En los últimos años, el periodismo del establishment incorporó una práctica de dudosa profesionalidad y políticamente abyecta: consiste en la de jugar como vocero público de turbias maniobras políticas surgidas en las entrañas del espionaje que adquirían, una vez publicadas por las agencias informativas, la consistencia necesaria para llegar a los estrados judiciales. Ese fue de hecho el esquema básico del lawfare, es decir de la persecución sistemática de aquellos a los que el poder real considera sus enemigos reales o potenciales. Se pretendió, se sigue pretendiendo darle el brillo del “periodismo de investigación”.
Hoy estamos ante una reivindicación del periodismo: un simple pedido de información a la luz del día y tal como lo establece la ley, realizado por Ari Lijalad, sumado al ejercicio de algo que sí merece llamarse investigación periodística, hizo estallar una bomba político-judicial llamada a tener importantes consecuencias. La reiteración de reuniones del entonces presidente Macri con diferentes jueces federales a cargo de acciones judiciales contra referentes opositores y la sistemática correlación entre la fecha de esos encuentros y la producción de decisiones judiciales muy sensibles en los juicios contra ex referentes kirchneristas no se presta para ser interpretada como una casualidad o un asunto de cuánto le gustaba al ex presidente jugar al paddle. Se trata de un involucramiento presidencial directo y evidente en la tarea del poder judicial. Un involucramiento que habilitó la tortura moral de un moribundo Héctor Timerman y una larga serie de prisiones y hostigamientos que involucraron a una ex presidente de la nación y a varios de sus ministros y funcionarios. Se acaba de revelar un nuevo “plan sistemático” de persecución que hasta aquí se había intentado reducir a una alucinación del kirchnerismo: “no creo en el lawfare pero que lo hay, lo hay”.
Será muy difícil de ahora en más que los fallos de los jueces amigos de Macri que habían estado “jugando” con él el día anterior tengan consistencia legal. Solamente el hecho de que no se hayan excusado de fallar a causa de su relación amistosa con alguien muy interesado en el curso del juicio resulta soporte suficiente para la revisión del fallo. Como de paso, digamos que eso es lo que reclaman las víctimas de los atropellos institucionales: no ser indultados sino que se los juzgue de modo decente. No hay ningún argumento serio que pueda oponerse a estas revisiones. Tampoco será fácil la defensa de los implicados ante el Consejo de la Magistratura. Buenas noticias para la democracia argentina.
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Queda una pregunta flotando en el ambiente: ¿qué fue lo que hizo que Macri y su “mesa judicial” dejaran sus huellas digitales en los alrededores del delito? Es una pregunta que no debería limitarse a las señas psicológicas particulares del ex presidente. Es una pregunta que no es individual, aunque un individuo sea el principal responsable de estas incalificables conductas. La palabra clave es impunidad. No la impunidad de una persona o de un grupo. Es la impunidad de un sector social de la Argentina. Un sector que siente que es[E1] la Argentina. Es una impunidad de clase, sexista y racista. Es aquel sector que nunca dejó de ver al peronismo como el “aluvión zoológico”, el que elaboró la teoría de que el mal del país consiste en los planes de ayuda sociales.
Ese sector concibió el triunfo de Cambiemos como su triunfo definitivo. Algo parecido a lo que ocurrió en 1976, pero ahora reforzado por haber sido la consecuencia de un triunfo electoral. El 13 de diciembre de 2015, Morales Solá escribió en La Nación una nota editorial titulada “Un gobierno sin derecho al error”. Su contenido era el fundamento del revanchismo. Usaba y abusaba de la descalificación de los adversarios de Macri, le aconsejaba escribir un supuesto “libro negro” de los abusos de los gobiernos kirchneristas y actuar drásticamente para terminar con esa experiencia. En ese verdadero manifiesto de la venganza habitaba la sensación de que un fracaso (es decir cualquier forma de debilidad en la ejecución de la venganza) significaría el regreso del “populismo” al gobierno por una larga etapa. Ese era el clima. Actuar rápido, con “fuerza”, con “coraje”, sin detenerse en cuestiones menores. En ese clima de “necesidad histórica” de “avance irreversible” gobernó el macrismo. Esa es la fuente principal del sentido de impunidad de sus prácticas. Argentina había entrado en una nueva y definitiva etapa; ningún prurito por la ley o por la Constitución debía frenar su puesta en marcha.
Es muy curioso que eso fuera llamado “el regreso de las instituciones”. El presidente sigue diciendo que la experiencia fue muy valiosa en lo “institucional”. Pero no sólo él, un grupo de intelectuales firmaron una solicitada a favor de su reelección, en la que ponían en el centro la “recuperación institucional”. Un caso de psicopatía política difícil de emular. Macri no se ocupó de borrar ninguna huella. Ni en el caso del Correo, ni en el de los parques eólicos, ni en el de los peajes. Tampoco en el bochornoso episodio del préstamo del FMI. Confiaba -y seguramente sigue confiando- en que las acciones de los “grandes” no necesitan fundarse en leyes ni en razones. Que son lícitas porque se hacen en defensa del país. Es decir, en la defensa contra los ladrones que son siempre las gentes del pueblo y los “demagogos” que los representan invocando la guerra contra la “sociedad”. La sociedad, para esta casta, es el dinero, las propiedades, el estatus del poder capaz de borrar las huellas de la mentira, del delito y de la brutalidad.
Con un sencillo trámite, con un pedido de información, sumado a una investigación laboriosa e inteligente, los periodistas del destape pusieron en crisis tanta megalomanía. Una reivindicación del periodismo.