Entre “opinadores” y hacedores de política: prueba de fuego

31 de julio, 2021 | 20.41

  Existe una prueba de fuego que separa la opinión despreocupada y divertida en las redes sociales, algo así como la nueva modalidad de la charla de café, y el análisis político y económico: que el analista se ponga en el lugar del hacedor de política, del tomador de decisiones y se cuestione, con total sinceridad, que decisión tomaría sobre aquello que critica y comenta.

  Si el proceso de autoindagación es sincero el antiguo opinador devenido en hacedor de política imaginario se encontrará con una versión actualizada del teorema de Baglini. No porque súbitamente se haya vuelto más de derecha y menos soñador, sino porque en el mundo de la toma de decisiones existen al menos dos cosas que no se encuentran en el café, las restricciones materiales reales y las relaciones de poder, que nunca son sólo locales. Es el momento en que la crítica elegante choca contra la pared y las palabras caen al piso como vidrios rotos.

  Hablamos, como siempre, de la toma de decisiones económicas. El gobierno no pudo cumplir todavía con la “regla autoimpuesta” de que los salarios le ganen a la inflación. En mayo, de acuerdo al índice de salarios difundido esta semana por el Indec, el ingreso de los trabajadores se redujo en promedio un 5,5 por ciento interanual y un 0,4 mensual. Como siempre que se abordan estos números aparecen las heterogeneidades, al salario privado formal le fue mejor que al informal y al informal mejor que al público, siempre en la comparación interanual. La heterogeneidad también es sectorial, hay sectores que vuelan, como el grueso de la industria, y otros que siguen estancados, como restaurantes y hoteles. Se trata de tendencias que seguirán en tanto no se conjure la pandemia y se regrese a una nueva normalidad, aunque sabiendo que ya nada volverá a ser como antes. Al análisis se puede sumar también el impacto de la segunda ola de la pandemia. Sin embargo, el dato duro es que el índice de salarios sigue cayendo. Si bien se recuperó en los primeros tres meses de la actual administración, desde que se inició la pandemia no dejó de contraerse en la comparación interanual y ello ocurre al menos desde los picos de 2017. El dato es previsible. En 2020 la actividad se contrajo 10 puntos. Menor actividad es menor demanda de empleo y, por lo tanto menor poder de negociación de los trabajadores. Con más desocupación el trabajo pierde en la puja contra el capital, no se está descubriendo la pólvora.

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  El opinador podría sugerir aquí no menos de diez alternativas. Que el gobierno empuje el salario mínimo como se hizo en el primer kirchnerismo o que recomponga los salarios públicos a mayor velocidad para que funcionen como referencia. También podría proponer que el Estado se apropie de una mayor porción de la renta agraria surgida de los mayores precios internacionales con mayores retenciones, lo que despejaría el panorama fiscal por el lado de los ingresos y no de los gastos.

  Para el hacedor de política, en cambio, el panorama es distinto. Por ejemplo, no es lo mismo decretar aumentos del salario mínimo o de suma fija en una economía en expansión que en una que no puede salir de la recesión. Los privados simplemente no lo pagarían, en muchos casos simplemente porque no podrían, en particular en las empresas más chicas. Luego, hacer que los salarios públicos superen a la inflación significaría un aumento del Gasto que entraría en tensión con la estabilidad cambiaria que hoy funciona como ancla inflacionaria. Es un hecho que los motores de la inflación están apagados y lo que se observa es inercia y, ya en menor medida y en el margen, precios internacionales. Salvo que el dólar comience a moverse nuevamente, algo que el gobierno no dejará que suceda.

  El debate, como ya fue planteado en este espacio, es si efectivamente se puede gastar más. Aquí entra la citada prueba de fuego. El hacedor de política es usted, lector, y como opta por el lado de los trabajadores decreta aumentos salariales generalizados. Con ello lo que sucederá es que aumentará la demanda, subirán las importaciones y habrá presión sobre el precio del dólar, con inflación y caída del poder adquisitivo del salario, pero ahora con potencial desmadre macroeconómico. Como puede observarse, ya no parece tan fácil, cuando se mueve una variable no todas las demás permanecen constantes. 

