El siglo XX marcó un largo derrotero de luchas por los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, en las que el movimiento obrero ocupó un rol protagónico alcanzando conquistas fundamentales en el mundo del trabajo. En el inicio del siglo XXI en Argentina parecían inconmovibles ciertos paradigmas del sistema de relaciones laborales, luego de la recuperación y ampliación de derechos. Sin embargo, en la tercera década se advierte un escenario político nacional e internacional que pone en serias dudas certezas semejantes.
Falsedades repetidas irreflexivamente
Quienes propician modalidades alternativas al trabajo protegido y con derechos, suelen fundar sus propuestas en la existencia de un elevado porcentaje de personas que se encuentran marginadas de tutelas legales y convencionales, por lo que en la práctica sería minoritario el sector alcanzado por la normativa laboral.
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Partiendo de esa premisa, sostienen que en las “rigideces” regulatorias de lo que -mal- denominan “mercado de trabajo” se hallaría la causa de tal situación de desamparo de la mayoría de las personas que trabajan e incluso el impedimento para que quienes buscan un empleo lo obtengan.
La falsedad de tal premisa vicia el razonamiento y las conclusiones que extraen de una lógica que no se corresponde con los datos de realidad, por cuanto la forzada marginación de hecho no implica la carencia de derechos sino, en todo caso, dificultades para ejercerlos, que se acrecientan en la medida que el Estado resigna u omite directamente la utilización de las herramientas de que dispone para subsanar o paliar esa vulnerabilidad.
La ausencia de registración de una relación de empleo configura una grave infracción del empleador, sin que ese vínculo -marginal- quede fuera de la órbita de las leyes ni de las normativas del convenio colectivo de trabajo (CCT) que les asignan iguales derechos a todas las personas comprendidas en sus respectivos ámbitos de aplicación.
Por cierto, que posee relevancia la marginación impuesta en términos del efectivo goce de esos derechos, pero esa vulneración encuentra remedio en función de una adecuada fiscalización y control de las agencias estatales como también de la acción gremial, junto a las sanciones a los infractores. De ninguna manera, entonces, puede pensarse que constituya una vía superadora la cristalización o legalización de ese estado de vulnerabilidad, acompañada de la eximición de toda consecuencia para quien es responsable del mismo.
Otro tanto ocurre, en cuanto a la incidencia que se le atribuye para ampliar las ofertas de empleo que lejos está de depender de variables ligadas a la legislación del trabajo, sino que responde a factores macroeconómicos y a políticas públicas dirigidas a un desarrollo productivo generador de trabajo nacional, de industrialización y de incentivos a la incorporación de valor agregado aprovechando la tecnología como la calificación de la mano de obra.
Cualquier trabajo no es empleo
Frente a necesidades básicas insatisfechas se justifica la aceptación de toda estrategia de supervivencia, sin reparar en cuánto se resigna en orden a las aspiraciones de realización personal o a garantías que estimamos elementales en orden a condiciones de trabajo, coberturas frente a contingencias futuras (enfermedades, riesgos laborales, seguridad social) o una razonable estabilidad de una fuente de ingresos no sujeta a arbitrariedades.
Entre quienes ponen a disposición su fuerza de trabajo y quienes se apropian de esa potencia para la generación de riqueza existe una notoria asimetría que exige una intermediación que imponga límites en esas relaciones, procurando equilibrios que operen como contrapesos que atemperen esas desigualdades y brinden una equidad indispensable entre las prestaciones recíprocas.
La evolución del sistema de relaciones laborales ha dado cuenta de esas cuestiones con la consagración de dispositivos regulatorios de los derechos y las obligaciones inherentes a las partes que, en lo individual y colectivo, responden al par capital – trabajo en la conflictividad que le es inherente en la faz distributiva, en los aspectos colaborativos en cuanto puedan exhibir intereses convergentes y en la primacía de valores humanitarios frente a criterios economicistas o exclusivamente rentísticos.
Nuestra Constitución Nacional, además de establecer en su artículo 14 bis derechos y garantías fundamentales sentando el principio de que el trabajo en sus diversas formas gozará de la protección de las leyes, en el Capítulo Cuarto (Atribuciones del Congreso) dispone que Corresponde al Congreso: (…) “Proveer lo conducente al desarrollo humano, al progreso económico con justicia social, a la productividad de la economía nacional, a la generación de empleo, a la formación profesional de los trabajadores, a la defensa del valor de la moneda, a la investigación y al desarrollo científico y tecnológico, su difusión y aprovechamiento.” (art. 75 inciso 19).
Es en ese marco en donde se define el empleo, que debe asegurar “… condiciones dignas y equitativas de labor; jornada limitada; descanso y vacaciones pagados; retribución justa; salario mínimo vital móvil; igual remuneración por igual tarea; participación en las ganancias de las empresas, con control de la producción y colaboración en la dirección; protección contra el despido arbitrario; estabilidad del empleado público; …” (art. 14 bis CN).
