La “grieta”, la comunicación y el impuesto a las grandes fortunas

El grupo Clarín y la tribuna de doctrina han reavivado el triste espectáculo del periodismo de guerra.

03 de mayo, 2020 | 00.05

Cuando comenzó el nuevo gobierno apareció entre nosotros un rumor reconfortante: “se terminó la grieta”.  Es decir, las familias y los grupos de amigos separados por las diferencias políticas podrían volver a encontrarse, los medios de comunicación volverían a merecer ese nombre y abandonarían la práctica de la mentira, la difamación y el hostigamiento sistemático a cierto sector político. Claro que la afirmación del fin de la grieta tenía implícito un juicio sobre las causas de la grieta. No es muy difícil detectarlo: con Alberto Fernández no habría cadenas nacionales ni persecución contra l@s polític@s opositores. No volverían los programas televisivos que “escrachaban” a los adversarios. Sería una ocasión para el diálogo y el reencuentro. En otras palabras, la grieta había sido el resultado inevitable de un gobierno –el de Cristina Kirchner- que promovió una división tajante e irreconciliable del país entre amigos y enemigos.

        La palabra grieta nació en el mundo periodístico; concretamente fue esgrimida por los comentaristas públicamente enemigos de los gobiernos kirchneristas como un argumento para su posición adversa ante esos gobiernos. De a poco pasó a ser utilizado por una amplia gama de sectores del mundo político y a ser identificado como una desgracia colectiva. No fue una casualidad que empezara a crearse una corriente “antigrieta” que tuvo y tiene la expresión de un periodismo y un sector de la opinión obsesionado por ocupar el lugar del “centro”, el “término medio” que sería el lugar de la objetividad y la independencia. Pero tanto el periodismo de guerra como el neutral permanecieron siempre en una mirada sobre la grieta como si esta fuera la creación de grupos de exaltados o, lo que es peor, de políticos que hubieran construido de la nada un mundo de enconos irreconciliables como soporte de su dominación. Sin embargo la “grieta” no se cerró cuando asumió el macrismo. A pesar de que no hubo desde entonces cadenas nacionales ni programas de escrache a periodistas.

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        Ahora hay un estilo presidencial coloquial y amable. Se convoca al diálogo, se promueven grandes acuerdos, se modera el juicio sobre los partidos de oposición. ¿Terminó entonces la grieta? No, no terminó. Y la razón es que lo que se llama artificiosamente de ese modo, en realidad designa un desacuerdo profundo, arraigado en el país hace mucho. Acaso desde el momento en que se dibujó el mapa de la distribución del suelo, se “limpió” el sur de buena parte de su población originaria y se consumó un falso federalismo que equivalió a la construcción de la centralidad económica, política y cultural del puerto de Buenos Aires. Ese desacuerdo es lo que la teoría política llama antagonismo. Y el antagonismo en la historia política es mucho más antiguo que nuestro país. Lo nombró y lo explicó Maquiavelo: “en toda república hay dos partidos, el de los grandes y el del pueblo y todas las leyes favorables a la libertad nacen tan sólo de la oposición entre ambos partidos”, dijo hace más o menos quinientos años el florentino que creó la ciencia política.

        Hay épocas y circunstancias en que el antagonismo parece desaparecer. El mundo en el que vivimos lo dio por terminado en los comienzos de los años noventa bajo la impresión del triunfo universal y definitivo de la civilización del capitalismo neoliberal. Hoy está a la vista que ese dictamen definitivo fue el fruto de una concepción equivocada. Pero equivocada y todo, esa concepción se plasmó en un tipo de práctica política basada sobre la utopía de un gran consenso entre la socialdemocracia –ya carente de toda pretensión transformadora y entregada al ensueño de la “tercera vía”- y el neoliberalismo triunfante. Esa época, ese consenso neoliberal se ha resquebrajado. Hay que darle la bienvenida a los antagonismos porque de ellos vienen los avances de la libertad.

        ¿Es compatible la democracia y la convivencia política con el antagonismo? Como lo previera Maquiavelo, las libertades conquistadas solamente fueron posibles a través de grandes luchas sociales; sería larga la enumeración que va desde los derechos sindicales hasta el sufragio, que solamente se universalizó después de la segunda guerra mundial. La tarea es construir una democracia capaz de albergar y expresar el antagonismo, reconstruyéndolo bajo la forma del “agonismo” (como plantea Chantal Mouffe) que permite la convivencia pacífica entre perspectivas políticas antagónicas. Ese es el lugar y ese es el papel de las instituciones, el de evitar que el antagonismo devenga guerra.

        En los días actuales la grieta se mostró vivita y coleando. El grupo Clarín y la tribuna de doctrina han reavivado el triste espectáculo del periodismo de guerra que consiste en la desinformación, la mentira y la inyección sistemática del odio entre los argentinos y argentinas. ¿Cuál fue la gota que rebalsó el vaso?, ¿El peligro de que vengan médicos cubanos, la liberación de presos, la cuarentena…?  Lo más probable es que el vaso haya sido rebalsado por el proyecto del impuesto de emergencia a las grandes fortunas. Desde que se empezó a hablar del impuesto los mastines del periodismo de guerra modificaron el tono: pasaron del chistecito soberbio al ataque sin miramientos. Pero no es el proyecto de impuesto “realmente existente” (que, por otro lado, todavía no se conoce) el que desata el encono y resucita a la nunca enterrada “grieta” y al “periodismo de guerra”. Es la sola idea de que el estado se meta con ese mundo sagrado que es el de los multimillonarios.

        En apariencia, el proyecto debería producir confianza y apoyo ampliamente mayoritario. No solamente entre los trabajadores y entre los sectores más agredidos por la maquinaria política ruin del macrismo, también en los sectores medios e incluso medio-altos de nuestra sociedad. El porcentaje de involucrados por el impuesto no se conoce. Pero por lo que ha trascendido está muy lejos de ser el 1% de la población. Sin embargo la conmoción alcanza a muchísimas más personas, porque las clases privilegiadas han logrado consagrar el derecho de propiedad como el único derecho inviolable. La Constitución de 1949 planteó la relatividad de ese derecho según su “función social” y terminó “derogada” no por los mecanismos establecidos por el artículo 30, sino por un bando proveniente de una dictadura militar. Cuando se habla de establecer un impuesto a las grandes fortunas (igual que sucediera en Ecuador en los tiempos presidenciales de Correa con las limitaciones al derecho de herencia) hay sectores importantes de las clases medias que sienten temor por sus propias posesiones, por su propia “diferencia social”. Sobre ese terreno trabajan los sembradores de odio y de desconfianza entre nosotros. El espantapájaros del comunismo y el stalinismo es sacado a la calle para asustar y para dividir. Igual que en los tiempos del “campo” en 2008. 

        Las próximas escenas alrededor de la iniciativa parlamentaria del Frente de Todos merecerán ser seguidas con mucha atención.

       

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