Cuesta identificar el eslabón más vulnerable de la industria periodística en tiempos de crisis existencial de los medios, de cierre de empresas, de mudanza de hábitos de información de la sociedad, de precarización del trabajo en las redacciones. El horizonte es incierto pero en el ecosistema emergente de las comunicaciones hay algo claro: las mujeres periodistas están peor posicionadas, tanto por la histórica postergación de género (techo de cristal, peor remuneración por la misma tarea) como porque la sociedad interconectada se aleja de la promesa de intercambios virtuosos que prometían los gurús de las autopistas de la información hace 20 años.
Una periodista recomienda, en su perfil personal de una de las plataformas de redes sociales, una producción de colegas suyas que acaba de leer. Lo que viene será una pesadilla: durante las primeras horas recibirá una catarata de críticas de gente disconforme con su recomendación. Hasta ahí, es ley de juego: alguien opina, y otras personas opinan sobre su opinión. Las opiniones ajenas pueden ofender. Pero las críticas irán mutando en repudio y el repudio irá subiendo de tono, se tornará amenazante, exigiendo su despido del grupo mediático donde trabaja, una turba compuesta por gente conocida y desconocida pedirá que echen a la periodista por una recomendación que hizo a título personal y se viralizarán las intimidaciones, mientras ella decidiría borrar el posteo original y aclarar que no adhería a todo el contenido que había recomendado. En las horas y días siguientes la escalada incluirá agresiones profesionales y personales, sexistas y misóginas. Después, una de las figuras estelares del grupo usará el espacio masivo que anima en la radio para exponer la “vergüenza” que tendría que sentir la periodista, amplificando su aflicción por la multiplicación de ataques que, aunque ya venía sufriendo, su difusión pública incrementará.
Lo único que tiene de anecdótica la situación descripta es el nombre de la periodista y la causa del abuso que soportó, que fue relativamente suave en comparación con las lapidaciones que padecen las periodistas en todo el mundo a toda hora y que se asemejan a los ataques contra defensoras de derechos humanos. Y, si bien los hombres periodistas y activistas masculinos de derechos humanos también sufren hostigamiento y violencia en muchos casos, la escala e intensidad de este problema está marcada por la división de género.
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Nada es “virtual” en la violencia en línea. Un reciente informe de la UNESCO en colaboración con el Centro Internacional de Periodistas (ICFJ) constata que la violencia en plataformas digitales contra las mujeres periodistas es un fenómeno global. “Hay un clima de impunidad en torno a los ataques en línea contra mujeres periodistas que debe ser abordado de manera más urgente y eficaz porque la impunidad envalentona a perpetradores, desmoraliza a las víctimas, erosiona los cimientos del periodismo y socava la libertad de expresión”, señala la UNESCO.
Las mujeres periodistas son el epicentro del riesgo por los ataques que cruzan misoginia, racismo, intolerancia religiosa, homofobia, amenazas de violencia sexual y de asesinato que abarcan a veces a sus familias con consecuencias devastadoras. “La seguridad psicológica, física, profesional y digital impactan sobre el derecho a la libertad de expresión y a la igualdad de género”, plantea el informe.
Ni los estados, ni las grandes plataformas digitales en cuyas redes sociales anidan las campañas de acoso contra las periodistas, ni las empresas de medios donde trabajan, han dado hasta ahora respuestas adecuadas a una problemática que el campo profesional de la comunicación conoce por su frecuencia y extensión. No se trata de incidentes aislados (aunque por supuesto hay incidentes aislados): los ataques suelen ser sistemáticos y orquestados, tal como documenta la UNESCO en el informe, denominado “Lo escalofriante: Tendencias globales en la violencia en línea contra las mujeres periodistas” (“The Chilling: Global trends in online violence against women journalists”).
La investigación que respalda el informe combinó metodológicamente una encuesta global a 901periodistas de 125 países; entrevistas con 173 periodistas, editores y expertos internacionales en libertad de expresión, derechos humanos y seguridad digital, 15 países de distintos continentes examinados en profundidad, dos estudios de casos de ataques violentos contra mujeres periodistas (Maria Ressa en Filipinas y Carole Cadwalladr en el Reino Unido), mediante técnicas de big data que procesaron más de 2,5 millones de publicaciones en Facebook y Twitter, y relevamiento bibliográfico.
El trabajo periodístico en general acusa el impacto de la pandemia COVID-19 alterando las condiciones laborales, cada vez más precarias, dependientes de la conectividad y de las fuentes disponibles en plataformas y aplicaciones de mensajería, por lo que resignar el uso de esos espacios para evitar ser objeto de violencia implica erosionar el desempeño profesional.
El papel de las “autoridades” dentro y fuera de las redes digitales –personas con más influencia- es abordado por el Informe porque en algunos casos estas funcionan como habilitadoras de violencia contra las mujeres periodistas. Así, los actores políticos y sociales pueden instigar ataques y acelerar su carácter acumulativo o bien, por el contrario, desalentarlos, según los encuadres con los que refieran a las periodistas y a su labor.