Fórmulas siempre fracasadas
La Ley Bases se aparta ostensiblemente, y hasta muchas de sus disposiciones contradicen, esos mandatos constitucionales en materia de empleo, poniendo en riesgo la paz social y dando lugar a un más que probable aumento exponencial de la litigiosidad tanto en el sector privado como en el sector público.
Las derogaciones como las modificaciones de leyes que contiene denotan un claro sesgo regresivo, inconducente para generar empleo o para contrarrestar la informalidad forzada del trabajo marginado e indiscutiblemente dependiente, abonando a una “legalización” del fraude laboral que conllevará a una mayor precarización de las condiciones de trabajo.
Abaratar al máximo (creación de un “fondo de cese laboral”) e incluso suprimir (extensión a 6, 8 o 12 meses el período de prueba) toda indemnización para los despidos nunca llevó a un incremento de la oferta de trabajo, como tampoco a mejorar la calidad del empleo.
Deslaboralizar ficticiamente las relaciones de trabajo (creación de la figura del “trabajador independiente” que, a su vez, puede contar con “tres colaboradores también independientes”), que no tiene precedentes tan explícitos en nuestra legislación en cuanto a forzar una validación de las simulaciones ilícitas, no tiene mejor destino que el antes mencionado.
El favorecer la intermediación y las tercerizaciones en las contrataciones, como el permitir operar a las agencias de colocaciones en el trabajo rural (derogando la prohibición expresa que establecía el Nuevo Estatuto del Peón Rural -Ley 26.844, art. 15- y hasta haciendo extensivo los nuevos plazos del período de prueba a los trabajadores agrarios), redundarán en beneficio de las clásicas maniobras fraudulentas que acotan derechos de las personas que trabajan y amplían los márgenes de elusión de responsabilidades de quienes reciben esas prestaciones laborales.
La validación de los despidos discriminatorios (originados por motivos de raza o etnia, religión, nacionalidad, ideología, opinión política o gremial, sexo o género, orientación sexual, posición económica, caracteres físicos o discapacidad), al concederles efectos extintivos de la relación de empleo aunque incrementando la indemnización respectiva y siempre que sea la víctima quien lo acredite (apartándose en ambos casos de la legislación y doctrina jurisprudencial aún vigente para cualquier otro ciudadano), consagra otra vía de segregación laboral y dotada de efectos persecutorios como disciplinantes del activismo gremial que, a su vez, refuerza otra novedad para nuestro Derecho del Trabajo -salvo antecedentes en normativas de gobiernos de facto- como es determinar “causas específicas” que habilitan el despido con “justa causa” (no indemnizado) por la participación en acciones o medidas gremiales reivindicativas de derechos.
La condonación de deudas (por capital e intereses) a los empleadores ante la omisión en el pago de cotizaciones a la seguridad social, sea tanto respecto de personal inscripto o no, en claro perjuicio de los subsistemas comprendidos como de sus beneficiarios -aún en los casos en que se les hayan retenido aportes, luego, no integrados y que se los quedó la empresa-, consiste en una reiteración de medidas cuya aplicación no ha servido para corregir conductas patronales de esa índole sino que, por el contrario, las ha incentivado y fomentado una clase de evasores seriales.
Similares han sido los efectos producidos cuando se anulan otras consecuencias para ese tipo de inconductas, ya sea en el plano del mismo contrato de trabajo (como resulta de la eliminación de los agravamientos indemnizatorios por falta o deficiente registración, con las derogaciones dispuestas en las leyes 24.013 y 25.323) o en cuanto a las atribuciones de las autoridades de trabajo nacional o locales frente a la detección de infracciones patronales.
Reducir y eliminar derechos no crea empleo
En Argentina más del 60% del trabajo asalariado lo proveen las PYMES, que es un sector conformado en un 98% por empresas de menos de 100 trabajadores y el 84% de ese total tiene menos de 10 empleados.
Lo que da una idea de la variedad de recursos que se proveen para avanzar en el camino de deslaboralizar el trabajo dependiente, acentuando la creciente desocupación -formal e informal- que se registra en este primer semestre con cientos de miles de empleos perdidos en el sector privado y los que ya se están produciendo en el sector público, anticipándose cerca de 70.000 despidos en la administración pública nacional.
La supresión o disminución de derechos no crea empleo, destruye puestos de trabajo y crea sustitutos a la baja en cantidad y calidad, reduciendo las oportunidades de encontrar una ocupación que dignifique a las personas que trabajan, asignando al sistema de relaciones laborales un fuerte carácter deshumanizante y produciendo una ruptura del tejido social.
En ello no hay modernización sino atraso, no hay libertad sino sumisión a ultranza, no hay probabilidad de compensación de las asimetrías sino profundización de las desigualdades con incremento de la pobreza e indigencia que se ampliará a las capas medias de la población, no hay futuro de desarrollo como Nación soberana y con justicia social.
Es la consolidación del anhelo libertario de volver al siglo XIX, un país para unos pocos -las viejas y nuevas élites- y con las mayorías populares privadas no sólo de derechos sociales, sino civiles y políticos que es en definitiva la principal aspiración de los auspiciantes del actual gobierno nacional.