El gobierno de Estados Unidos dio a conocer esta semana los resultados de una investigación que acusa a Rusia de haber destinado al menos 300 millones de dólares desde el año 2014 para ejercer influencia política e influir en el resultado de elecciones de todo el mundo. También asegura que Moscú planea un incremento en el volumen de esa operación de alcance global para los próximos años.
El informe habla del uso de “pagos en efectivo, criptomonedas, transferencias electrónicas de fondos y regalos de lujo” para canalizar el dinero a través de “fundaciones, think tanks, bandas de crimen organizado, consultorías políticas, compañías cáscara y empresas propiedad del Estado ruso” de forma tal que quede oculto el origen del dinero, pero también de la intervención de su cuerpo diplomático directamente en la faena.
Se menciona actividad en “centroamérica, Asia, medio oriente y el norte de África” y países como Montenegro, Albania, Madagascar y “potencialmente” Ecuador. No es el destino de esos países el que desvela a la Casa Blanca sino la certeza que abrigan los funcionarios de Joe Biden de que la misma mano estuvo detrás del triunfo de Donald Trump en las presidenciales de 2016 y puede volver a actuar en el próximo turno, dentro de dos años.
En Washington las políticas se suelen medir en función de lo que ellos llaman “seguridad nacional” y en este momento, para la administración demócrata, no hay amenaza más grande que el extremismo de derecha, un fenómeno constitutivo de la sociedad yanqui que ha tomado un nuevo rostro, temible y poderoso, a partir de la llegada de Trump al poder, dizque con una pequeña ayuda de Vladimir Putin (el otro gran enemigo público de Biden).
Ese es un factor que no puede pasarse por alto a la hora de analizar el pronunciado giro que dio la relación entre los Estados Unidos y la Argentina en los últimos meses. El incremento de la actividad de grupos violentos de ultraderecha que tuvo su pico en el atentado terrorista contra la vida de Cristina Fernández de Kirchner no pasó desapercibido. La Bersa que se gatilló en Recoleta encendió una alarma a un continente de distancia.
El gobierno de Biden, a través del secretario de Estado, Anthony Blinken, fue uno de los primeros en pronunciarse públicamente en condena al ataque contra CFK. Además hubo una declaración conjunta entre líderes republicanos y demócratas en el Capitolio, una clase de coincidencia transversal que es tan infrecuente allí como acá y de la que también tomó nota la Casa Blanca, donde también se incuban temores sobre la fragilidad democrática.
El presidente Alberto Fernández hará de la condena a la violencia política uno de los ejes principales de su discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas, un mensaje que resonará al mismo tiempo en la Argentina, donde los intentos de iniciar una desescalada avanzan a tientas y sin un camino claro por delante, y en el mundo. Deberá calibrar muy bien las palabras para que repliquen con fidelidad sus intenciones seguramente buenas.
La otra parte troncal del mensaje que lleva el mandatario a Nueva York tendrá que ver con el lugar del país en el mundo y en las nuevas cadenas de suministro que se reconstruyen después del doble cimbronazo de la pandemia y el comienzo de la guerra en curso. La capacidad argentina de proveer al mundo de alimentos, energía y minerales estratégicos significa una oportunidad económica que necesita socios en todo el planeta.
Es otro factor central para explicar este acercamiento súbito. La agenda no deja mentir: al extenso viaje de Sergio Massa para debutar como ministro de Economía se le encadenó la visita del presidente, que a su vez será seguida, casi inmediatamente, por la gira de una nutrida comitiva de gobernadores y el ministro de Interior Wado de Pedro. Queda pendiente, aún sin fecha, la bilateral entre Fernández y Biden en el Salón Oval.
Dos datos a tener en cuenta sobre esta seguidilla. El primero es que participan de esta relación todas las facciones del oficialismo; el presidente, el kirchnerismo, Massa y los gobernadores tienen los pies adentro del plato y apuestan a ganador. La propia CFK, que hace siete años advertía que si le pasaba algo había que mirar al norte, hoy aprueba el nuevo perfil de la relación con Washington y da señales públicas en ese sentido.
El segundo es todavía más significativo. En el tramo de los viajes que se dedica a seducir al sector privado Massa y Fernández decidieron trasladar el centro de gravedad de Wall Street, donde se situaba siempre, a Houston; es decir de las finanzas a la energía. Tanto el ministro como el presidente decidieron hacer las cuatro horas en avión que separan Texas de Nueva York, y no precisamente por la música country.
Para el gobierno argentino mejorar la relación con Estados Unidos no fue una elección sino una circunstancia inalterable: el préstamo con el Fondo Monetario Internacional fue un corset desde el primer día pero el comienzo de la guerra en Europa y el aumento de tensiones globales marcó un punto de inflexión porque significó un cambio en la consideración del gobierno yanqui sobre la disputa geopolítica en América Latina.
La Argentina está obligada a mantener un equilibrio entre dos superpotencias, Estados Unidos y China, que mantienen un rumbo incorregible de colisión. Es una guerra que no nos corresponde; tomar partido entraña peligros y supone pérdidas que no estamos en condiciones de tolerar. La política de no alineamiento, para resultar exitosa, requiere construir un vínculo de confianza con ambas partes, no lo contrario.
En un contexto tan delicado, la pérdida de confianza puede costar caro. Estados Unidos pasó rápidamente, en sólo un cuarto de siglo, de intentar una hegemonía democrática y liberal en todo el planeta mediante el soft power, en los noventas, a hacerlo a través de las armas, después de la caída de las Torres Gemelas, a temer por la continuidad de su propia democracia. Es probable que las cosas se pongan más picantes.
Hace una semana recuperamos una ponencia del politólogo John Mearsheimer que advertía que ante el nuevo contexto es probable que Washington retome la vieja costumbre de voltear gobiernos que le den la espalda y apañar dictadores que sean funcionales en el tablero global. Asumir una posición antagonista en estas circunstancias sería tan irresponsable como adoptar nuevamente un alineamiento automático.
En el plano de la política interna, el acercamiento al gobierno de Biden también encuentra una explicación cuya pertinencia se amplifica con el correr de los días después del intento de asesinato de la vicepresidenta. Ante la intransigencia de un sector de la oposición, que se resiste a condenar ese acto de terrorismo y hasta parece apañar a los extremistas, se explora la posibilidad de gestiones desde Estados Unidos para propiciar el diálogo.
Por otra parte, los principales decisores del peronismo coinciden en que el establishment norteamericano, con sus infinitas terminales, puede jugar un rol en las elecciones de 2023, donde todo indica que la cuestión va a dirimirse entre un peronismo que vira hacia la moderación, con el kirchnerismo a bordo, y una derecha ultra cada vez más alineada con Trump y Jair Bolsonaro: un camino que, en sus mapas al menos, conduce a Moscú.