Más de un millón de personas fueron protagonistas en todo el país de una de las movilizaciones masivas más importantes en cuatro décadas de democracia. La defensa de la universidad pública logró descompartimentar a una oposición que, hasta ahora, había chocado en cada embate sectorial con la intransigencia de un presidente impasible, que absorbía cada golpe aparentemente sin daño. Y esta vez algo crujió en la Casa Rosada.
La jornada terminó entre versiones de cambios en el gabinete y certezas sobre internas en el Gobierno, que salen a la luz cuando empieza el reparto de culpas. La magnitud de las protestas desbordó la narrativa oficial y desarticuló el mecanismo de amigo/enemigo que tantas veces utilizó con éxito Javier Milei. Quien haya tenido la idea de caracterizar la marcha como una iniciativa de la oposición política, creyendo que con eso le restaba potencia, deberá revisar sus manuales.
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A no equivocarse: la numerosa presencia de dirigentes políticos (peronistas, radicales, de izquierda, hubo de todo) adornó un acontecimiento impetuoso por sí mismo, cuyo impacto los excede largamente. Pero a su vez, la realidad puso frente a sus ojos la exigencia de estar a la altura de una sociedad que no da ninguna batalla, cultural ni material, por perdida. A partir de ahora cualquier capitulación o concesión debe ser entendida como pereza o algo peor.
Si todos los diputados que manifestaron su apoyo a la universidad pública dieran quórum en la sesión especial convocada para discutir el presupuesto universitario (además de la ley de incentivo docente y la fórmula jubilatoria), sobraría número para habilitar ese debate en la cámara baja. Por la noche, al cierre de esta nota, en el interior de cada uno de los bloques que se auto perciben dialoguistas seguían discutiendo si participar o no. La chicharra suena a las once de la mañana.
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Algunos legisladores temen que esa sesión podría empiojar la coreografía de una negociación por la ley de bases (y, sobre todo, por el acuerdo fiscal) que bailan con el Gobierno. La universidad pública se defiende, pero hasta ahí. La defección no va a ser gratis. Pudo comprobarlo el jefe del bloque radical, Rodrigo de Loredo, repudiado cuando intentó sumarse a la marcha en Córdoba. Pronto pueden ser otros. Son las reglas del juego que propone Milei: no se puede estar en los dos lados a la vez.
El peronismo también mueve sus fichas. La marcha universitaria fue el primer paso de un plan de lucha que debería culminar con el rechazo del DNU si quiere capitalizar el esfuerzo y anotarse un poroto de los que valen. Hay varias escalas en ese periplo: en ocho días otra movilización, esta vez motorizada por las centrales obreras, y ocho días más tarde el primer paro nacional de 24 horas contra este Gobierno. Darle sentido a esa secuencia debe ser la prioridad de cualquier opositor.
Por su parte, Milei, por primera vez, tendrá que dar respuesta a un problema que no encaja en las dos dimensiones que utiliza para hacer política. Si se planta, como hasta ahora, corre el riesgo de acelerar un desgaste prematuro. Si cede, también. Existe una tercera opción, que le permitiría salir de la encerrona: hacer política. Es una habilidad que, por ahora, no se le conoce, pero es presidente y ya va para cinco meses. En algún momento va a tener que empezar.