La UNESCO indica que las plataformas de las big tech “son los principales vectores o facilitadores de la violencia en línea contra las mujeres periodistas”, al tiempo que “los empleadores de los medios de comunicación son responsables de garantizar un entorno de trabajo seguro para sus periodistas”. Por su parte, los estados “están obligados a proteger a las y los periodistas, para que puedan realizar su trabajo con libertad y seguridad”.
La evidencia hallada por el informe muestra que hay “empleadores que culpan a las víctimas”, lo que va acompañado por “un patrón de vigilancia del discurso de las mujeres periodistas como respuesta a la "gestión" de la violencia en línea a través de políticas de redes sociales más restrictivas y punitivas”. En algunos casos, se disuade a las periodistas de hablar sobre sus experiencias de violencia en línea, para que “eviten discutir temas "controvertidos" en las redes sociales como medida preventiva”. O sea, se las invita a autocensurarse.
De hecho, uno de los hallazgos del estudio es que “la mayoría de las mujeres periodistas no informan ni hacen públicos los ataques en línea que experimentan”, en sintonía con los bajos niveles de denuncia/información de actos de violencia contra las mujeres en general.
La respuesta de las compañías dueñas de las redes sociales digitales es deficiente. Su diseño técnico y algorítmico carente de soluciones sensibles a temas de género se complementa con la falta de rendición de cuentas –que caracteriza su accionar en otros rubros-, y con la ausencia de coordinación entre plataformas para abordar coordinadamente las campañas de acoso contra periodistas y para reaccionar con rapidez y en todos los idiomas y países donde comercializan sus servicios ante estos problemas.
El objetivo de los ataques contra periodistas es el daño a su credibilidad y reputación mediante campañas organizadas de desinformación que difunden contenidos falsos y habitualmente misóginos sobre la vida privada (enunciados sobre cuestiones sexuales) o profesional (acusaciones sobre mal desempeño laboral pasado y presente) de las víctimas para atraer la atención y generar repudio –a la vez que interés morboso- sobre ellas. Esto, a su vez, desencadena la multiplicación de amenazas directas e indirectas con vocación viral. En algunos casos, organismos estatales o bien formaciones políticas que no conducen gobiernos colaboran en la construcción del ambiente de hostigamiento de las víctimas a través de su identificación pública como enemigas públicas, por ejemplo exponiendo datos personales y familiares como su dirección y teléfono, donde las amenazas se expanden al espacio privado e incluyen agresiones físicas.
En algunos casos relevantes que UNESCO analizó, las empresas periodísticas donde las víctimas de violencia se desempeñaban como empleadas no acompañaron sus demandas públicas ni sus reclamos judiciales, a pesar de que parte de la actividad por la que sufrieron acoso sistemático fue el trabajo en dichas compañías. Algunos de esos medios cuentan con anchas espaldas y amplia consolidación, como el británico diario The Guardian, cuya conducción se apartó del litigio de la periodista Carole Cadwalladr, víctima de una documentada campaña de hostigamiento por su labor profesional. Con esta experiencia, Cadwalladr creó el grupo “Real Facebook Oversight Board” ("la verdadera Junta de Supervisión de Facebook", @FBoversight), en alusión crítica al grupo creado por Mark Zuckerberg que asesora a su conglomerado en la moderación de contenidos y que recientemente dictaminó que el expresidente Donald Trump no puede ser cancelado indefinidamente en las redes.
Los métodos de ataque contra periodistas son cada vez más sofisticados y evolucionan con la tecnología. Ello apunta, según la UNESCO, “a la necesidad de que las respuestas a la violencia en línea crezcan por igual en sofisticación tecnológica y coordinación colaborativa. Como demostraron los participantes de nuestra investigación, muchos empleadores todavía parecen reacios a tomar en serio la violencia en línea. Esto se alinea con el evidente fracaso de las empresas de Internet, cuyas redes sociales, mensajería y servicios de búsqueda facilitan gran parte del acoso, la intimidación, el abuso y las amenazas contra las mujeres periodistas, para tomar medidas efectivas para abordar esta crisis de libertad de expresión e igualdad de género”.
No hay una salida integral y sencilla para el conjunto de comportamientos que derivan en la violencia contra las periodistas, pero el primer paso de documentación e información de acceso público que dio la UNESCO resulta imprescindible para modificar prácticas que acosan sistemáticamente a algunas personas, horadan la conversación pública y carcomen la convivencia social.
Según UNESCO, la violencia en línea contra las mujeres periodistas está diseñada para:
- menospreciar, humillar y avergonzar;
- inducir miedo, silencio y autocensura;
- desacreditarlas profesionalmente;
- disuadirlas de participar activamente en el debate público (junto a sus fuentes, colegas y público.