  Aquí es donde surge la idea de tomar parte de la renta agraria, el sector que más divisas le genera al Banco Central. Se dice fácil, las entidades del agro siempre conspiraron contra los gobiernos populares, a veces de manera furiosa, que mejor que aplicarles el apotegma “ni justicia”. Pero las blancas también juegan. El entramado de representación política nacional no es como lo imaginan las clases medias urbanas vinculadas al sector servicios. El camino significaría un aumento de la conflictividad política hasta niveles poco aconsejables para una coalición tan heterogénea como el Frente de Todos. Sin embargo, existe una pregunta de fondo todavía más importante ¿la única idea en materia de desarrollo económico es la redistribución de la renta agraria? Esta pregunta lleva a otro punto. En Argentina a izquierda y derecha se enfrentan dos coaliciones redistributivas. Por derecha se cree que alcanza con transferir ingresos en favor del capital, como hizo el macrismo, por izquierda que alcanza con redistribuir ingresos en favor de los trabajadores. Con prescindencia de los gustos, ambas visiones están equivocadas. La única manera de mejorar las condiciones de vida de las mayorías es aumentando la productividad, producir más, exportar más y sustituir importaciones.

  El distribucionismo de derecha cree que la restricción externa no existe y que todo se soluciona con la mejora en la confianza, la toma de deuda y el ingreso de capitales. El distribucionismo de izquierda parece haberse olvidado de la materialidad de la producción. El caso extremo es el falso ambientalismo, especialista en boicotear todas las actividades actuales y potenciales que generan divisas y que llega al extremo de la negación del crecimiento, una irracionalidad que se extiende incluso dentro de las filas del Frente de Todos. El llamativo hallazgo de una suerte de neoperonismo sin producción y sin trabajo. Algunos imaginan que alcanzaría con redistribuir “lo que se fuga”, uno de los grandes errores conceptuales de la teoría economía vernácula, o bien lo que se contrabandea. Llegó a leerse que la estatización de la hidrovía generaría recursos suficientes ¡como para pagar la deuda externa! Pensamiento mágico puro. En economía no hay magia. Si se quiere vivir mejor hay que crecer, los atajos instrumentales, el sacar conejos de la galera, no existen. Hay que producir más y para ello también hay que exportar. No existe ningún país en el planeta que haya mejorado las condiciones de vida de la población sin aumentar su PIB per cápita. Y ello ocurre aun en los casos en que el crecimiento es acompañado por el aumento de la desigualdad. El caso paradigmático es China. De nuevo: conceptualmente no debe confundirse crecimiento con desigualdad.

  El principal problema de la economía no es ni la inflación ni su impacto sobre los salarios y la pobreza. Todos esos problemas se derivan del estancamiento económico y la incapacidad de generar más divisas. Durante la primera fase de la pandemia el freno del crecimiento se produjo por la reducción de la oferta, hoy en cambio se retroalimenta por la caída de la demanda derivada de la caída de ingresos. La distribución no tiene nada que ver aquí. El ingreso, como lo enseña cualquier manual básico de economía, es la contrapartida de la producción, es un flujo, no un stock como lo sería la riqueza. La distribución de ese flujo ocurre en el momento de la producción y puede ser más o menos favorable a alguna de las partes. Pero sin producción no hay ingresos. El camino del presente para romper el estancamiento es aumentar el Gasto para expandir la demanda hasta donde los dólares disponibles lo permitan sin tensionar la estabilidad macroeconómica. Decimos “el Gasto” porque es el único componente autónomo de la demanda y no depende de la situación en la que se encuentre el sector privado.

  Y aquí volvemos a la política. El Frente de Todos es una coalición heterogénea donde los peronismos provinciales no son necesariamente fuerzas progresistas. Asumió el gobierno con una deuda gigantesca y en virtual cesación de pagos, con casi nulas reservas disponibles. Sobre esta realidad se sumó la pandemia y en 2020 el PIB perdió su décima parte. Además, el endeudamiento redujo al extremo los grados de libertad de la política económica y la prensa concentrada nunca abandonó el “periodismo de guerra” envenenando el debate público y llegando al extremo irracional de boicotear las medidas sanitarias. En modo de balance, el gran logro de lo que va del gobierno de Alberto Fernández surge de haber atravesado uno de los períodos más desfavorables de la historia local generando un marco de estabilidad política. A veces cuesta valorar lo que se tiene, el medio vaso lleno. Por eso duele cuando en el camino se pierden los funcionarios que funcionan. Nos referimos a aquellos que se van entre los aplausos de sus conducidos. Difícil imaginar un indicador mejor sobre la eficiencia de una gestión