Esta semana la provincia de Tierra del Fuego aprobó una ley inédita en el mundo que prohibe la instalación de salmoneras. Lo hizo con el voto unánime de todas las fuerzas representadas en la legislatura local y un fuerte apoyo de la población, independientemente de su alineamiento político. El debate que la acompañó, con posiciones atendibles a favor y en contra de esa decisión, también resultó transversal a la división política que dicta el ordenamiento casi automático en la mayoría de los temas de la agenda y hoy no está saldado hacia adentro de ninguno de los dos grandes espacios que hoy definen el escenario.
Principalmente, resulta objeto de debate dentro del Frente de Todos, donde el mandato popular de crear trabajo y valor agregado para reducir la pobreza brutal que castiga a casi la mitad de la población argentina parece chocar de frente con la necesidad de atender la agenda verde, ya sea por el reclamo convencido de un sector importante de la alianza de gobierno, por conveniencia geopolítica o por mero instinto de supervivencia. Un debate que no solamente es necesario saldar, sino que, más bien, es necesario tener, de manera honesta, con representación de todos los interesados y de cara a la sociedad.
Porque la respuesta adecuada para este país en este momento (las coordenadas espaciotemporales no son un factor menor en la ecuación) tiene que estar en algún lugar a mitad de camino entre los planteos irreductibles de explotación sin control en nombre del progreso versus la Tierra como un santuario cuasiélfico que debe resguardarse de cualquier mácula capitalista. Mejor dicho: no hay sola una respuesta adecuada. La Argentina está compuesta por cientos de ecosistemas ecológicos y económicos, muchas veces superpuestos. Hacer funcionar ese mecanismo de relojería es la tarea.
Hay una bandera que planta el ala “desarrollista” en esta discusión: existen dos objetivos primarios a los que ninguna economía política puede renunciar en este país, que son la creación de empleo de calidad y el ingreso de dólares que permitan sostener el aumento de consumo que le sigue, sin que la restricción externa haga volar todo por los aires, como viene sucediendo periódicamente en el último medio siglo. Sin trabajo y sin divisas no hay otra cosa que un horizonte de crisis tras crisis, de cada cual el país sale más pobre, más desigual y más lejos de revertir esa tendencia. Parece difícil de discutir.
Eso no significa que haya que aceptar cualquier industria que genere puestos de trabajo y provea de dólares a la economía. En ese sentido, el caso de Tierra del Fuego resulta revelador. En primer lugar, la unanimidad legislativa, que refleja un acuerdo similar entre la población, da cuenta de una voluntad que debe ser atendida. Pero además es difícil creer que ese consenso total en contra de las granjas de salmón se debe al ánimo conservacionista de la población fueguina y no tiene motivos racionales detrás. Es importante preguntarse, en cada caso, cómo se reparten costos y beneficios.
Por ejemplo, según los datos que brindó en sus redes el diputado Federico Frigerio, de Juntos por el Cambio, “el potencial laboral máximo de la salmonicultura” en las costas fueguinas “es de 75 puestos de trabajo directo y 177 indirectos”. Pero además, la instalación de las jaulas puede poner en peligro a la industria turística, de la que dependen 17 mil empleos, “que se verían afectados por la destrucción del ecosistema”. Con esa información, es más entendible la decisión de los legisladores y ciudadanos de Tierra del Fuego que consensuaron proteger no solamente su hábitat sino su fuente de sustento.
El resultado de la ecuación que empuja la balanza en contra de las granjas de salmones en Tierra del Fuego no necesariamente tiene que ser el mismo cuando se habla de la explotación de litio en Jujuy, la minería a cielo abierto en La Rioja o en Chubut, los complejos para cría de ganado porcino, el uso de glifosato para el cultivo de soja, la explotación pesquera en el Mar Argentino, las represas en Santa Cruz o la deforestación en Salta, por nombrar algunas iniciativas que se debatieron con más o menos notoriedad en los últimos años. No se puede estar en contra de todo, todo el tiempo.
Pero cuidado: la solución tampoco puede ser invocar el poder de regulación y control del Estado, como si fuera un mantra que protege contra los desastres anunciados o como si las corporaciones que explotan estas verdaderas oportunidades no tuvieran más herramientas para eludir sus obligaciones que las autoridades para hacerlas cumplir. Desarrollo sostenible es encontrar un cálculo de costo y beneficio que resulte positivo para el país en general y para la comunidad local en particular, tanto ahora como prospectivamente; pero también brindarle al Estado las herramientas necesarias para garantizar esas condiciones.
He aquí la cuestión de esta época. Todos los caminos conducen al mismo lugar. La condición para el desarrollo sustentable, para abrir industrias que generen valor agregado sin hipotecar el futuro, para sacar argentinos de la pobreza sin depender del gasto público, para encaminarlo a un sendero de crecimiento con inclusión, para salir de este loop de crisis infinitas, para tener trabajo, consumo y dólares, es la misma: que el Estado tenga el poder para intervenir de manera virtuosa en la economía. No hay (no ha habido, a lo largo de la historia) camino al desarrollo sin una decisiva intervención estatal.
Y lo cierto es que no lo tiene. En estos dos años la oposición, a través de terminales políticas, mediáticas, judiciales y diplomáticas, ha logrado obstaculizar las iniciativas del gobierno de Alberto Fernández que apuntaron a fortalecer la capacidad de fiscalización del Estado, desde Vicentín hasta el DNU sobre telecomunicaciones, pasando por las políticas adoptadas para moderar la suba el precio de los alimentos o incluso las medidas de salud públicas tomadas en el contexto de la pandemia de coronavirus. Entrar en ese juego de polarización puede dar resultado en el corto plazo pero resulta peligrosísimo en el largo.
Puede resultar constructivo, en cambio, para el Frente de Todos, dar, incluso dentro de la coalición, pero siempre en público, estas discusiones sobre cuál es el futuro que queremos para el país y cuáles son las herramientas que necesita el Estado para avanzar en ese sentido. No solamente enriquecerá el debate público y le permitirá correr de su eje a un adversario que apuesta a polarizar y no encuentra un discurso que conecte con las necesidades de la sociedad. También otorgará, después de un eventual triunfo, la legitimidad para avanzar con las medidas que sean necesarias, fortalecida por un mandato expreso de las urnas.