: “La sentencia es importantísima por su efecto pedagógico, porque enseña y dice que esto no se puede, no se debe hacer. Pero no por su aspecto prisional en la misma medida, porque va a aparecer otro que va a cometer el mismo crimen”.
El uso de lugares comunes sobre estas prácticas se hace visible por ejemplo en las construcciones de sentido sobre los victimarios. Expresiones como “salvaje femicidio”, “perverso”, “brutal ataque”, “emoción violenta” terminan construyendo una imagen del varón agresor similar a la de un psicópata suelto, un sujeto marginalizado o una persona que se vio desbordada por una situación emocional. La violencia entonces es representada como resultado de un acto meramente individual o una anomalía social incomprensible. La deshumanización e híper patologización del acto violento corre a la discusión del eje de los social y cultural que es lo que a la larga permite que la violencia de género se repita y sostenga en el tiempo, y nubla la responsabilidad política de un estado que sigue sin poder dar respuesta a esta problemática. Si la responsabilidad es exclusivamente de quien comete el acto, no hay nada que repreguntarse a nivel colectivo.
Por otro lado el uso indiscriminado de imágenes, videos y registros del ataque y la víctima, y la construcción del relato noticioso a partir de detalles morbosos o íntimos de la vida de las mujeres, crea las condiciones para la revictimización: termina poniendo en el centro de la atención a la vida privada de víctima, se la sobre expone y, en muchos casos, se buscan en su relato biográfico situaciones o características que dan a entender a veces hasta cierto grado de responsabilidad en lo ocurrido. La vorágine de los medios re victimiza cuando no se ponen límites a la reproducción de la noticia, a la difusión de las caras y las vidas de las mujeres asesinadas, y no se tienen en cuenta los derechos o la privacidad. Re victimiza cuando redobla la apuesta y objetiviza a la mujer asesinada o violentada, la coloca en una posición susceptible de ser usada, exprime su historia, su cuerpo, y luego la deshecha. La lógica comercial comunicacional se desentiende de su rol social y la posibilidad de ofrecer espacios seguros y reparación integral para las víctimas.
La respuesta social inmediata, potenciada por el aturdimiento y la carga de morbo de los casos, es la mirada exclusivamente punitivista que suele aparecer en muchos analistas, pero sobre todo en los comentarios de lectores que piden por la “pena de muerte” o la posibilidad de cortarle el pene, en el caso de una violación o ataque sexual. Poco espacio queda entonces para el análisis introspectivo o para la identificación de las condiciones de posibilidad de la que somos todxs cómplices. En este marco resulta indispensable revisar la manera en se cubre y narra la violencia de género y patriarcal. Nora Merlin, en su libro Colonización de la Subjetividad, indica que “remover las prácticas machistas un profundo cambio cultural que involucra actitudes, conductas, prácticas sociales y creencias”, y “la construcción de lazos sociales, no machistas ni determinados por el mercado y los mandatos neoliberales orientados por el consumo”. Tal vez una mayor presencia de mujeres con visión de género en los medios, en los puestos de poder, en las mesas de producción, en los espacios de debate simbólico, al frente de los noticieros, en las cámaras, en las ediciones, colabore a introducir otra forma de hacer las cosas, comunicar y establecer nuevos modos de subjetivización.