¿Se puede en la práctica política convivir en la diversidad? De entrada, la pregunta suena extraña: la política es imposible sin la diversidad. Justamente, es la diferencia la que solicita a la política, la unanimidad la niega y la reemplaza por la irreductible unanimidad del mando. No hay experiencia histórica de la unanimidad política: rasgando detrás y por debajo de las apariencias, se llega fácilmente a la conclusión de que hasta los partidos y regímenes que construyeron su historia sobre la base del rigor del mando y el valor excluyente de la obediencia practicaron una pluralidad intensa y sistemática. No hay colectividades humanas totalmente homogéneas, aunque los estatutos y reglamentos de muchos partidos modernos organicen cuidadosamente un régimen interno cuidadosamente disciplinado.
Ni los países políticamente más centralizados, ni las burocracias más entrenadas en el control partidario pueden evitarlo. A lo sumo lo ocultan todo lo posible en lo que constituye una legítima defensa de grados básicos de cohesión interna, sin los cuales el partido no puede sobrevivir. El peronismo tiene, respecto de esta cuestión, una fisonomía propia que se debe a su historia. A su nacimiento como confluencia de un liderazgo personal excluyente con una base social fuertemente organizada en la disciplina rigurosa del trabajo asalariado.
Cuando fue invitado a hablarle a la multitud desde los balcones de la casa de gobierno, la palabra que Perón repitió obsesivamente fue “únanse”. Ni siquiera se vio en el caso de explicar “para qué” había que unirse: el carácter de la masiva convocatoria lo daba por sentado. Era una reunión multitudinaria, una rebelión organizada y pacífica; la figura del general frente a su pueblo definía el encuentro mucho más que una larga (y para el caso inútil) cadena de argumentos y de reivindicaciones insatisfechas.
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Cierta literatura politológica clasifica a los partidos según el rigor y el funcionamiento de estrictas reglas de juego que regulan la vida de cada uno de ellos. Pero junto a la regulación formal de la vida partidaria existen tradiciones sólidamente asentadas, cuya vigencia no es menor que la de las reglas estatutarias. El peronismo es un tipo de partido: un “partido-movimiento”, como se lo ha definido. Su liderazgo no se presenta exclusivamente como el resultado de una deliberación interna ordenada de acuerdo a reglas: el liderazgo no es solamente una función orgánica sino también, y sobre todo la manifestación de un símbolo potente, que combina las reglas formales con el poder del carisma.
“El peronismo está desordenado” dijo en estos días Cristina Kirchner. La frase admite múltiples lecturas, pero la que fácilmente se vincula con la situación actual es la ausencia de un liderazgo claro. Ciertamente este estado tiende a reaparecer cíclicamente cada vez que el partido-movimiento pierde una elección presidencial: cuando las gana, el presidente triunfante emerge como su centro carismático (lo que ciertamente no asegura la durabilidad de ese estado).
¿Está realmente desordenado el peronismo? Si tomamos, por ejemplo, el funcionamiento de las cámaras del Congreso y el desempeño del peronismo en su interior como un índice central del “orden” en el partido, el juicio es discutible y la respuesta es negativa. En la práctica los bloques de diputados y senadores del Partido Justicialista (PJ) tienen un comportamiento ampliamente ordenado y previsible en comparación con las otras bancadas. En la previa de las votaciones más controvertidas, la previsibilidad de la conducta de los legisladores peronistas es, en general, mucho mayor que la de sus pares radicales y hasta de la del bloque oficialista. Claro que la eventual indisciplina peronista es agigantada por los “observadores”, pero lo que importa al análisis no debería ser el ruido periodístico sino el funcionamiento real de cada actor.
Claro que el sentido de la cuestión se ha desplazado: lo que importa no es tanto el nivel de disciplina de cada actor sino la disputa por la conducción de los principales bloques. En última instancia, la pregunta es quién conduce al peronismo. Es la pregunta central cada vez que el peronismo pierde la elección. Entre 2015 y 2019, la bancada justicialista sufrió la derrota del partido bajo la forma del desbarajuste interno y la pérdida de efectivos. De esa crisis reemergió el liderazgo de Cristina, que en la elección de medio término revalidó su liderazgo político nacional aún habiendo sido derrotada en la competencia legislativa en la provincia de Buenos Aires por el oficialismo macrista.
Está claro que la lucha intestina en el peronismo se expresa centralmente en el lugar de CFK en su interior. Lo que se disputa es la vigencia del liderazgo de Cristina y no una cuestión abstracta. Lo que le da a la cuestión el dramatismo innegable de estos días es si estamos ante un inevitable relevo (al que equívocamente se define como “generacional”) en los máximos sitios de decisión del peronismo.
El lugar de Cristina en el peronismo es lo que está en disputa. No se puede -o no se debería- “ningunear” la disputa sobre la base de reclamos abstractos a favor o en contra de los “personalismos”. Las personas, en política, son portadoras de historia, son señas de identidad e identificaciones políticas profundas. En el caso argentino, la materia sobre la que se discute es el “kirchnerismo”. El fenómeno que emergió del derrumbe económico, social y político de 2001 y que construyó un nuevo sistema de símbolos en la política argentina. En 2003 volvieron los símbolos del peronismo histórico y su significado histórico-político al centro de nuestra escena.
Ahora bien, la emergencia de Axel Kicilof especialmente después de su victoria y del ejercicio del gobierno en la principal provincia del país es central en este drama. Porque la figura del gobernador de la provincia de Buenos Aires no parece fácil de separar de la “tradición kirchnerista”. Habría que encontrar el nexo de sentido que permitiera separarlo de la tradición K -parte esencial, a la vez- del mapa actual del peronismo. Claramente, a la vez, no hay hoy a la vista otra variante del peronismo kirchnerista con el cual reemplazarlo. Esto y no otra cosa es lo que habilita (¿y obliga?) a algunos sectores del kirchnerismo a colocar nuevamente a la ex presidenta en el centro de la atención.
El problema con el que se enfrentan los promotores de este rumbo es el recuerdo de la saga que rodeó los “operativos clamores” del año 2021 que ciertamente no terminaron jugando a favor de ningún candidato peronista. ¿Puede tener éxito un operativo análogo en los meses que nos separa de la próxima elección presidencial? ¿Sería un éxito para el peronismo que tal fuera el curso de desarrollo de los acontecimientos?
La idea de que CFK fuera candidata a la presidencia del partido no era necesariamente una mala idea. Pero el contexto de furia internista que ha movilizado a algunos de sus promotores al punto de generar un “anti-axelismo” radicalizado, cambió los términos de la conversación. Una escalada de encono inexplicable en relación con la historia de estos años no aporta de ningún modo al objetivo central del movimiento nacional y popular: que es organizar la defensa del mundo popular contra la agresión sistemática del gobierno de los grupos concentrados de la economía y preparar las condiciones para la recuperación popular en la Argentina