Riesgos de ruptura del pacto democrático

A 40 años de la recuperación institucional, la democracia está jaqueada y sus poderes formales no funcionan acorde a lo esperado. El verdadero problema está en el poder judicial, tomado por una minoría con forma de casta que interdicta la autonomía del resto de los poderes. Los efectos económicos y políticos.

11 de diciembre, 2022 | 00.05

Este 10 de diciembre Argentina comenzó a vivir su año 40 de democracia. Se supone que el sistema debería estar en etapa de consolidación, un panorama que invitaría a tener nuevos sueños y horizontes superadores, como el de la igualdad expresado por el Presidente. Sin embargo, la democracia está jaqueada y sus poderes formales no funcionan acorde a lo esperado.

El Poder Legislativo está paralizado por una oposición que decidió bloquear cualquier iniciativa del oficialismo. Salvo en cuestiones menores, no existen acuerdos parlamentarios posibles para avanzar en absolutamente ninguna transformación estructural. No obstante, a pesar de su bloqueo, el parlamento sigue funcionando de acuerdo a la lógica democrática de construcción de mayorías y las elecciones regulares son un instrumento para cambiar la relación de fuerzas. Las transformaciones podrían ocurrir incluso con la sola existencia de una oposición más constructiva, o colaborativa, como sucedió (para mal) en el reciente período 2015-19.

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El verdadero problema está en el poder judicial. De este poder se espera en democracia una suerte de garantía última frente a las arbitrariedades del resto del sistema. Los excesos de los otros poderes, los del Estado y los fácticos, deberían encontrar aquí la pared del imperio de la ley. Lo último que se esperaría bajo un sistema republicano es que la fuente de la arbitrariedad se encuentre precisamente allí donde debería ser limitada. La situación se agrava cuando el azar hace que la luz del sol ilumine la existencia real, no sólo supuesta, de funcionarios judiciales venales dispuestos a torcer la ley para cubrir sus propias malas acciones, y se agrava todavía más cuando estos funcionarios se coluden con los poderes fácticos y participan abiertamente de la lucha política y económica. Para completar, a diferencia de lo que ocurre con los restantes poderes del Estado, el Ejecutivo y el Legislativo, los instrumentos democráticos no sirven aquí para terminar con el problema. Los cargos judiciales son vitalicios y, a juzgar por la praxis real de los mecanismos de ingreso, también parecen ser hereditarios, no por nada se autodenominan “familia judicial”, lo que resulta corroborado también por los lazos de sangre. La regla democrática de “gobierno de las mayorías respecto de las minorías” no aplica para la mal llamada “Justicia”. Ocurre todo lo contrario. Se trata de una minoría con forma de casta que interdicta la autonomía del resto de los poderes.

Que la principal líder opositora sea condenada sin que se le respeten las garantías más elementales, como la del debido proceso y que, como consecuencia de esta falla de legitimidad, resulte inhabilitada de por vida para ejercer cargos públicos, es decir proscripta, es un hecho de una gravedad institucional inusitada, gravedad que parece no ser realmente dimensionada por el conjunto de la clase política –incluida la misma oposición que festeja el fallo que promovió– y que vuelve a poner en crisis al Estado de derecho. El grave error de proscribir al adversario ya se cometió en 1955 durante 17 años y sus resultados culminaron con la tragedia de la dictadura 1976-82. Comenzando a transitar el año 40 desde el final de aquella dictadura, la historia, por imperio del poder judicial coludido con los poderes económico-mediáticos, locales y del exterior, vuelve a tropezar con la misma piedra.

Encontrar la fuente de los errores de gobernanza y que esa fuente sea “el otro” es una respuesta tan tranquilizadora como maniquea. Sin embargo, cabe preguntarse también como se llegó a la situación del presente. Aunque el Estado de derecho esté en riesgo, en tanto existen ciudadanos a los que no se les respetan las garantías constitucionales básicas y en tanto los poderes del Estado están coludidos con los poderes fácticos, no quiere decir que nos encontremos bajo “La dictadura perfecta” --como la de la muy recomendable película de 2014 del director Luis Estrada, que satiriza el rol del alter ego mexicano del Grupo Clarín-- sino a lo sumo bajo una democracia imperfecta. Y este es el punto, el poder judicial no se construye sólo, necesita para su formación la concurrencia de los restantes poderes. Los jueces son propuestos por el Ejecutivo y aprobados por el Legislativo. Si bien el macrismo intentó colar dos jueces de la Corte Suprema por la ventana del decreto, luego la oposición de entonces brindó el acuerdo del Senado. Y lo mismo ocurrió con muchos de los actuales jueces venales, que gozan además del reconocimiento y sostenimiento de sus pares, de las universidades y de los medios de comunicación hegemónicos. De nuevo, encontrar un malo es tranquilizador, pero evade la complejidad del problema. El actual poder judicial es el resultado de una construcción social, no solo de los vicios que agravó el macrismo. Lo expresado no es un intento de ubicarse en Corea del Centro, sino de entender la complejidad para transformar un sistema judicial que no cumple su función y que, ya antes del escandaloso fallo contra la Vicepresidenta, perdió su legitimidad social.

Para una de las principales tradiciones del pensamiento de izquierda “la superestructura jurídico-política” es determinada en última instancia por la base material. Para llegar al complejo panorama institucional del presente primero fue necesario que se produzca un progresivo deterioro económico. Frente a este desafío, que se expresa en la persistencia de la alta inflación como instrumento para la transferencia de ingresos en detrimento de los trabajadores, la parte de la coalición que representa la Vicepresidenta carece de un diagnóstico adecuado y de una propuesta superadora, sólo tiene a mano el recuerdo de tempos mejores, de los que fue artífice. Sin embargo, la imposibilidad de revertir el deterioro económico en un marco de restricciones muy potentes, que se conocían antes de asumir el gobierno, minó el apoyo social, lo que empezó a ser evidente en las elecciones de medio término. Es sobre esta caída del acompañamiento social que se monta la profundización de la persecución judicial como herramienta de la lucha política, lo que debilita la institucionalidad democrática.

Mientras tanto, una parte importante de la alta burguesía sigue creyendo que el giro ordinario de sus negocios mejorará si se proscribe a las fuerzas nacional-populares. También que cuanto peor le vaya a la economía de la actual administración más chances existirán de que regrese un gobierno de esos mal llamados “pro mercado”. Y decimos “mal llamados” porque al grueso del mercado le va peor con estos gobiernos. Al igual que buena parte de la sociedad, la alta burguesía local también parece vivir en un presente permanente y sin aprender de las experiencias históricas. El neoliberalismo nunca solucionó los problemas macroeconómicos, siempre los agravó, situación a lo que se agrega el aumento de la inseguridad por mayor malestar social y los problemas de gobernabilidad por aumento de la conflictividad